»Tenemos cuatro personas en la casa. (Podemos excluir a la niñera, puesto que no pudo haber barrido el Agujero Secreto, aunque sí realizar los otros tres puntos.) Cuatro personas: el señor y la señora Waverly, Tredwell, el mayordomo, y la señorita Collins. Empezaremos por esta última. No tenemos gran cosa en contra, excepto que sabemos muy poco de ella, que es una mujer muy inteligente y que lleva sólo un año en la casa.
—Usted dijo que mintió en lo del perro —le recordé.
—¡Ah, sí, el perro! —Poirot sonrió de un modo peculiar—. Ahora pasemos a Tredwell. Hay varios factores sospechosos contra él. En primer lugar, el detenido dice que fue Tredwell quien le entregó el paquete en el pueblo y lo dice seguro.
—Pero Tredwell puede probar su coartada para este punto.
—Incluso así, pudo haber envenenado a la señora Waverly y prendido la nota en la almohada, adelantar el reloj y barrer el Agujero Secreto. Por otra parte, nació y ha sido educado al servicio de los Waverly. Parece imposible que a última hora tuviera parte en el rapto del hijo de la casa. ¡Esto no es una película!
—Bien..., ¿entonces?
—Debemos proceder lógicamente, por absurdo que parezca. Primero considerar brevemente a la señora Waverly. Pero ella es rica, el dinero es suyo. Fue su dinero el que volvió a levantar la hacienda. No habría razón para que hiciese raptar a su hijo y cobrar su propio dinero. En cambio su esposo está en una posición muy distinta. Su mujer es rica. No es lo mismo que si lo fuera él... En resumen, tengo la ligera impresión de que la dama no es muy aficionada a repartir su dinero, a no ser por una causa justificada. Pero puede verse en el acto que el señor Waverly es un bon viveur.
—¡Imposible! —exclamé.
—No tanto. ¿Quién despidió a los criados? El señor Waverly. Él pudo escribir los anónimos, envenenar a su esposa, adelantar las manecillas del reloj y establecer una magnífica coartada para su fiel ayudante Tredwell. El mayordomo nunca tuvo simpatía por la señora Waverly. Es fiel a su amo y está deseoso de obedecer ciegamente todas sus órdenes. Fueron tres personas: Waverly, Tredwell y algún amigo de Waverly. Ése es el error que cometió la policía; no investigar más a fondo acerca del hombre que conducía el automóvil gris con un niño que no era el que buscaba. Ése era el tercer hombre. Recoge a un chiquillo al pasar por el pueblo, un niño de rizos rubios. Entra en Waverly por East Lodge y sale por South Lodge en el momento preciso, saludando con la mano y gritando. No pueden distinguir su rostro ni el número de la matrícula del coche ni por lo tanto tampoco ver al niño. Entonces deja un rastro falso hasta Londres. Entretanto, Tredwell ha realizado su parte preparando el paquete y haciendo que lo llevara un sujeto de aspecto sospechoso. Su amo puede presentar una buena coartada en el caso de que el hombre lo reconociera, a pesar del bigote postizo que utilizó. Y en cuanto al señor Waverly, tan pronto como oyó el alboroto que se arma en el exterior y el inspector sale corriendo, rápidamente esconde al niño en algún Agujero Secreto y sigue al policía al jardín. Más tarde, cuando el inspector se ha marchado, y la señorita Collins no puede verle, le es fácil sacar al niño y llevarlo en su automóvil a un lugar seguro.
—Pero, ¿y el perro? —pregunté—. ¿Y la mentira de la señorita Collins?
—Eso ha sido una pequeña broma mía. Le pregunté si había algún perro de juguete en la casa y dijo que no..., pero sin duda hay algunos... en el cuarto del niño. El señor Waverly puso algunos juguetes en el Agujero Secreto para hacer que Johnnie se entretuviera y no gritara.
—Señor Poirot —El señor Waverly penetró en la estancia—. ¿Ha descubierto algo? ¿Tiene alguna idea de dónde han llevado al niño?
