—Lo que no entiendo es esto —dijo Donovan—. Yo no me acerqué a la ventana... de modo que, ¿cómo es posible que me manchara la mano de sangre?
—Mi joven amigo, la respuesta salta a la vista. ¿De qué color es el tapete de la mesa? Rojo, ¿verdad?, y no hay duda de que usted apoyaría la mano encima.
—Sí, es cierto. ¿Es eso...? —se interrumpió.
Poirot asintió inclinándose sobre la mesa e indicando con su mano una mancha oscura.
—Aquí fue donde se cometió el crimen —dijo—. Luego trasladaron el cadáver.
Después irguiéndose miró lentamente a su alrededor. No se movía ni tocaba nada, pero, sin embargo, los cuatro que lo observaban sintieron como si cada objeto de aquel lugar comunicara su cerebro a su mirada perspicaz.
Hércules Poirot asintió con la cabeza como si se sintiera satisfecho, y dejó escapar un ligero suspiro.
—Ya comprendo —dijo.
—¿Qué es lo que comprende usted? —preguntó sorprendido Donovan.
—Comprendo lo que sin duda ya advirtieron... que esta habitación está abarrotada de muebles.
Donovan sonrió tristemente.
—Tropecé lo mío —confesó—. Claro, todo estaba en distinto sitio que en casa de Pat y no supe abrirme camino.
—No todo —dijo Poirot.
Donovan dirigióle una mirada interrogadora.
—Quiero decir —dijo Poirot, disculpándose— que ciertas cosas están siempre en el mismo sitio. En un mismo edificio de pisos, la puerta, las ventanas y la chimenea... están igualmente situadas en un piso que en otro.
—¿No cree usted que analiza demasiado? —intervino Mildred mirando a Poirot con ligera ironía.
—Hay que hablar siempre con toda exactitud. Es..., ¿cómo diría yo...?, una manía en mí.
Se oyeron pasos en la escalera y entraron tres hombres. Eran un inspector de policía, un sargento y el médico forense. El inspector, reconociendo a Poirot le saludó con gran deferencia. Luego volvióse a los demás.
—Quiero que todos ustedes presten declaración —comenzó—, pero en primer lugar...
Poirot le interrumpió.
—Una pequeña proposición. Trasladémonos al piso de arriba y mademoiselle nos hará lo que tenía planeado hacer..., una tortilla. Yo siento verdadera pasión por las tortillas. Luego, monsieur l'inspecteur, cuando haya terminado aquí, sube usted a reunirse con nosotros y nos interroga a todos a placer.
Así quedó acordado y Poirot subió con los jóvenes.
—Señor Poirot —le dijo Pat—; es usted un hombre encantador, y yo voy a hacerle una tortilla estupenda. La verdad es que me salen muy bien.
—Eso es bueno. Una vez anduve enamorado de una inglesa que se parecía mucho a usted..., pero que no sabía guisar. De modo que tal vez estuve de suerte.
Había un ligero matiz de tristeza en su voz y Jimmy Faulkener le miró con curiosidad.
No obstante y ya en el piso de Pat, mostróse satisfecho y divertido y la triste tragedia ocurrida en el departamento inferior, fue casi olvidada.
La tortilla había sido consumada y muy elogiada, cuando se oyeron los pasos del inspector Rice, que entraba acompañado del doctor. El sargento se quedó en el piso de abajo.
—Bien, monsieur Poirot —le dijo—. Todo parece claro y evidente, pero a pesar de ello es posible que nos cueste dar con el culpable. Quisiera saber cómo fue descubierto el crimen.
Entre Donovan y Jimmy le pusieron al corriente de los acontecimientos de aquella noche. El inspector volvióse hacia Pat para reprenderla.
—No debiera dejar abierta la puerta del montacargas, señorita.
—No volveré a hacerlo —repuso Pat con un estremecimiento—. Alguien podría entrar y asesinarme como a esa pobre mujer de abajo.
—¡Ah!, pero no entraron por ahí —dijo el inspector.
—¿Quiere explicarnos lo que ha descubierto? —pidió Hércules Poirot.
—No sé si debiera hacerlo..., pero tratándose de usted, señor Poirot...
