Выбрать главу

La señora Boyle llegó en el taxi de la localidad pertrechado con cadenas en las ruedas, y el conductor le dio malas noticias sobre el estado de la carretera.

—¡Vaya nevada que va a caer antes de la noche! —profetizó.

Y la propia señora Boyle no contribuyó a desvanecer el pesimismo reinante. Era una mujer alta, de aspecto desagradable, voz campanuda y ademanes autoritarios. Su natural agresividad se había acrecentado con el cargo de gran utilidad militar que desempeñó durante la guerra.

—De haber imaginado que esto no estaba en marcha, nunca se me hubiera ocurrido venir —dijo—. Pensé que era una Casa de Huéspedes debidamente establecida.

—No tiene por qué quedarse si no es de su agrado, señora Boyle —dijo Giles.

—No, desde luego, y no pienso hacerlo.

—Tal vez prefiera que llame a un taxi, señora Boyle —continuó Giles—. Las carreteras todavía no están bloqueadas. Si es que ha habido algún malentendido, lo mejor será que vaya a otro sitio. —Y agregó—: Tenemos tantos pedidos de habitaciones que podremos alquilar la suya sin dificultad... Por cierto que vamos a elevar el precio de la pensión.

La señora Boyle le lanzó una mirada aplastante.

—Desde luego que no voy a marcharse sin haber probado antes cómo es este sitio. ¿Puede darme una toalla de baño más grande, señora Davis? No estoy acostumbrada a secarme con un pañuelo de bolsillo.

Giles hizo una mueca a Molly a espaldas de la señora Boyle.

—Querido, has estado magnífico —dijo Molly—. ¡Cómo le has parado los pies!

—Las personas agresivas en seguida se amansan cuando se las trata con su propia medicina —dijo Giles.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó Molly—. Me pregunto qué tal se llevará con Cristóbal Wren.

—Pues mal —dijo Giles.

Y desde luego, aquella misma tarde la señora Boyle le decía a Molly con evidente desagrado:

—Es un joven muy particular.

El panadero con aspecto de un explorador del Ártico, les trajo el pan, advirtiéndoles que tal vez no pudiera efectuar el próximo reparto.

—Todos los caminos se están cerrando con la nieve —les anunció—. Espero que tengan provisiones suficientes para aguantar unos días.

—¡Oh, sí! —contestó Molly—- Tenemos gran cantidad de latas de conserva. Aunque será mejor que me quede con más harina.

Recordaba vagamente que los irlandeses hacían un pan llamado de soda. En caso de llegar a lo peor, tal vez ella pudiera hacerlo.

El panadero también les trajo los periódicos, y Molly los extendió sobre la mesa de la cocina.

Las noticias del extranjero habían perdido importancia. El tiempo y el asesinato de la señora Lyon ocupaban la primera página.

Se hallaba contemplando la borrosa reproducción del rostro de la difunta cuando la voz de Cristóbal Wren dijo a sus espaldas:

—Un crimen bastante bajo, ¿no le parece? Una mujer de aspecto tan vulgar y en semejante calle. ¿No es verdad que tras esto puede esconderse cualquier historia?

—No tengo la menor duda —dijo la señora Boyle con un bufido— de que esa mujer ha tenido el fin que merecía.

—¡Oh! —El señor Wren volvióse hacia ella con fingido interés—. De modo que usted lo considera un crimen pasional, ¿verdad?

—No he dicho nada de eso, señor Wren.

—Pero fue estrangulada, ¿no es así? Quisiera saber... —dijo extendiendo sus manos largas y blancas— lo que debe sentirse al estrangular a alguien.

—¡Por favor, señor Wren!

Cristóbal acercóse a ella bajando la voz.

—¿Ha pensado usted, señora Boyle, lo que debe experimentarse al ser estrangulado?

La señora Boyle volvió a exclamar:

—¡Por favor, señor Wren!

Molly leyó en voz alta y apresurada:

«El hombre que la policía está deseando interrogar lleva un abrigo oscuro y un sombrero claro, es de mediana estatura y se cubre el rostro con una bufanda de lana.»

—En resumen —concluyó Cristóbal Wren—, tiene igual aspecto que otro cualquiera —Rió.

