—¿Está..., está en la miseria?
Las ideas de Luisa eran vagas y en cierto modo melodramáticas. Los ricos siempre evitan enfrentarse con la realidad.
—¡Cielo santo, Luisa, qué ocurrencia! Yo le otorgué una pensión, naturalmente, y buena. Le busque nuevo alojamiento y demás.
—¿Entonces por qué obra así? —preguntó Luisa, extrañada,
Harry habla fruncido el entrecejo.
—¡Oh!, ¿cómo voy a saberlo? ¡Locuras! Adoraba aquella casa.
—Pero era una ruina, ¿verdad?
—Claro que si..., se estaba cayendo..., el tejado se hundía..., era peligroso. De todas maneras supongo que significaba algo para ella. ¡Había vivido tanto tiempo aquí...! ¡Oh, no lo sé! Creo que debe estar loca.
—Creo... que nos ha maldecido —dijo Luisa inquieta—. Oh, Harry, ojalá no lo hubiera hecho.
A Luisa le parecía que su nueva casa estaba envenenada por la figura malévola de aquella vieja loca. Cuando salía en su automóvil, montaba a caballo, paseaba con los perros, siempre encontraba a aquella mujer esperándola. Encorvada, con un astroso sombrero sobre sus greñas grises, y murmurando su letanía de imprecaciones.
Luisa habla llegado a creer que Harry tenía razón..., que la vieja estaba loca. Sin embargo, aquel estado de cosas la contrariaba. La señora Murgatroyd nunca iba a la casa, ni amenazaba concretamente. El recurrir a la policía hubiera sido inútil, y Harry Laxton era contrario a emplear ese medio, ya que, según él, aquello habría de despertar las simpatías del pueblo hacia la vieja. Tomó aquel asunto con mucha más tranquilidad que Luisa.
—No te preocupes, cariño. Ya se cansará de estas tonterías. Probablemente sólo quiere poner a prueba nuestra paciencia.
—No, Harry. Nos... ¡nos odia! Me doy cuenta. Y nos maldice.
—No es una bruja, querida, aunque lo parezca. No te tortures por una cosa así.
Luisa guardaba silencio. Ahora que se había disipado el ajetreo de la instalación, sentíase muy sola, y como en un lugar perdido... Ella estaba acostumbrada a vivir en Londres y la Riviera, y no conocía ni gustaba de la vida en el campo. Ignoraba todo lo referente a jardinería, excepto el capítulo finaclass="underline" «El arreglo de las flores.» No le gustaban los perros, y la molestaban sus vecinos. Cuando más disfrutaba era montando a caballo, algunas veces con Harry, y otras, sola, si él estaba ocupado por la finca. Galopaba por los bosques y prados, disfrutando de aquel bello paisaje y del hermoso caballo que Harry le había comprado. Incluso Príncipe Hall, que era un corcel castaño muy sensible, acostumbraba a encabritarse y relinchar cuando pasaba con su ama ante la figura siniestra de la vieja encorvada.
Un día Luisa se armó de valor. Había salido de paseo, y al pasar ante la señora Murgatroyd, hizo como que no la veía, pero de pronto dando media vuelta fue derecha hacia ella y le preguntó casi sin aliento:
—¿Qué le ocurre? ¿Qué es lo que pasa? ¿Qué es lo que quiere?
La anciana parpadeó. Tenía un rostro agitanado y moreno, con mechones de cabellos grises, como alambres, y ojos legañosos y de mirar inquieto. Luisa se preguntó si bebería.
Habló con voz plañidera y no obstante amenazadora.
—¿Pregunta qué es lo que quiero? ¡Vaya! Pues lo que me han arrebatado. ¿Quién me arrojó de Kingsdean House? Yo viví en ella durante cerca de cuarenta años. Fue una mala jugada sacarme de allí y eso les traerá mala suerte a usted y a él.
—Pero tiene usted una casita muy bonita y...
La vieja le interrumpió alzando los brazos, y gritó:
—¿Y eso a mí qué me importa? Es mi casa lo que quiero, y mi chimenea junto a la que me he sentado durante tantos años. Y en cuanto a usted y él, le digo que no encontrarán felicidad en la nueva casa. ¡La tristeza negra pesará sobre ustedes! Tristeza, muerte y mi maldición. ¡Ojalá se coman los gusanos su hermoso rostro!
