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—Sí; soy Bella, señor Harry, y estoy muy contenta de volver a verle, después de tantos años.

Harry volvióse a su mujer.

—Bella es una antigua pasión mía, Luisa —le dijo—. Estuve locamente enamorado de ella mucho tiempo, ¿no es cierto, Bella?

—Eso es lo que usted decía —repuso la señora Edge.

Luisa, riendo, exclamó:

—Mi esposo se siente muy feliz al volver a ver a todas sus viejas amistades.

—¡Ah! —continuó la señora Edge—, no nos hemos olvidado del señor Harry. Parece un cuento de hadas el que se haya casado y construido una nueva casa sobre las ruinas de Kingsdean House.

—Tiene usted muy buen aspecto y está muy guapa —dijo Harry, haciendo reír a la señora Edge quien preguntó cómo deseaba el cepillo de dientes.

Clarice, viendo la mirada contrariada de la señorita Harmon, díjose para sus adentros:

«¡Bien hecho, Harry! Has descargado sus escopetas.»

El doctor Haydock decía a su sobrina con rudeza:

—¿Qué son esas tonterías que circulan acerca de la vieja Murgatroyd... que si amenaza con el puño... que si maldice al nuevo régimen...?

—No son tonterías. Es bien cierto. Y esto molesta bastante a Luisa.

—Dile que no necesita tomarlo así. Cuando los Murgatroyd eran los guardianes de Kingsdean House no cesaban de quejarse ni un minuto. Y sólo se quedaron allí porque Murgatroyd bebía y no era capaz de encontrar otro empleo.

—Se lo diré —replicó Clarice—, pero me parece que no va a creerte. Esa vieja está loca de rabia.

—No lo comprendo. Quería mucho a Harry cuando éste era pequeño.

—¡Oh, bueno! —repuso Clarice—. Pronto nos libraremos de ella. Harry le paga el pasaje para América.

Tres días más tarde, Luisa cayó del caballo que montaba y murió.

Dos hombres que repartían el pan con un carretón fueron los testigos del accidente. Vieron a Luisa cruzar la verja, y a la vieja que aguardaba fuera amenazarla con el puño y gritando. El caballo se encabritó, y luego lanzóse al galope desenfrenado por el camino, arrojando a la amazona por encima de las orejas.

Uno de los panaderos quedó junto a la figura inanimada sin saber qué hacer, mientras su compañero se dirigía a la casa en busca de auxilio.

Harry Laxton salió a todo correr, con el rostro descompuesto. La colocaron en el carretón para llevarla hasta la casa, donde murió sin recobrar el conocimiento y antes de que llegara el médico.

(Fin del manuscrito del doctor Haydock.)

Cuando al día siguiente llegó el doctor Haydock, notó con satisfacción que las mejillas de la señorita Marple tenían un tinte rosado, hallándola decididamente mucho más animada.

—Bueno —le dijo—, ¿cuál es su veredicto?

—¿Y cuál es el problema? —replicó la señorita Marple.

—Oh, mi querida señora, ¿es que tengo que decírselo?

—Supongo que se trata de la extraña conducta de la vieja guardiana. ¿Por qué se conduciría de aquella extraña manera? A la gente le duele verse arrojada de sus antiguos hogares, pero aquella no era su casa propia... y solía lamentarse y refunfuñar cuando vivía en ella. Sí, desde luego, resulta muy curioso. A propósito, ¿qué fue de la vieja?

—Se largó a Liverpool. El accidente la asustó. Se cree que allí esperaría su barco.

—Todo muy conveniente... para alguien —repuso la señorita Marple—. Sí; creo que el misterio de la Conducta de la Guardiana puede ser resuelto fácilmente. Soborno, ¿no fue así?

—¿Cuál es su solución?

—Pues si no era natural en ella el comportamiento de aquel modo, debía estar «representando una comedia», como puede decirse, y eso significa que alguien le pagó para que lo hiciera.

—¿Y sabe usted quién fue ese alguien?

—Oh, me parece que sí. Me temo que también esta vez el móvil ha sido el dinero. He observado que los hombres siempre, salvo excepciones, tienden a admirar el mismo tipo de mujer.