—Sí —dijo Molly—; que otro cualquiera.

2

En su despacho de Scotland Yard, el inspector Parminter decía al sargento detective Kane:

—Ahora recibiré a esos dos obreros.

—Sí, señor.

—¿Qué aspecto tienen?

—De clase humilde, pero decentes, y reacciones bastante lentas. Parecen formales.

—Bien —dijo el inspector Parminter.

Y dos hombres vestidos con sus mejores trajes y muy nerviosos fueron introducidos en el despacho. Parminter les clasificó de una sola ojeada. Era un experto en conseguir tranquilizar a la gente.

—De modo que ustedes creen tener algunas informaciones que pudieran ser útiles en el caso Lyon —les dijo—. Han sido muy amables al venir. Siéntense. ¿Quieren fumar?

Aguardó a que encendieran los cigarrillos.

—Hace un tiempo terrible.

—Cierto, señor.

—Bien, ahora... veamos de qué se trata.

Los dos hombres se miraron azorados al ver llegado el momento difícil de hacer el relato.

—Veamos, Joe —dijo el más grandote.

Y Joe comenzó a hablar.

—Ocurrió así, sabe. No teníamos ni una cerilla.

—¿Dónde fue eso?

—En la calle Jarman... Estamos trabajando en la calzada... en las conducciones de gas.

El inspector Parminter asintió con la cabeza. Más tarde pasaría a detallar exactamente el tiempo y el lugar. La calle Jarman se hallaba cerca de la calle Culver, donde se registró la tragedia.

—No tenían ustedes ni una cerilla —repitió para animarle a continuar.

—No. Había terminado mi caja y el encendedor de Bill no quiso funcionar, así que le dije a un sujeto que pasaba: «¿Podría darnos una cerilla, señor?» No crea que entonces hiciera nada de particular. Sólo pasaba por allí... como muchos otros... y se me ocurrió pedírsela a él.

Parminter asintió de nuevo.

—Bueno; nos dio una caja, sin decir nada, Bill le dijo: «¡Qué frío!», y él se limitó a contestar casi en un susurro: «Sí, desde luego». Yo pensé que debía estar muy resfriado. Llevaba la bufanda hasta las orejas. «Gracias, señor», dije devolviéndole sus cerillas, y se marchó tan de prisa que cuando me di cuenta de que le había caído algo era ya demasiado tarde para llamarle. Era una libretita que debió caérsele del bolsillo al sacar las cerillas. «¡Eh, míster», le grité. «Se le ha caído algo.» Pero, al parecer, no me oía, y a toda prisa dobló la esquina, ¿no es cierto, Bill?

—Sí —repuso el aludido—, como un conejo escurridizo.

—Fue en dirección a Harrow Road, y ya no pudimos alcanzarle a la velocidad que iba; de todas formas era un poquitín tarde... y total por un librito de notas..., no es lo mismo que una cartera o algo así..., tal vez no fuese importante. «Extraño sujeto», dije a Bill. «El sombrero calado hasta los ojos, abrigo abrochado hasta arriba... como los ladrones de las películas.» ¿No es cierto, Bill?

—Eso es lo que me dijiste.

—Es curioso que lo dijera, aunque entonces no pensé nada malo. Sólo que tendría prisa por llegar a su casa, y no se lo reproché. ¡Con el frío que hacía!

—Desde luego —convino Bill.

—Así que le dije a éste: «Echemos un vistazo a esta libretita y veamos si tiene importancia.» Bueno, señor, y lo hice. «Sólo hay un par de direcciones», dije a Bill «Calle Culver, 74, y otra de un Manor de las afueras».

Joe prosiguió su historia con cierto gusto, ahora que había cogido el hilo.

—«Calle Culver, 74 —dije a Bill—. Esto está al volver la esquina. Cuando terminemos el trabajo, pasamos por ahí...», y entonces vi unas palabras escritas al principio de la página. «¿Qué es esto?», pregunté a Bill. Y él cogió el librito de notas y leyó: «Tres ratones ciegos», me dijo, y en ese preciso momento... sí, en aquel mismo momento, oímos una voz de mujer que gritaba: «¡Asesino!», un par de calles más abajo.