Luisa puso su caballo al galope mientras pensaba:
«¡Tengo que mancharme de aquí! ¡Debemos vender la casa, y salir de aquí!»
Y en aquel momento la solución le pareció muy fácil, mas la incomprensión de Harry la desconcertó por completo al oírle decir:
—¿Marcharnos? ¿Vender la casa... por las amenazas de una vieja loca? Debes haber perdido el juicio.
—No, no lo he perdido..., pero ella…, ella me asusta. Sé que va a ocurrir algo.
Harry Laxton repuso, ceñudo:
—Deja a la señora Murgatroyd en mis manos. ¡Yo la arreglaré!
Una buena amistad se había ido desarrollando entre Clarice Vane y la joven señora Laxton. Las dos muchachas eran aproximadamente de la misma edad, aunque muy distintas en sus gustos y maneras de ser. En compañía de Clarice, Luisa conseguía tranquilizarse. Clarice era tan competente, parecía tan segura de si misma, que Luisa le contó lo de la señora Murgatroyd y sus amenazas, pero su amiga pareció considerar aquel asunto como más molesto que otras cosas.
—Es una tontería —le dijo—. Aunque, la verdad, debe resultar muy enojoso para ti.
—¿Sabes, Clarice? Algunas veces me siento verdaderamente asustada, y mi corazón late a una velocidad terrible.
—¡Ah, tonta!, no debes consentir que te deprima una cosa así. Pronto se cansará esa vieja y os dejará en paz.
Luisa guardó silencio durante unos minutos y Clarice le preguntó:
—¿Qué te ocurre?
Luisa tardó en contestar, y su respuesta fue como un desahogo.
—¡Aborrezco este lugar! ¡Odio el vivir aquí! Los bosques y la casa, el horrible silencio que reina por las noches y el extraño grito de las lechuzas. Oh, y la gente y todo.
—La gente. ¿Qué gente?
—La gente del pueblo. Esas solteronas chismosas que todo lo fiscalizan.
—¿Qué es lo que han estado diciendo? —quiso saber Clarice.
—No lo sé. Nada de particular. Pero tienen una mentalidad mezquina. Cuando se habla con ellas se comprende que no hay que confiar en nadie..., en nadie en absoluto.
—Olvídalas —dijo Clarice apresuradamente—. No tienen otra cosa que hacer sino chismorrear. Y todo o casi todo lo que dicen lo inventan.
—Ojalá no hubiera venido nunca a este sitio. Pero a Harry le gusta tanto... —su voz se dulcificó haciendo que Clarice pensara: «¡Cómo le adora!»
—Debo marcharme ya —dijo de repente.
—Haré que te acompañen en el coche. Vuelve pronto.
Luisa sintióse consolada con la visita de su amiga. Harry se mostró satisfecho al encontrarla más contenta y desde entonces la animó para que invitara a Clarice más a menudo.
Un día le dijo:
—Tengo buenas noticias para ti, querida.
—Oh, ¿de qué se trata?
—Me he librado de la Murgatroyd. Tiene un hijo en América y lo he arreglado todo para que vaya a reunirse con él. Le pagaré el pasaje.
—¡Oh, Harry, cuánto me alegro! Creo que, después de todo, es muy posible que llegue a gustarme Kingsdean.
—¿Que llegue a gustarte? ¡Pero si es el lugar más maravilloso del mundo!
Luisa se estremeció ligeramente. No podía librarse tan fácilmente de su temor supersticioso.
Si las damas de Saint Mary Mead habían esperado disfrutar el placer de informar a la novia sobre el pasado de su marido, vieron frustradas sus esperanzas a causa de la rápida intervención de Harry Laxton.
La señorita Harmon y Clarice Vane se hallaban en la tienda del señor Edge, la una comprando bolas de naftalina y la otra un paquete de bicarbonato, cuando entraron Harry Laxton y su esposa.
Tras saludar a las dos mujeres, Harry dirigióse al mostrador para pedir un cepillo de dientes. De pronto se interrumpió a media frase exclamando calurosamente:
—¡Vaya, vaya, miren quién está aquí! Yo diría que es Bella.
La señora Edge, que acababa de salir de la trastienda para atender a la clientela, le sonrió alegremente mostrando su blanca dentadura. Había sido una joven morena muy hermosa, y aún resultaba una mujer atractiva, a pesar de haber engordado. Sus grandes ojos castaños estaban llenos de expresión al responder: