Pat negó con la cabeza.
—Salimos antes..., a eso de las siete.
—Ya. —El inspector se puso en pie y Poirot le acompañó hasta la puerta.
—Como un pequeño favor... ¿podría examinar el piso de abajo?
—Desde luego, señor Poirot. Conozco la opinión que tienen de usted en jefatura. Le daré una llave. Tengo dos. No hay nadie. La doncella se ha ido a casa de unos parientes, pues estaba demasiado asustada para quedarse sola.
—Gracias.
Poirot regresó pensativo a la sala de Pat.
—¿No está usted satisfecho, señor Poirot? —preguntó Jimmy.
—No, lo estoy.
—¿Qué es lo que..., bueno, le preocupa? —dijo Donovan mirándole con curiosidad.
Poirot no respondió, y guardó silencio durante un par de minutos, como si meditara. Luego se encogió de hombros.
—Voy a despedirme de usted, mademoiselle. Debe de estar fatigada. Ha tenido que guisar mucho..., ¿eh?
Pat rió.
—Sólo la tortilla. No hice la cena. Donovan y Jimmy vinieron a buscarnos y fuimos a un pequeño restaurante del Soho.
—Y luego, sin duda, irían al teatro.
—Sí. A ver «Los ojos castaños de Carolina».
—¡Ah! —exclamó Poirot—. Debieran haber sido los ojos azules..., los ojos de mademoiselle.
Hizo una galante inclinación, y diole una vez más las buenas noches, lo mismo que a Mildred, que se quedaba allí a pasar la noche, ya que Pat había confesado con toda franqueza que no era capaz de quedarse sola de momento.
Los dos hombres acompañaron a Poirot. Cuando se disponían a despedirse de él, una vez en el rellano, el detective les dijo:
—Mis jóvenes amigos, me oyeron decir que no estaba satisfecho..., Eh bien, es cierto..., no lo estoy. Ahora voy a bajar a hacer unas pequeñas averiguaciones por mi cuenta. ¿Les gustaría acompañarme?
Su propuesta fue aceptada en el acto y Poirot abrió la marcha hacia el piso tercero. Al entrar, no se dirigió a la salita, como los otros esperaban, sino que fue derecho a la cocina. En un hueco, debajo de la fregadera, había un gran bidón metálico. Poirot lo destapó e inclinándose sobre él comenzó a escarbar en su contenido con la energía de un feroz terrier.
Jimmy y Donovan le contemplaban un tanto sorprendidos.
De pronto con una exclamación de triunfo se levantó, alzando en su manó una botellita tapada con un corcho.
—Voilá! Encontré lo que buscaba.
La olfateó detenidamente.
—Estoy enrhumé... tengo un constipado de cabeza...
Donovan cogió la botellita y olió a su vez, sin percibir nada. De modo que le quitó el tapón y la acercó a su nariz antes de que el grito de alarma de Poirot pudiera contenerle.
Inmediatamente cayó al suelo como un tronco. Poirot, abalanzándose hacia él, consiguió aminorar el golpe.
—¡Imbécil! —exclamó—. Vaya ocurrencia, quitar el tapón. ¿Es que no se ha fijado con qué cuidado la he cogido yo? Monsieur... Faulkener..., ¿verdad? ¿Sería tan amable de traerme un poco de coñac? He visto una botella en la salita.
Jimmy salió corriendo, pero cuando regresó, Donovan estaba sentado y diciendo que se sentía bien, y tuvo que escuchar un pequeño discurso del señor Poirot acerca de la necesidad de andar con cuidado al olor de posibles sustancias venenosas.
—Creo que voy a irme a casa —dijo Donovan poniéndose en pie—. Es decir, si no me necesita ya. Todavía me encuentro algo extraño.
—Desde luego —replicó Poirot—. Es lo mejor que puede usted hacer. El señor Faulkener se quedará conmigo un rato.
Acompañó a Donovan hasta la puerta y saliendo al rellano estuvo hablando en él durante unos minutos. Cuando al fin volvió a entrar en el departamento encontróse a Jimmy de pie en el saloncito y mirando a su alrededor con extrañeza.
—Bueno, señor Poirot —le dijo—, ¿qué hacemos ahora?
—Nada. Este caso está terminado.
—¿Qué?
