La señorita Lavinia parecía menos cansada que de costumbre, aunque a pesar de ello se lamentó de no poder concurrir a la tómbola debido a la constante atención que requería su hermana; no obstante le ofreció su ayuda monetaria y prometió contribuir con varios limpiaplumas y zapatitos de niño.
La señorita Marple la felicitó por su magnífico aspecto.
—La verdad es que se lo debo principalmente a Mary. Estoy contenta de haber tomado la resolución de despedir a la otra chica. Mary es maravillosa. Guisa muy bien, sabe servir la mesa, y tiene el piso siempre limpio.., da la vuelta al colchón todos los días... y se porta estupendamente con Emilia.
La señorita Marple apresuróse a preguntar por la salud de Emilia.
—Oh, pobrecilla, últimamente ha sentido mucho el cambio de tiempo. Claro, no puede evitarlo, pero algunas veces nos hace las cosas algo difíciles. Quiere que se le preparen ciertas cosas, y cuando se las llevamos, dice que no puede comerlas... y luego las vuelve a pedir al cabo de media hora, cuando ya se han estropeado y hay que hacerlas de nuevo. Eso representa, naturalmente, mucho trabajo..., pero por suerte a Mary parece que no le molesta. Está acostumbrada a servir a inválidos y sabe comprenderlos. Es una gran ayuda.
—¡Cielos! —exclamó la señorita Marple—. ¡Vaya suerte!
—Sí, desde luego. Me parece que Mary nos ha sido enviada como la respuesta a una plegaria.
—Casi me parece demasiado buena para ser verdad —dijo la señorita Marple—. Yo de usted... bueno... yo en su lugar iría con cuidado.
Lavinia Skinner pareció no captar la intención de la frase.
—¡Oh! —exclamó—. Le aseguro que haré todo lo posible para que se encuentre a gusto. No sé lo que haría si se marchara.
—No creo que se marche hasta que se haya preparado bien —comentó la señorita Marple mirando fijamente a Lavinia.
—Cuando no se tienen preocupaciones domésticas, uno se quita un gran peso de encima, ¿verdad? ¿Qué tal se porta la pequeña Edna?
—Pues muy bien. Claro que no tiene nada de extraordinario. No es como esa Mary. Sin embargo, la conozco a fondo, puesto que es una muchacha del pueblo.
Al salir al recibidor se oyó la voz de la inválida que gritaba:
—Esas compresas se han secado del todo... y el doctor Allerton dijo que debían conservarse siempre húmedas. Vaya déjelas. Quiero tomar una taza de té y un huevo pasado por agua... que sólo haya cocido tres minutos y medio, recuérdelo. Y vaya a decir a la señorita Lavinia que venga.
La eficiente Mary, saliendo del dormitorio, dirigióse hacia Lavinia.
—La señorita Emilia la llama, señora.
Y dicho esto abrió la puerta a la señorita Marple, ayudándola a ponerse el abrigo y tendiéndole el paraguas del modo más irreprochable.
La señorita Marple dejó caer el paraguas y al intentar recogerlo se le cayó el bolso desparramándose todo su contenido. Mary, toda amabilidad, la ayudó a recoger varios objetos... un pañuelo, un librito de notas, una bolsita de cuero anticuada, dos chelines, tres peniques y un pedazo de caramelo de menta.
La señorita Marple recibió este último con muestras de confusión.
—¡Oh, Dios mío!, debe haber sido el niño de la señora Clement. Recuerdo que lo estaba chupando y me cogió el bolso y estuvo jugando con él. Debió de meterlo dentro. ¡Qué pegajoso está!
—¿Quiere que lo tire, señora?
—¡Oh, si no le molesta...! ¡Muchas gracias...!
Mary se agachó para recoger por último un espejito, que hizo exclamar a la señorita Marple al recuperarlo:
—¡Qué suerte que no se haya roto!
Y abandonó la casa dejando a Mary de pie junto a la puerta con un pedazo de caramelo de menta en la mano y un rostro completamente inexpresivo.
