—¿Y la esposa del hermano, vive?
—No, murió hace varios años.
—¿Dónde habitaba Antonio Gascoigne?
—Tenía una casa en Kessington Hill. Por lo que me ha dicho el doctor Ramsey, vivía casi en completa reclusión.
Hércules Poirot asintió pensativo.
El escocés le contempló extrañado.
—¿Qué es lo que está pensando, señor Poirot? —preguntó de improviso—. He contestado a sus preguntas como era mi deber después de ver sus credenciales. Pero estoy en la más completa oscuridad por lo que respecta a este vulgar asunto.
—Un caso sencillo de muerte por accidente, eso es lo que usted dijo. Lo que yo pienso es bien sencillo... que le empujaron.
El doctor Macandrew pareció sobresaltarse.
—En otras palabras, ¡asesinato! ¿Tiene algo en que basarse para afirmar eso?
—Oh, no —replicó Poirot—. Es una simple suposición.
—Debe de haber algo... —insistió el otro.
Poirot no respondió.
—Si es de Ramsey, el sobrino, de quien sospecha, no me importa decirle que se equivoca. Ramsey estuvo jugando al bridge en Wimbledon desde las ocho y media hasta medianoche. Eso dijeron en la investigación practicada.
—Y es de suponer que lo comprobaron —murmuró Poirot—. La policía es muy cuidadosa.
—¿Tiene usted algo contra él? —preguntó el doctor.
—No sabía ni que existiera hasta que usted me lo ha dicho.
—Entonces, ¿sospecha de algún otro?
—No, no. No es eso. Se trata de que el hombre es un animal de costumbre. Eso es muy importante. Y la muerte del señor Gascoigne no concuerda con esto. Ya ve, todo está equivocado.
—La verdad, no lo entiendo.
Hércules Poirot se puso en pie, sonriendo, y el doctor le imitó.
—Sinceramente —dijo este último—, no veo nada sospechoso en la muerte de Enrique Gascoigne.
—Soy un hombre obstinado —repuso Poirot extendiendo las manos—. Un hombre con una idea... y sin nada en que basarla. A propósito. ¿Enrique Gascoigne llevaba dientes postizos?
—No, su dentadura se conservaba en perfecto estado. Cosa muy apreciable a su edad
—¿Y los cuidaba bien... los tenía blancos y brillantes?
—Sí. Me fijé precisamente en eso.
—¿No se le hablan descolorido?
—No. No creo que fumara, si eso es a lo que se refiere.
—No quise decir eso precisamente... era sólo un disparo a larga distancia... que es probable que no dé en el blanco. Adiós, doctor Macandrew, y gracias por su amabilidad.
Poirot se despidió del médico.
—Ahora —se dijo al hallarse en la calle— a por el disparo a larga distancia.
Penetró en el Galante y se sentó en la misma mesa que en la otra ocasión compartiera con Bennington. La muchacha que servia no era Molly. — Según le dijo la nueva camarera, Molly estaba de vacaciones.
Eran precisamente las siete y Hércules Poirot no tuvo dificultad en entablar con la joven un diálogo acerca del viejo Gascoigne.
—Si —le explicó la camarera—. Estuvo viniendo años y años, pero ninguna de nosotras sabíamos cómo se llamaba. Leímos en el periódico la vista de la causa y traía una fotografía suya. «Oye —le dije a Molly— no es nuestro Viejo Padre Tiempo...?», como solíamos llamarle.
—Cenó aquí la noche de su muerte, ¿verdad?
—Sí. El día 3, jueves. Siempre venía los jueves. Martes y jueves... puntual como un reloj.
—Supongo que no recordará lo que tomó para cenar.
—Déjeme pensar. Eso es, sopa de arroz sazonada con curry y ternera... o ¿tomó cordero...?, no, ternera, eso es, tarta de zarzamoras y queso. ¡Y pensar que al volver a su casa se cayó por la escalera! Dicen que la causa debió de ser el cordón deshilachado de su batín. Claro que sus trajes eran siempre un desastre... anticuados y raídos, pero no obstante tenía cierto aire... como si fuera alguien. Oh, aquí tenemos clientes de todas clases, y muy interesantes.
