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—Y esa señorita Collins, ¿cuánto tiempo lleva con ustedes?

—Sólo un año —repuso la señora Waverly—-. Es una secretaria incomparable y también ha resultado un ama de llaves muy eficiente.

—¿Y la niñera?

—La tenemos desde hace seis meses. Presentó inmejorables referencias. De todas formas, nunca me agradó a pesar de que Johnnie la adoraba.

—Sin embargo, me figuro que cuando ocurrió la catástrofe ya se había marchado. Señor Waverly, ¿quiere tener la bondad de continuar?

El señor Waverly apresuróse a obedecer.

—El inspector McNeil llegó a eso de las diez y media. Entonces los criados ya se habían marchado, y se declaró muy satisfecho con los arreglos hechos. Había dejado varios hombres apostados en el parque, guardando todas las entradas que pudieran llevar hasta la casa y me aseguró que si todo aquello era una burla cogería al misterioso corresponsal.

»Fui a buscar a Johnnie y con el inspector nos refugiamos en una habitación que llamamos la Cámara del Consejo. El inspector cerró la puerta con llave. Hay un gran reloj y las manecillas señalaban casi las doce. No puedo negar que estaba más nervioso que un gato. De pronto el reloj comenzó a sonar y yo estreché a Johnnie contra mi pecho. Tenía la sensación de que el secuestrador iba a caer del techo. Al dar la última campanada oyóse una gran conmoción fuera..., gritos y carreras. El inspector abrió la ventana y el sargento se acercó corriendo.

»—Ya lo tenemos, señor —jadeó—. Estaba oculto entre los arbustos.

»Salimos corriendo a la terraza, donde dos agentes sujetaban a un individuo mal vestido que se debatía en un vano afán de escapar. Uno de los policías estaba abriendo un paquete que acababa de quitar al prisionero. Contenía un poco de algodón hidrófilo y una botella de cloroformo. Aquello me hizo arder la sangre. Había además una nota dirigida a mí. La abrí: decía lo siguiente: "Debió haber pagado. Ahora el rescatar a su hijo le costará cincuenta mil libras. A pesar de todas sus precauciones, ha sido secuestrado a las doce del veintinueve, como yo le dije."

»Solté una risotada de alivio, pero al mismo tiempo oí el ruido de un motor de automóvil y un grito. Volví la cabeza. Por la avenida y en dirección a South Lodge corría un coche gris chato y largo a toda velocidad. El conductor fue quien gritó, pero no era eso lo que me hizo estremecer de horror, sino la vista de los rizos rubios de Johnnie, que estaba sentado a su lado.

»El inspector lanzó una maldición.

«—El niño estaba aquí hace sólo un minuto —exclamó repasándonos con la vista—. Todos nosotros estábamos allí, yo, Tredwell, la señorita Collins.

»—¿Cuándo le vio usted por última vez, señor Waverly? —me preguntó.

»Traté de recordar. Cuando el sargento nos llamó, salí corriendo con el inspector, olvidando a Johnnie. Y entonces oímos un sonido que nos sobresaltó, el de las campanas del reloj del pueblo. El inspector extrajo de su bolsillo el suyo con una exclamación. Eran exactamente las doce. Como impulsados por un resorte, corrimos a la Cámara del Consejo; el reloj marcaba la hora y diez minutos. Alguien lo había adelantado deliberadamente, porque nunca se adelanta o atrasa. Es un reloj perfecto.

El señor Waverly hizo una pausa. Poirot, sonriente, enderezó con el pie una alfombrita que aquel padre nervioso había ladeado.

—Un problema muy grave, oscuro y encantador —murmuró el detective—. Lo investigaré con sumo placer. La verdad es que fue planeado á merveille.

La señora Waverly miróle con reproche.

—Pero, ¿y mi hijo...? —gimoteó.

Poirot apresuróse a modificar la expresión de su rostro y darle de nuevo expresión de simpatía.

—Está a salvo, señora, y no ha sufrido el menor daño. Le aseguro que esos malandrines le cuidarán muy bien. ¿No ve que para ellos es el plato..., no, la gallina de los huevos de oro?

