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—¿Era eso por lo que fue a verle el doctor Ramsey? —preguntó la señora Hill—. Sabia que era por cosas de su hermano, pero creí que sólo querían reconciliarse. Estaban reñidos hacía años.

—Tengo entendido que el señor Gascoigne se negó a ello rotundamente —dijo Poirot.

—Eso es cierto —repuso la senora Hill asintiendo con la cabeza—. «¿Enrique? —dijo con voz débil—. ¿Qué le pasa a Enrique? No le he visto desde hace años, ni lo deseo. Ese Enrique siempre quiere pelea.» Sólo dijo eso.

La conversación volvió a girar en torno al descontento de la señora Hill y la inconmovible actitud del abogado del señor Gascoigne.

Con cierta dificultad, Hércules Poirot logró al fin despedirse interrumpiéndola bruscamente.

Y de este modo, poco después de la hora de cenar, llegó a Elmcrest Dorset Road, Wimbledon, donde se alzaba la residencia del doctor Jorge Ramsey.

El doctor estaba en casa. Hércules Poirot fue introducido en el consultorio, y el doctor Ramsey, que evidentemente acababa de levantarse de la mesa, no tardó en recibirle.

—No vengo a que me visite, doctor —le dijo el detective—. Y tal vez mi venida a esta casa tenga algo de importante..., pero prefiero hablar claro y sin rodeos. No me gusta el método que emplean los abogados, con tantos preámbulos y circunloquios.

Sin duda había despertado el interés de Ramsey. Era un hombre de mediana estatura, muy bien rasurado, de cabellos castaños, aunque con las pestañas casi blancas, lo cual daba a sus ojos una expresión triste. Sus ademanes eran rápidos y poseía cierto sentido del humor.

—¿Abogados? —preguntó alzando las cejas—. ¡Odio a esos individuos! Ha despertado usted mi curiosidad. Siéntese por favor, señor.

Poirot inclinóse hacia delante en gesto confidencial.

—Muchos de mis clientes son mujeres —dijo.

Las blancas cejas de Ramsey se alzaron.

—Es natural —repuso el doctor Jorge Ramsey con un ligero parpadeo.

—Es natural, como usted dice —convino Poirot. A las mujeres les desagrada la policía oficial. Prefieren las investigaciones privadas. No les gusta hacer públicos sus asuntos. Hace pocos días vino a consultarme una anciana. Estaba preocupada por su esposo, con el que llevaba enfadada muchos años. Su esposo era tío de usted, el finado señor Gascoigne.

—¿Mi tío? ¡Qué tontería! Su esposa murió hace muchísimos años.

—No me refiero a su tío don Antonio Gascoigne, sino a su otro tío, don Enrique Gascoigne.

—¿Tío Enrique? ¡Pero si no estaba casado!

—¡Oh, sí que lo estaba! —exclamó Poirot, mintiendo sin el menor empacho—. No tengo la menor duda. Esa señora incluso trajo el certificado de matrimonio.

Es mentira —exclamó Jorge Ramsey con el rostro rojo como las cerezas maduras—. No lo creo. Es usted un farsante.

—Qué lástima, ¿verdad? —dijo Poirot— Ha cometido un crimen por nada.

—¿Un crimen? —La voz de Ramsey se quebró, y sus ojos claros expresaron terror.

—A propósito —continuó Poirot—. Veo que ha vuelto a comer tarta de zarzamoras. Es una costumbre imprudente. Las zarzamoras pueden estar llenas de vitaminas, pero resultan mortales en otro sentido. En esta ocasión creo que han ayudado a poner la soga alrededor del cuello de un hombre... de usted, doctor Ramsey.