—No la comprendo.

—Todo coincide. Harry Laxton admiraba a Bella Edge, morena y vivaracha. La sobrina de usted, Clarice, pertenece al mismo tipo. Mas la pobrecita esposa de Laxton era completamente distinta rubia y dulce..., opuesta a su ideal. De modo que debió casarse con ella por su dinero, y la asesinó... por lo mismo.

—¿Ha dicho usted la asesinó?

—Me parece un tipo capaz de una cosa así. Atractivo para las mujeres y sin escrúpulos. Me imagino que quiso conservar el dinero de su esposa y luego casarse con su sobrina de usted. Es posible que le vieran hablando con la señora Edge, pero yo no creo que le interesara ya..., aunque me atrevo a decir que pudo darle a entender que sí para sus fines. Supongo que no le costaría dominarla.

—¿Y cómo la mató, según usted?

La señorita Marple estuvo mirando al vacío durante algunos segundos con sus soñadores ojos azules.

—Estuvo muy bien tramado... con el testimonio además de los repartidores del pan. Ellos vieron a la vieja, y claro, el susto del caballo, pero yo me imagino que con cualquier cosa..., tal vez un tirador..., solía tener mucha puntería con el tirador. Sí, pudo dispararle en el preciso momento que cruzaba la verja. Naturalmente, el caballo se encabritó arrojando de la silla a la señora Laxton.

Se interrumpió con el ceño fruncido.

—La caída pudo matarla, pero Laxton no podía tener la seguridad absoluta de ello y al parecer es de esos hombres que trazan sus planes con todo cuidado sin dejar ningún cabo suelto. Al fin y al cabo, la señora Edge podría proporcionarle algo a propósito sin que se enterara su marido. Sí; creo que Harry debió tener a mano alguna droga poderosa, para administrársela antes de que usted llegara. Después de todo, si una mujer se cae del caballo sufriendo graves heridas y luego fallece sin recobrar el conocimiento, bueno... cualquier médico no vería en ella nada anormal, ¿no es cierto? Lo atribuiría al golpe.

El doctor Haydock asintió con la cabeza.

—¿Por qué sospechó usted? —quiso saber la señorita Marple.

—No fue debido a mi clarividencia —contestó el doctor Haydock—, sino al hecho tan sabido de que el asesino se halla tan satisfecho de su inteligencia que no toma las precauciones debidas. Cuando yo dirigía unas frases de consuelo al atribulado esposo, éste se arrojó sobre el sofá para representar mejor su comedia y se le cayó del bolsillo una jeringuilla hipodérmica. Apresuróse a recogerla con tal expresión de susto que comencé a hacer cábalas. Harry Laxton no tomaba drogas, gozaba de perfecta salud. ¿Qué es lo que estaba haciendo con una jeringa de inyecciones? Practiqué la autopsia... y encontré estrofanto. Lo demás fue sencillo. Encontramos estrofanto en la casa de Laxton, y Bella Edge, interrogada por la policía, confesó habérselo proporcionado. Y por fin la vieja señora Murgatroyd admitió que Harry Laxton la había instigado a representar la comedia de las amenazas.

—¿Qué tal lo ha soportado su sobrina de usted?

—Pues bastante bien. Se sentía atraída por ese sujeto, pero no había llegado más lejos.

El médico recogió su manuscrito.

—Muchísimas gracias, señorita Marple..., y démelas a mí por mi receta. Ahora ya vuelve usted a ser la misma de antes.

El tercer piso

—¡Pues no la encuentro! —dijo Pat.

Y con el ceño fruncido revolvió impaciente en el chisme de seda que ella llamaba su bolso de noche. Los dos jóvenes y la otra muchacha la observaron con ansiedad. Se encontraban ante la puerta cerrada del piso de Patricia Garnett.

—Es inútil —exclamó Pat—. Aquí no está. ¿Y ahora qué vamos a hacer?

—¿Qué es la vida sin una llave? —murmuró Jimmy Faulkener.

Era un joven de pequeña estatura y ancho de espaldas, de ojos azules de alegre expresión.