—Señor Poirot, le aseguro que sólo cabe hacer una cosa... pagar. Al principio opinaba lo contrario..., ¡pero ahora...! Los sentimientos de una madre...

—Pero hemos interrumpido la historia de monsieur —apresuróse a explicar el detective.

—Supongo que el resto debe conocerlo perfectamente ya gracias a los periódicos —repuso el señor Waverly—. Claro que el inspector McNeil avisó inmediatamente por teléfono dando la descripción del automóvil y del hombre, y al principio pareció que todo iba a terminar bien, ya que un coche de las mismas características, con un hombre y un niño, fue visto en varios pueblos, marchando, al parecer, con rumbo a Londres. Se detuvieron en cierto lugar y pudieron observar que el niño lloraba y estaba muy asustado y temeroso de su acompañante. Cuando el inspector McNeil me anunció que habían detenido aquel automóvil y a sus ocupantes, casi me pongo enfermo de la alegría. Ya sabe lo que ocurrió luego. El niño no era Johnnie y el hombre era un automovilista empedernido, muy aficionado a los niños, que había recogido a un pequeñuelo en las calles de Edenswell, un pueblo situado a quince millas de nosotros, y le estaba dando un paseo. Gracias a la estúpida seguridad de la policía, todos los demás rastros habían desaparecido. De no haber perseguido con tanta insistencia a aquel coche equivocadamente, hubiera podido encontrar al niño.

—Cálmese, monsieur. La policía es un Cuerpo de hombres inteligentes y arriesgados. Su error fue muy natural, ya que el ardid estaba muy bien tramado. Y en cuanto al hombre que capturaron en el parque, tengo entendido que su declaración ha consistido en una negativa constante. Insiste en que la nota y el paquete le fueron entregados para ser llevados a Waverly Court. El hombre que se lo dio, le pagó con un billete de diez chelines, prometiéndole otros diez si lo entregaba exactamente a las doce menos diez. Tenía que acercarse a la casa por el parque y llamar a la puerta lateral.

—No creo ni una sola palabra —declaró la señora Waverly con valor— Es una sarta de mentiras.

En verité es una historia bastante floja —dijo Poirot, pensativo—. Pero por ahora no han conseguido sacarle nada más. Tengo entendido que también hizo cierta acusación.

Miró interrogadoramente al señor Waverly, que volvió a enrojecer.

—Ese individuo tiene la pretensión de que Tredwell es el hombre que le dio el paquete. «Sólo que ahora se ha afeitado el bigote.» ¡Tredwell, que ha nacido en mi hacienda...!

Poirot sonrió Ligeramente ante la indignación del hidalgo campesino.

—No obstante, usted mismo sospecha que alguien íntimamente ligado a su casa tiene que ser cómplice del rapto.

—Sí, pero no Tredwell.

—¿Y usted, señora? —preguntó Poirot volviéndose de improviso hacia la dama.

—No pudo ser Tredwell quien le diera el paquete..., si es que alguien lo hizo, cosa que no creo... Ese hombre dice que se lo dieron a las diez, y a las diez Tredwell se hallaba con mi esposo en el salón de fumar.

—¿Pudo distinguir el rostro del hombre que conducía el automóvil, monsieur?

—Estaba demasiado lejos para poder verle la cara.

—¿Sabe si Tredwell tiene algún hermano?

—Tuvo varios, pero han muerto todos. Al último lo mataron en la guerra.

—Todavía no estoy muy familiarizado con los parques de Waverly Court. Dice usted que el automóvil iba en dirección a South Lodge. ¿Hay alguna otra entrada?

—Sí; la que llamamos East Lodge.

—Es extraño que nadie viera entrar el coche en el parque.

Existe un derecho de paso por un camino que da acceso a la capilla. Muchos vehículos pasan por ahí. Ese hombre debió detener el coche en un lugar conveniente y correr hasta la casa precisamente cuando se acababa de dar la alarma y toda la atención estaba concentrada en otra parte.

—A menos que ya estuviera dentro de la casa —susurró Poirot—. ¿Hay algún sitio donde pudo esconderse con seguridad?