* * *

—¿Sabe, mon ami? Donde se equivocó usted fue en su deducción fundamental —decia Hércules Poirot inclinado plácidamente sobre la mesita y dirigiéndose a su amigo—. Un hombre bajo una grave depresión moral no escoge esa ocasión para hacer algo que no hubiera hecho antes. Sus reflejos hubiesen seguido la rutina a que estaban acostumbrados. Un hombre preocupado por algo pudiera bajar a cenar en pijama..., pero sería su pijama... no el de otra persona. Un hombre que aborrece la sopa espesa, la carne con mucha grasa y las zarzamoras, de pronto pide las tres cosas ~ misma noche. Usted dice que porque está pensando en otra cosa. Pero yo le digo que un hombre absorto en sus preocupaciones ordenaría automáticamente que le sirvieran lo que solía tomar más a menudo. Eh bien, entonces, ¿qué otra explicación cabe?

»Luego me dijo usted que aquel hombre habla desaparecido. Había dejado de acudir un martes y un jueves por primera vez durante años. Eso todavía me gustó menos. Una extraña hipótesis fue formándose en mi mente. De ser cierta, aquel hombre habla muerto. Hice mis averiguaciones. Y había muerto..., con una muerte cuidadosamente preparada. En otras palabras, el pescado malo habla sido disimulado a fuerza de salsa.

»Fue visto en King's Road a eso de las siete y vino a cenar aquí a las siete y media... dos horas antes de su muerte. Todo concuerda... las pruebas del contenido del estómago y la carta. ¡Demasiada salsa!

»Su adorado sobrino escribió la carta, su adorado sobrino tiene una coartada perfecta para la hora de la defunción del tío. Una muerte sencilla... una caída por la escalera. ¿Simple accidente? ¿O asesinato? Todo el mundo, al enjuiciar el caso desde diferentes puntos de vista, se inclina por lo primero.

»Su adorado sobrino es el único pariente. Su adorado sobrino heredará..., ¿pero es que hay algo que heredar? El tío era pobre.

»Pero hay un hermano. Un hermano que se casó con una mujer rica y que vive en una hermosa mansión en Kingston Hill, de modo que, al parecer, su mujer al morir, le dejó todo su dinero. Vea las consecuencias... la esposa rica deja todo su dinero a Antonio, Antonio se lo deja a Enrique, y el dinero de Enrique va a parar a manos de Jorge... Una cadena completa.

—Todo muy bien en teoría —dijo el señor Bennington—. Pero, ¿cómo comprobarlo?

—Una vez se sabe..., por lo general se consigue lo que uno desea. Enrique murió dos horas después de una comida. Alrededor de eso gira todo este caso. Pero supongamos que esa comida no fuera la cena, sino el almuerzo. Póngase en el lugar de Jorge. Jorge quiere tener dinero... a toda costa. Antonio Gascoigne está agonizando..., pero su muerte no beneficia a Jorge. Si dinero pasará a Enrique, que tal vez puede vivir muchos años todavía. De modo que Enrique debe morir también... y cuanto antes mejor..., pero su muerte debe tener lugar después de la de Antonio, y al mismo tiempo Jorge debe procurarse una coartada. La costumbre de Enrique de cenar regularmente en cierto restaurante dos noches por semana le sugiere cuál va a ser su coartada. Como es un individuo cauteloso, primero ensaya su plan. Y se hace pasar por su tío la noche de un lunes, cenando como era de costumbre, en el restaurante en cuestión.

»Todo va como una seda, y le aceptan como a su tío. Se siente satisfecho. Sólo tiene que esperar a que su tío Antonio dé muestras definitivas de querer abandonar este mundo. Y llega la ocasión. Escribe una carta a su tío la tarde del dos de noviembre, pero la fecha el tres. Viene a la ciudad la tarde del día tres, va a ver a su tío y pone su plan en acción. Un fuerte empujón y allá va tío Enrique... escaleras abajo.

»Jorge busca la carta que ha escrito y la mete el bolsillo del batín de su tío. A las siete y media está en el Galante, con barba y cejas postizas, todo completo. Sin duda todos vieron con vida a Enrique Gascoigne a las siete y media. Luego, una metamorfosis rápida en cualquier lavabo público y el regreso en su automóvil y a toda marcha hacia Wimbledon, donde juega al bridge. La coartada perfecta muy bien estudiada.

El señor Bennington le contempla fijamente.

—Pero, ¿y el matasellos de la carta?