Durante diez largos días todo Saint Mary Mead tuvo que soportar el oír pregonar las excelencias del tesoro de las señoritas Skinner.
Al undécimo, el pueblo estremecióse ante la gran noticia.
¡Mary, el modelo de sirvienta, había desaparecido! No había dormido en su cama y encontraron la puerta de la casa abierta de par en par. Se marchó tranquilamente, durante la noche.
¡Y no era sólo Mary lo que había desaparecido! Sino además, los broches y cinco anillos de la señora Lavinia; y tres sortijas, un pendentif, una pulsera y cuatro prendedores de miss Emilia.
Era el primer capítulo de la catástrofe. La joven señora Devereux había perdido sus diamantes, que guardaba en un cajón sin llave, y también algunas pieles valiosas, regalo de bodas. El juez y su esposa notaron la desaparición de varias joyas y cierta cantidad de dinero. La señora Carmichael fue la más perjudicada. No sólo le faltaron algunas joyas de gran valor, sino que una considerable suma de dinero que guardaba en su piso había volado. Aquella noche, Juana había salido y su ama tenía la costumbre de pasear por los jardines al anochecer llamando a los pájaros y arrojándoles migas de pan. Era evidente que Mary, la doncella perfecta, había encontrado las llaves que abrían todos los pisos.
Hay que confesar que en Saint Mary Mead reinaba cierta malsana satisfacción. ¡La señorita Lavinia había alardeado tanto de su maravillosa Mary...!
—Y, total, ha resultado una vulgar ladrona.
A esto siguieron interesantes descubrimientos. Mary, no sólo había desaparecido, sino que la agencia que la colocó pudo comprobar que la Mary Higgins que recurrió a ellos y cuyas referencias dieron por buenas, era una impostora. La verdadera Mary Higgins era una fiel sirvienta que vivía con la hermana de un virtuoso sacerdote en cierto lugar de Cornwall.
—Ha sido endiabladamente lista —tuvo que admitir el inspector Slack—. Y si quieren saber mi opinión, creo que esa mujer trabaja con una banda de ladrones. Hace un año hubo un caso parecido en Northumberland. No la cogieron ni pudo recuperarse lo robado. Sin embargo, nosotros lo haremos algo mejor.
El inspector Slack era un hombre de carácter muy optimista.
No obstante, iban transcurriendo las semanas y Mary Higgins continuaba triunfalmente en libertad. En vano el inspector Slack redoblaba la energía que le era característica.
La señora Lavinia permanecía llorosa, y la señorita Emilia estaba tan contraída e inquieta por su estado que envió a buscar al doctor Haydock.
El pueblo entero estaba ansioso por conocer lo que opinaba de la enfermedad de miss Emilia, pero, claro, no podían preguntárselo. Sin embargo, pudieron informarse gracias al señor Meek, el ayudante del farmacéutico, que salía con Clara, la doncella de la señora Price-Ridley. Entonces se supo que el doctor Haydock le había recetado una mezcla de asafétida y valeriana, que según el señor Meek, era lo que daban a los maulas del Ejército que se fingían enfermos.
Poco después supieron que la señorita Emilia, carente de la atención médica que precisaba, había declarado que en su estado de salud consideraba necesario permanecer cerca del especialista de Londres que comprendía su caso. Dijo que lo hacía sobre todo por Lavinia.
El piso quedó por alquilar.
Varios días después, la señorita Marple, bastante sofocada, llegó al puesto de la policía de Much Benham preguntando por el inspector Slack.
Al inspector Slack no le era simpática la señorita Marple, pero se daba cuenta de que el jefe de Policía, coronel Melchett, no compartía su opinión. Por lo tanto, aunque de mala gana, la recibió.
—Buenas tardes, señorita Marple. ¿En qué puedo servirla?
—¡Oh, Dios mío! —repuso la solterona—. Veo que tiene usted mucha prisa.
—Hay mucho trabajo —replicó el inspector Slack—; pero puedo dedicarle unos minutos.