—Précisément —dijo Poirot—. Y estos jóvenes..., serán discretos.
—De todas maneras los periódicos lo divulgarán en seguida —continuó el inspector—. Y en realidad, no es un secreto. Bien, la mujer que ha sido encontrada muerta es la señora Grant. El portero la ha identificado. Una mujer de unos treinta y cinco años. Estaba sentada a la mesa y le dispararon con una pistola automática de poco calibre, probablemente alguien que estaba sentado ante ella. Cayó hacia delante y por eso manchó el tapete de sangre.
—¿Y nadie oyó el disparo? —preguntó Mildred.
—Dispararon con silenciador. No, nadie pudo oírlo. A propósito, ¿oyeron ustedes el chillido que lanzó la doncella al saber que su ama estaba muerta? No, eso demuestra la imposibilidad de que se oyera el tiro.
—¿Y la doncella no tiene nada que decir? —preguntó Poirot.
—Era su noche libre, y tenía una llave. Regresó a eso de las diez, todo estaba en silencio y pensó que su ama se había acostado.
—¿No miró en la salita?
—Sí, entró las cartas que habían llegado en el correo de la mañana, mas no viendo nada anormal..., ni más, ni menos, lo mismo que los señores Faulkener y Bayley. El asesino había escondido el cadáver detrás de las cortinas.
—Todo ello resulta bastante curioso, ¿no le parece?
A pesar de que Poirot habló en tono amable, su observación hizo que el inspector le mirara frunciendo el ceño.
—No querría que se descubriera el crimen hasta que tuviera tiempo de emprender la huida.
—Tal vez..., es posible... pero continúe lo que estaba diciendo.
—La doncella salió a las cinco. El doctor ha determinado que la señora Grant llevaba muerta... unas cuatro o cinco horas, ¿no es así?
El forense, que era un hombre de pocas palabras, se contentó con mover la cabeza afirmativamente.
—Y ahora son las doce menos cuarto. Yo creo que puede calcularse la hora con bastante exactitud.
Sacó una arrugada hoja de papel.
—Encontramos esto en el bolsillo del vestido de la interfecta. No teman tocarlo. No hay huellas digitales.
Poirot alisó el papel y pudo leer estas palabras escritas a máquina y con letras mayúsculas:
«Iré a verla esta tarde a las siete y media. — J. F.»
—Un documento muy comprometedor para dejarlo olvidado —dijo el inspector—. Tal vez pensara que ella lo habría destruido, porque tenemos pruebas de que el asesino es muy cuidadoso. Encontramos debajo del cadáver la pistola con que cometió el crimen... y tampoco tenía huellas digitales: la habían limpiado cuidadosamente con un pañuelo de seda.
—¿Cómo sabe que fue con un pañuelo de seda? —preguntó Poirot.
—Porque lo encontramos —repuso el inspector triunfante—. A última hora, cuando el asesino corrió las cortinas, debió caérsele inadvertidamente.
Y le tendió un gran pañuelo blanco de seda de muy buena calidad. No fue preciso que le indicase el nombre bordado en el centro con seis letras claras y muy legibles.
—John Fraser.
—Eso es —repuso el inspector—. John Fraser... J. F. las iniciales de la nota. Conocemos el nombre de la persona que hemos de buscar, y me atrevo a asegurar que si averiguamos algunas cosas sobre la difunta, y salen a relucir algunas de sus amistades, no tardaremos en estar sobre la pista.
—Me pregunto... —dijo Poirot—. No, mon cher, creo que no va a ser tan fácil encontrar a su John Fraser. Es un hombre extraño..., cuidadoso, puesto que marca sus pañuelos y limpia la pistola con que ha cometido el crimen... y al mismo tiempo descuidado, ya que pierde su pañuelo y no recoge una comprometedora carta que puede acusarle.
—Se pondría nervioso con las prisas —dijo el inspector.
—Es posible —repuso Poirot—. Sí; es posible. Y, ¿no le vieron entrar en el edificio?
—A esa hora entra y sale toda clase de gente. Estas casas son muy grandes. Supongo que ninguno de ustedes —se dirigió a los cuatro jóvenes— le verían salir del piso.