Poirot le alargó un pedazo de papel.
—Aquí está la dirección.
—¡Pero si está en blanco!
—Porque espero que usted la escriba.
—¿Qué diab...? —El rostro de Waverly tornóse escarlata.
—Lo sé todo, monsieur. Le doy veinticuatro horas para devolver al niño. Su ingenuidad correrá parejas con la tarea de explicar su reaparición. De otro modo la señora Waverly será informada del exacto desarrollo de los acontecimientos.
El señor Waverly, dejándose caer sobre una silla, escondió el rostro entre las manos.
—Está con mi vieja nodriza, a unas diez millas de aquí. Se halla contento y bien cuidado.
—No tengo la menor duda. De no considerarle a usted un padre de corazón, no le ofrecería esta oportunidad.
—El escándalo.
—Exacto. Su nombre es antiguo y honorable. No vuelva a mancharlo. Buenas noches, señor Waverly. ¡Ah! A propósito, un consejo. ¡No se olvide nunca de barrer en los rincones!
La tarta de zarzamoras
Hércules Poirot se encontraba cenando con su amigo Enrique Bennington en Galante, un restaurante situado en King's Road, Chelsea. Al señor Bennington le agradaba la atmósfera tranquila del Galante y su comida sencilla y netamente «inglesa» y no «un conjunto de complicados revoltijos».
Molly, la simpática camarera, le saludó como a un viejo conocido. Se preciaba de recordar los gustos y preferencias de sus clientes en cuestiones gastronómicas.
—Buenas noches, señor —le dijo mientras los dos hombres se acomodaban en una mesa—. Tienen ustedes suerte, hay pavo relleno de castañas... es su plato favorito, ¿verdad? ¡E incluso un estupendo queso Silton! ¿Tomarán primero sopa o pescado?
Una vez resuelta la cuestión de la minuta y las bebidas, el señor Bennington reclinóse hacia atrás con un suspiro de alivio y desdobló la servilleta mientras Molly se alejaba.
—¡Es una buena chica! —dijo en tono de aprobación—. Había sido una belleza..., solía posar para los pintores. También entiende de cocina... y eso es mucho más importante. Por lo general las mujeres saben poco de eso. Hay muchas que cuando salen con un sujetó de su agrado no se enteran ni de lo que comen. Piden lo primero que ven en la lista.
Hércules Poirot asintió con la cabeza.
—C'est terrible.
—Los hombres no somos así, gracias a Dios —exclamó el señor Bennington complacido.
—¿Nunca?
—Bueno, tal vez cuando somos muy jóvenes —concedió Bennington—. ¡Cachorritos! Los jóvenes de hoy en día son todos iguales..., carecen de inteligencia y de vigor. Yo no les sirvo de nada... y ellos a mí... tampoco. ¡Tal vez tengan razón! ¡Pero al oírles hablar uno creería que nadie tiene derecho a vivir después de los sesenta! Por su modo de comportarse, no me extrañaría que ayudaran a sus parientes ancianos a salir de este mundo.
—Es posible que lo hagan —dijo Poirot.
—Debo confesar que es usted muy mal pensado. Todo ese trabajo policíaco ha minado sus ideales.
El detective sonrió.
—No obstante —dijo—, resultaría interesante hacer una estadística de las muertes accidentales de personas que han cumplido los sesenta. Le aseguro que se levantarían algunas sospechas curiosas en su imaginación... Pero hablemos, amigo mío, de sus propios asuntos. ¿Cómo se porta el mundo con usted?
—¡Anda todo revuelto! —exclamó Bennington—. Eso es lo que le ocurre al mundo actuaclass="underline" demasiada confusión y demasiada palabrería. La palabrería sirve para disimular la confusión. Como una salsa fuerte y aromática disimula que el pescado no esté demasiado fresco. A mí deme un filete de lenguado como es debido y no necesito ponerle salsa.
Y en aquel momento Molly, sonriente, se lo sirvió tal como deseaba.