—No bromees, Jimmy. Esto es serio.
—Vuelve a mirar, Pat —dijo Donovan Bayley—. Debe de estar ahí.
Tenía una voz pastosa y agradable que hacía juego con su tipo moreno y delgado.
—Si es que la trajiste —intervino la otra muchacha, Mildred Hope.
—Pues claro que la traje —replicó Pat—. Creo que os la di a uno de vosotros —se volvió a los jóvenes con ademán acusador—. Le dije a Donovan que me la guardara.
Pero no iba a encontrar una escapatoria tan fácilmente. Donovan lo negó rotundamente y Jimmy le respaldó.
—Yo mismo vi cómo la metías en tu bolso —dijo Jimmy.
—Bueno, entonces uno de vosotros la perdería al recoger mi bolso. Se me ha caído un par de veces.
—¡Un par de veces! —exclamó Donovan—. Lo has dejado caer lo menos una docena, y además lo olvidaste en todas las ocasiones posibles.
—Lo que no comprendo es cómo diablos no se ha perdido todo lo que llevas dentro —dijo Jimmy.
—El caso es..., ¿cómo vamos a entrar? —quiso saber Mildred.
Era una muchacha muy sensible, aunque no tan atractiva como la impulsiva e impertinente Pat.
Los cuatro permanecieron ante la puerta cerrada sin saber qué partido tomar.
—¿Y no podría ayudarnos el portero? —sugirió Jimmy—. ¿No tiene una llave maestra o algo parecido?
Pat meneó la cabeza. Sólo había dos llaves. Una estaba en el interior del piso colgada en la cocina y la otra estaba..., o debiera de haber estado..., en el condenado bolso.
—Si por, lo menos viviera en la planta baja, podríamos romper el cristal de una ventana o algo así —lamentóse Pat—. Donovan, ¿no te gustaría ser un ladrón escalador?
El aludido rechazó enérgicamente, aunque con educación, semejante idea.
—Un cuarto piso... sería casi un entierro asegurado —dijo Jimmy.
—¿Y la escalera de incendios? —sugirió Donovan.
—No la hay.
—Pues debiera haberla —replicó Jimmy—. Un edificio de cinco pisos debe tener escalera de incendios.
—Eso digo yo —repuso Pat—. Pero con eso no ganamos nada. ¿Cómo voy a entrar en mi piso?
—¿Y no hay una especie de ascensor suplementario? —dijo Donovan—. Esos chismes en los que el tendero hace subir las coles de Bruselas y la carne picada.
—El ascensor del servicio —repuso Pat—. ¡Oh, sí!, pero sólo es un montacargas en forma de cesta. ¡Oh, esperad..., ya sé! ¿Y el ascensor del carbón?
—Vaya —dijo Donovan—, es una idea.
Mildred hizo una observación descorazonadora.
—Estará cerrado —dijo—. Me refiero a que estará corrido el pestillo por la parte interior de la cocina de Pat.
—No lo creas —replicó Donovan,
—Eso no ocurre en la cocina de Pat —exclamó Jimmy—. Pat nunca cierra con llave ni corre cerrojos.
—No creo que esté cerrado —dijo Pat—. Esta mañana saqué el cubo de la basura, y estoy segura de no haber cerrado después, puesto que no volví a acercarme por allí.
—Bueno —intervino Donovan—, pues eso nos va a resultar muy provechoso esta noche, pero de todas maneras, Pat, permíteme que te aconseje abandones esta costumbre que te deja a merced de los ladrones no escaladores.
Pat hizo caso omiso de la reprimenda.
—Vamos —exclamó comenzando a bajar a toda prisa los cuatro tramos de escalera. Los demás la siguieron, y Pat les condujo a un sótano oscuro, aparentemente lleno de cochecitos de niño, y luego, atravesando la puerta de la escalera de los pisos, los guió hasta el ascensor derecho... que en aquel momento estaba ocupado por un cubo de basura. Donovan lo quitó de allí y subiéndose a la plataforma ocupó su lugar, arrugando la nariz.
—Es algo molesto —observó—. Pero, ¿qué importa? ¿Voy a emprender solo esta aventura o hay alguien que quiera acompañarme?
—Yo iré contigo —dijo Jimmy.
Y se colocó al lado de Donovan.
—Espero que el montacargas pueda con mi peso —añadió sin gran convencimiento.