Se marchó hacia la cocina, y Poirot comióse su lenguado.
* * *
Armado con la recomendación de cierto personaje importante, Hércules Poirot no encontró dificultad en hablar con el jefe de policía del distrito.
—Un personaje curioso ese Gascoigne —comentó—. Un individuo excéntrico y solitario; mas su fallecimiento parece haber despertado gran interés.
El policía miraba con curiosidad a su visitante.
Hércules Poirot escogió sus palabras con sumo cuidado.
—Hay ciertas circunstancias relacionadas con su muerte, monsieur, que hacen necesaria una investigación del caso.
—Bien, ¿en qué puedo ayudarle?
—Creo que usted tiene la facultad de ordenar que los documentos que entran en esta comisaría sean conservados o destruidos... según usted juzgue conveniente. En el bolsillo del batín de Enrique Gascoigne fue encontrada una carta, ¿no es así?
—Así era.
—¿Era de su sobrino, el doctor Jorge Ramsey?
—Exacto. La carta fue presentada en el juicio para ayudar a fijar la hora de la defunción.
—¿Todavía la conserva?
Hércules Poirot aguardó ansiosamente la respuesta
Al saber que podría examinarla exhaló un suspiro de alivio.
Cuando al fin la tuvo en su poder, la estudió con cuidado. Había sido escrita con pluma estilográfica y con letra apretada. Decía lo siguiente:
Querido tío Enrique:
Lamento decirte que no tuve éxito con lo tocante a tío Antonio. No demostró el menor entusiasmo por que vayas a verle, y no quiso contestar a tu ofrecimiento de olvidar lo pasado. Naturalmente que se encuentra muy enfermo, y su inteligencia comienza a extraviarse. Yo diría que su fin está próximo. Apenas parecía recordar quién eres.
Siento haber fracasado, pero puedo asegurarte que lo hice lo mejor que supe.
Tu sobrino que te quiere,
JORGE RAMSEY.
La carta estaba fechada el tres de noviembre. Poirot examinó el matasellos del sobre... las cuatro y media de la tarde.
—Está en orden..., ¿verdad? —murmuró.
* * *
Su próximo objeto fue Kingston Hill. Tras algunas dificultades que venció gracias a su insistencia y optimismo, pudo obtener una entrevista con Amelia Hill, cocinera y ama de llaves del finado Antonio Gascoigne.
Al principio mostróse recelosa y poco comunicativa, pero la encantadora genialidad de aquel extranjero de raro aspecto no tardó en surtir su efecto, y la señora Amelia Hill comenzó a ablandarse.
Y sin darse cuenta se encontró, como muchas otras mujeres, contando sus cuitas a un oyente simpático de verdad.
Durante catorce años había estado al cuidado de la casa del señor Gascoigne. Y no era un trabajo fácil. ¡Vaya que no! Muchas mujeres hubieran sucumbido bajo las cargas que ella tuvo que soportar. Aquel pobre caballero era un excéntrico y no lo disimulaba. Tan apegado a su dinero... en él era ya una especie de manía... y era tan rico como el que más. Pero la señora Hill le había servido fielmente, y soportaba sus rarezas, y era natural que esperase por lo menos un recuerdo. Pero nada... ¡nada en absoluto! Sólo apareció un viejo testamento en el que lo dejaba todo a su esposa, y en caso de que ésta falleciese antes que él, a su hermano Enrique. Un testamento hecho años atrás. ¡No era justo! ¡Y no lo merecía!
Poco a poco Poirot fue apartándola del tema más importante para ella: su codicia insatisfecha. ¡Desde luego era una injusticia cruel! No podía culparla por sentirse herida y extrañada. Era bien tacaño. Incluso se decía que rehusó a ayudar a su único hermano. Era probable que la señora Hill lo supiera.