—Ahora... lo sé todo.
—¿Por esta botellita que ha encontrado?
—Exacto. Por esa botellita.
—No consigo sacar nada en claro. Por alguna razón veo que no está satisfecho con las pruebas contra John Fraser, quienquiera que sea ese hombre.
—Quienquiera que sea —repitió Poirot despacio—, si es que es alguien, cosa que me sorprendería.
—No le comprendo.
—Es sólo un nombre... eso es todo..., un nombre cuidadosamente bordado en un pañuelo.
—¿Y la carta?
—¿Se fijó usted en que estaba escrita a máquina? ¿Por qué? Se lo diré. De haber sido manuscrita hubieran podido reconocer la escritura, y una carta escrita a máquina es más fácil de identificar de lo que usted imagina..., pero si la hubiera escrito un auténtico John Fraser estas dos cosas no le hubieran importado. No; fue escrita a propósito y puesta en el bolsillo de la difunta para que nosotros la encontrásemos. No existe nadie llamado John Fraser.
Jimmy le miraba interrogador.
—De modo —prosiguió Poirot— que volví al primer punto que me chocó. Me oyó usted decir que ciertas cosas están situadas en el mismo lugar en todos los pisos de un mismo edificio. Y di tres ejemplos. Pude haber nombrado otro más... el interruptor de la luz, estimado amigo mío.
Jimmy seguía mirándole sin comprender. Poirot fue explicándose.
—Su amigo Donovan no se acercó a la ventana..., fue al apoyar la mano en esta mesa cuando se la manchó de sangre. Y yo me pregunté en seguida, ¿por qué la apoyó ahí? ¿Qué es lo que estaba haciendo rondando por esta habitación a oscuras? Porque recuerde, amigo mío, que el interruptor de la luz eléctrica está en todas partes en el mismo sitio..., junto a la puerta. Entonces, cuando entró en la habitación, ¿por qué no buscó en seguida el interruptor para dar la luz? Eso era lo más normal y lógico. Según él, quiso encender la luz de la cocina y estaba estropeada. No obstante, yo he comprobado que funciona perfectamente. Por tanto, ¿es que entonces no le interesaba que se hubiera encendido? En ese caso se hubieran dado cuenta en seguida de que se habían equivocado de piso, y no hubiera habido motivo para entrar en la habitación.
—¿Adonde quiere ir a parar, señor Poirot? No comprendo. ¿Qué quiere decir?
Poirot le mostró un llavín «Yale».
—Esto.
—¿La llave de este piso?
—No, mon ami, la llave del piso de arriba. La llave de la señorita Patricia, que el señor Donovan Bayley le quitó del bolso durante la noche.
—Pero..., ¿por qué..., por qué?
—Parbleu! Para poder hacer lo que deseaba..., entrar en este piso a primera hora de la tarde sin despertar sospechas para asegurarse de que la puerta del montacargas no estaba cerrada.
—¿De dónde ha sacado usted esa llave?
—Acabo de encontrarla... —Poirot sonrió abiertamente— en donde la he buscado... en el bolsillo del señor Donovan. Esa botellita que simulé encontrar fue una artimaña, y el señor Donovan cayó en la trampa. Hizo lo que yo esperaba que hiciera... destaparla y oler su contenido... cloruro de estilo, un anestésico instantáneo. Eso le dejó inconsciente durante unos segundos, que era lo que yo necesitaba para sacar de su bolsillo un par de cosas que yo sabía estaban allí precisamente. Esta llave es una de ellas... y en cuanto a la otra...
Se detuvo un instante antes de continuar.
—A su debido tiempo interrogué al inspector para conocer el motivo de que el cadáver estuviera escondido tras las cortinas. ¿Para ganar tiempo? No, había algo más. Y por eso me acordé de una cosa..., del correo, amigo mío. El correo de la tarde que llega a las nueve y media aproximadamente. Digamos que el asesino no encontró lo que esperaba, pero ese algo pudo llegar más tarde por correo. Entonces debía volver..., pero el crimen no debía ser descubierto por la doncella, pues en ese caso la policía tomaría posesión del piso, y por eso esconde el cuerpo detrás de la cortina. Y la doncella, sin sospechar nada, deja las cartas sobre la mesa, como de costumbre.