—A decir verdad... —comenzó el coronel, mas tuvo que interrumpirse.
El señor Satterthwaite, con gran excitación, se apeó con la agilidad de un pájaro y tendió calurosamente su mano al desconocido.
—¡Es usted! Creí reconocer su voz —declaró excitado—. ¡Qué casualidad! ¡Qué extraordinaria casualidad!
—¿Eh? —exclamó el coronel Melrose.
—El señor Harley Quin. Melrose, estoy seguro de que me ha oído hablar muchas veces del señor Quin.
El coronel Melrose no pareció recordarle, pero contempló la escena mientras su amigo seguía charlando.
—No le he visto... desde... déjeme pensar...
—Desde la noche aquella, en las Campanillas de Arlequin —repuso el otro tranquilamente.
—¿Las Campanillas de Arlequin? —se extrañó el coronel.
—Es una taberna —explicó el señor Satterthwaite.
—¡Qué nombre tan curioso para una taberna!
—Es una muy antigua —replicó el señor Quin—. Recuerdo que hubo un tiempo en que las Campanillas de Arlequín eran más corrientes que ahora en Inglaterra.
—Supongo que sí; sin duda que tiene usted razón —le contestó Melrose.
Parpadeó. Por un curioso efecto de luz... debido a los faros de uno de los coches y las luces rojas posteriores del otro... el señor Quin parecía estar vestido como Arlequín. Pero era sólo una cosa de la luz.
—No podemos dejarle abandonado en medio de la carretera —continuó el señor Satterthwaite—. Véngase con nosotros. Hay sitio de sobra para tres, ¿no es cierto, Melrose?
—¡Oh, desde luego!
Pero la voz del coronel no demostraba el menor entusiasmo.
—El único inconveniente es nuestro destino, ¿verdad, Satterthwaite?
El aludido se quedó de una pieza. Las ideas acudían rápidamente a su cerebro.
—¡No, no! —exclamó—. ¡Debí de haberlo adivinado! No ha sido una casualidad el encontrarnos esta noche en este cruce, señor Quin.
El coronel Melrose miraba boquiabierto a su amigo, que lo cogió del brazo.
—¿Recuerda lo que le conté... de nuestro amigo Derek Capel, sobre el motivo de su suicidio, que nadie podía poner en claro? Fue el señor Quin quien resolvió este problema... igual que muchos otros. Sabe ver cosas que están ahí, pero que no se ven. Es maravilloso.
—Mi querido Satterthwaite, me está usted azorando —dijo el señor Quin, sonriendo—. Recuerdo que esos descubrimientos los realizó usted, y no yo.
—Se realizaron porque usted estaba allí —repuso Satterthwaite con gran convencimiento.
—Bueno —dijo el coronel Melrose, aclarando su garganta—. No debemos perder más tiempo. Vamos.
Se situó ante el volante. No le agradaba demasiado el entusiasmo que demostraba Satterthwaite por aquel desconocido, pero como no podía objetar nada, su deseo era llegar cuanto antes a Alderway.
El señor Satterthwaite hizo sentarse a su amigo en el centro y él se situó junto a la ventanilla. El automóvil era bastante ancho, y los tres cabían sin grandes apreturas.
—¿De modo que le interesan los crímenes, señor Quin? —preguntó el coronel, tratando de hacerse simpático.
—No; precisamente los crímenes, no.
—¿Qué, entonces?
—Preguntemos al señor Satterthwaite. ¡Es tan buen observador! —repuso el señor Quin con una sonrisa.
—Puedo estar equivocado —replicó Satterthwaite—; pero creo que el señor Quin se interesa por los amantes.
Enrojeció al decir la última palabra, que ningún inglés pronuncia sin tener plena conciencia de ella. Satterthwaite la dejó brotar de sus labios disculpándose y como entre comillas.
—¡Cielos! —exclamó el coronel.
Aquel amigo de Satterthwaite parecía bastante extraño. Le miró de reojo. Su aspecto era normal... un joven algo moreno, pero sin parecer extranjero.
—Y ahora —dijo Satterthwaite con importancia— debo contarle todo el caso.