—No puedes pesar mucho más que una tonelada de carbón —replicó Pat, que nunca estuvo muy fuerte en pesos y medidas.
—De todas maneras pronto lo averiguaremos —contestó Donovan alegremente tirando de la cuerda.
Y en medio de un ruido chirriante los dos muchachos desaparecieron de la vista.
—Este trasto mete un ruido infernal —observó Jimmy mientras subían en plena oscuridad—. ¿Qué pensará la gente de los otros pisos?
—Supongo que creerán que se trata de fantasmas o ladrones —repuso Donovan—. Tirar de esta cuerda es un trabajo pesado. El portero trabaja mucho más de lo que yo creía. Oye, Jimmy, viejo amigo, ¿vas contando los pisos?
—¡Oh, no! Me he olvidado.
—Bueno, pues yo sí los he contado. Ahora pasamos el tercero. El siguiente es el nuestro.
—Y ahora supongo que descubriremos que Pat cerró la puerta al fin y al cabo —gruñó Jimmy.
Mas sus temores eran infundados. La puerta de madera retrocedió ante una ligera presión y Donovan y Jimmy penetraron en la densa oscuridad de la arreglada cocina de Pat.
—Debimos traer una linterna para realizar este trabajo nocturno —dijo Donovan—. O yo no conozco a Pat, o todo estará por el suelo, y vamos a tropezar con la mar de cacharros antes de conseguir llegar hasta el interruptor de la luz. No te muevas, Jimmy, hasta que yo encienda.
Prosiguió avanzando cautelosamente y lanzó una maldición cuando una esquina de la mesa de la cocina se le incrustó en los riñones. Dio vuelta al interruptor y volvió a maldecir en plena oscuridad.
—¿Qué ocurre? —le preguntó Jimmy.
—Que la luz no se enciende. Me figuro que se habrá fundido la bombilla. Aguarda un minuto. Iré a dar la luz de la salita.
La sala de estar se hallaba al otro extremo del pasillo. Jimmy oyó cómo Donovan abría la puerta y fueron llegando hasta él diversas exclamaciones de contrariedad. Decidióse a avanzar también por la cocina.
—¿Qué pasa?
—No lo sé. Por la noche parece que las habitaciones están embrujadas. Todo está revuelto. Las sillas y mesas se encuentran donde menos lo piensas. ¡Oh, diablos! ¡Aquí hay otra!
Pero en aquel preciso momento Jimmy encontró el interruptor y encendió la luz. Un segundo después los dos hombres se miraron locos de horror.
Aquella habitación no era la salita de Pat. Se habían equivocado de piso.
Para empezar, aquella estancia estaba casi como unas diez veces más llena de muebles que la de Pat, lo cual explicaba el patético asombro de Donovan al tropezar repetidamente con sillas y mesas. En el centro había una gran mesa redonda cubierta con un tapete y sobre ella un montón de cartas.
—Señora Ernestina Grant —susurró Donovan, leyendo uno de los numerosos sobres—. ¡Oh, Dios nos ayude! ¿Tú crees que nos habrá oído?
—Será un milagro que no te haya oído —repuso Jimmy—. Con tus vociferaciones y el modo de tropezar con lodo... Vamos, por amor de Dios, salgamos de aquí cuanto antes.
Apagaron la luz y regresaron de puntillas hasta el ascensor. Jimmy exhaló un suspiro de alivio al verse otra vez en la oscuridad del montacargas sin más accidentes.
—Me gustan las mujeres que tienen el sueño profundo. Grant ha ganado muchos puntos en mi consideración con su modo de vivir.
—Ahora comprendo —dijo Donovan— por qué nos hemos equivocado de piso. Y es que no contamos que habíamos arrancado desde el sótano —tiró de la cuerda y el montacargas fue subiendo—. Esta vez acertaremos.
—Lo deseo de todo corazón —exclamó Jimmy al penetrar en otra cocina en tinieblas—. Mis nervios no soportan muchos golpes como éste.
Mas ya no experimentaron ningún otro sobresalto. A la primera tentativa se encendió la luz de la cocina de Pat, y un minuto después abrían la puerta principal del piso para dejar entrar a las jóvenes que aguardaban fuera.
—Habéis tardado mucho —refunfuñó Pat.
—Hemos tenido una aventura —dijo Donovan—. Podíamos habernos visto en la comisaría de policía como dos malhechores peligrosos.