Estuvo hablando durante diez minutos. Allí, sentado en la penumbra y corriendo a través de la noche, sintió una enervante sensación de poder. ¿Qué importaba que sólo fuera un simple espectador de la vida? Tenía palabras, era dueño de ellas, era capaz de formar con ellas un relato... un relato extraño y renacentista, en el que la protagonista era la bella Laura Dwighton con sus blancos brazos y cabellos de fuego... y la sombría figura de Paul Delangua, a quienes las mujeres encontraban atractivo.
Todo ello en el escenario de Alderway... Alderway, que se alzaba desde los tiempos de Enrique VII; según algunos, desde antes. Alderway, que era inglés de corazón, con sus setos recortados, su granero, y el vivero donde los monjes criaban carpas para la abstinencia de los viernes.
Con pocas frases bien dichas definió a sir James, un Dwighton auténtico descendiente del viejo de Vittons, que tiempo atrás había sacado mucho dinero de la tierra encerrándolo en cofres de madera, que cuando llegaron las malas épocas y todos se arruinaron, los dueños de Alderway nunca sufrieron pobreza.
Por fin el señor Satterthwaite dejó de hablar. Sentíase seguro de la atención de sus oyentes, y aguardó las palabras de elogio, que no se hicieron esperar demasiado.
—Es usted un artista, señor Satterthwaite.
—Lo he hecho lo mejor que sé. —El hombrecillo mostrábase humilde de repente.
Hacía varios minutos que habían dejado atrás la verja de la finca. Ahora el coche se detuvo ante la entrada y un agente de policía bajó a toda prisa los escalones para recibirles.
—Buenas noches, señor. El inspector Curtis está en la biblioteca.
—Muy bien.
Melrose subió la escalinata seguido de los otros dos. Cuando los tres hombres cruzaban el amplio vestíbulo, un anciano mayordomo asomó la cabeza por una de las puertas, con ademán receloso. Melrose le saludó.
—Buenas noches, Miles. Es un asunto muy desagradable.
—¡Y tanto, señor! —repuso el aludido—. Apenas puedo creerlo, se lo aseguro. ¡Pensar que alguien haya podido golpear así a mi amo...!
—Sí, sí —repuso Melrose, atajándole—. Luego hablaré con usted.
Penetró en la biblioteca, donde un inspector robusto y de aspecto marcial le saludó con respeto.
—Es muy desagradable, señor. No he tocado nada. No hemos encontrado huellas en el arma. Quienquiera que haya sido, sabia bien su oficio.
El señor Satterthwaite miró el cuerpo yacente sobre la mesa escritorio, y apresuróse a desviar la vista. Le habían golpeado desde atrás con tal fuerza que le hablan partido el cráneo. La visión no era agradable...
El arma estaba en el suelo... una figura de bronce de unos pies de altura, con la base manchada y húmeda. El señor Satterthwaite inclinóse sobre ella con verdadera curiosidad.
—¡Una Venus! —dijo en tono bajo—. ¡De modo que ha sido derribado por Venus!
Y encontró muy poética su reflexión.
—Las ventanas estaban todas cerradas y con los pestillos corridos por el interior —dijo el inspector.
Hizo una pausa significativa.
—Eso reduce los sospechosos a los habitantes de la casa —repuso el jefe de la policía, de mala gana—. Bueno..., bueno; ya veremos.
El cadáver aparecía vestido con pantalones bombachos, y junto al sofá veíase apoyado un saco lleno de palos de golf.
—Acababa de llegar del campo de golf —explicó el inspector, siguiendo la mirada del jefe de policía—. Eso fue a las cinco y cuarto. El mayordomo le trajo el té. Más tarde llamó a su ayuda de cámara para que le trajera las zapatillas. Por lo que sabemos, el valet fue la última persona que le vio con vida.
Melrose asintió, volviendo a dedicar su atención a la mesa escritorio.
Muchos de los accesorios que había sobre ella habían sido volcados o rotos, y entre todos resaltaba un gran reloj de esmalte oscuro caído sobre uno de sus lados en el mismo centro de la mesa.
El inspector carraspeó.