—Eso sí que puede llamarse suerte, señor —dijo—. Como usted ve, está parado a las seis y media. Eso nos da la hora del crimen. Muy conveniente.
El coronel no dejaba de mirar el reloj.
—¡Muy conveniente, como usted dice! —observó—. ¡Demasiado! No me gusta esto, inspector.
Volvióse a mirar a los otros dos. Sus ojos buscaron los del señor Quin.
—¡Maldita sea! —exclamó—. Está demasiado claro. Ya sabe usted a qué me refiero. Las cosas no suceden así.
—¿Se refiere a que los relojes no caen de este modo? —murmuró el señor Quin.
Melrose le miró unos instantes, y luego al reloj, que tenía el aspecto patético e inocente de los objetos conscientes de pronto de su importancia. Con sumo cuidado el coronel Melrose volvió a colocarlo sobre sus patas, y dio a la mesa un violento empujón. El reloj se tambaleó sin llegar a caer. Melrose repitió la embestida, y con cierta desgana y muy lentamente el reloj cayó al fin hacia atrás.
—¿A qué hora descubrieron el crimen? —quiso Saber Melrose.
—A eso de las siete, señor.
—¿Quién lo descubrió?
—El mayordomo.
—Vaya a buscarle —ordenó el jefe de policía—. Le veré ahora. A propósito, ¿dónde está lady Dwighton?
—Se ha acostado, señor. Su doncella dice que está muy postrada y que no puede ver a nadie.
Melrose asintió con una inclinación de cabeza y Curtis fue en busca del mayordomo. El señor Quin contemplaba pensativo la chimenea, y el señor Satterthwaite siguió su ejemplo. Estuvo mirando los humeantes troncos durante un par de minutos hasta que sus ojos percibieron algo que brillaba en el hogar. Inclinándose recogió un trocito de cristal curvado.
—¿Deseaba verme, señor?
Era la voz del mayordomo, todavía temblorosa y vacilante. El señor Satterthwaite deslizó el pedazo de cristal en un bolsillo de su chaleco y se volvió.
El anciano se hallaba de pie junto a la 'puerta.
—Siéntese —le indicó el jefe de policía con toda amabilidad—. Está usted temblando. Supongo que debe de haber sido un golpe para usted.
—Desde luego, señor.
—Bien, no le entretendré mucho. ¿Creo que su amo entró aquí después de las cinco?
—Sí, señor. Me ordenó que le trajera el té a la biblioteca. Después, cuando vine a retirar el servicio, me pidió que enviara a Jennings... es su ayuda de cámara, señor, desde hace tiempo.
—¿Qué hora era?
—Pues... las seis y diez, señor.
—Sí..., ¿y luego?
—Le pasé el recado a Jennings, señor. Y no fue hasta las siete que vine a cerrar las ventanas y a correr las cortinas cuando vi que...
Melrose le interrumpió.
—Si, si, no necesita repetirlo. ¿No tocaría usted cuerpo o cualquier otra cosa?
—¡Oh! No, desde luego que no, señor. Fui lo más de prisa que pude hasta el teléfono para llamar a la policía.
—¿Y luego?
—Le dije a Juanita... es la doncella de Su Señoría, señor.., que fuera a comunicárselo a Su Señoría.
—¿No ha visto a la señora en toda la noche?
El coronel Melrose hizo la pregunta como al azar, pero el señor Satterthwaite adivinó la ansiedad que escondían sus palabras.
—No, señor. Su Señoría ha permanecido en sus habitaciones desde que ocurrió la tragedia.
—¿La vio usted antes?
Todos pudieron observar la vacilación del mayordomo antes de contestar.
—Pues... pues yo... la vi un momento bajando la escalera.
—¿Entró en su habitación?
El señor Satterthwaite contuvo la respiración.
—Creo... creo que sí, señor.
—¿A qué hora fue eso?
Podría haberse oído caer un alfiler. ¿Conocía aquel anciano la importancia de su respuesta?, se preguntaba el señor Satterthwaite.
—Serían cerca de las seis y media.
El coronel Melrose aspiró el aire con firmeza.
—Eso es todo, gracias. Envíenos a Jennings, el ayuda de cámara, ¿quiere?
Jennings acudió prontamente. Era un hombre de rostro alargado, andar felino y cierto aire astuto misterioso.
Un hombre, pensó el señor Satterthwaite, capaz de asesinar a su amo, de tener la completa seguridad de no ser descubierto.
Escuchó ávidamente las respuestas que daba a las preguntas del coronel Melrose; mas al parecer su historia era bien clara. Había bajado a su amo unas zapatillas cómodas, llevándose sus zapatos.
—¿Qué hizo usted después, Jennings?
—Volví a la habitación de los criados, señor...
—¿A qué hora dejó a su amo?
—Debían ser poco más de las seis y cuarto, señor...
—¿Dónde estaba usted a las seis y media, Jennings?
—En la habitación de los criados, señor.
El coronel Melrose le despidió con un ademán y miró a Curtis con gesto interrogador.
—Es cierto, señor. Lo he comprobado. Estuvo en la habitación de servicio desde las seis y veinte hasta las siete.
—Eso le deja al margen —dijo el jefe de policía con cierta contrariedad—. Además, no tiene motivos.
Se miraron.
Llamaban a la puerta.
—¡Adelante! —invitó el coronel.
Apareció una doncella muy asustada.
—Si me lo permite. Su Señoría ha oído que el coronel Melrose estaba aquí y quisiera verle.
—Desde luego —replicó Melrose—. Iré en seguida. ¿Quiere mostrarme el camino?
Mas una mano apartó a un lado a la muchacha. Una figura completamente distinta apareció en el umbral de la puerta. Laura Dwighton parecía un ser de otro mundo.
Iba vestida con un traje de tarde de brocado color azul. Sus cabellos cobrizos partidos sobre la frente le cubrían las orejas. Consciente de su estilo propio, lady Dwighton nunca consistió cortárselo y lo llevaba recogido sencillamente en la nuca, y los brazos al descubierto.
Con uno de ellos se apoyaba en el marco de la puerta y el otro pendía junto a su cuerpo, sujetando un libro. Parecía, pensó Satterthwaite, una Madona de tela del primitivo italiano.
El coronel Melrose acercóse a ella.
—He venido a decirle... a decirle...
Su voz era rica y bien modulada. El señor Satterthwaite estaba tan absorto en el dramatismo de la cena que había olvidado su realidad.
—Por favor, lady Dwighton...
Melrose extendió su brazo para sostenerla y la acompañó hasta una pequeña antesala contigua, cuyas paredes estaban forradas de seda descolorida. Quin y Satterthwaite les siguieron. Ella se dejó caer en una otomana, recostándose sobre un almohadón, con los párpados cerrados. Los tres la observaron. De pronto abrió mucho los ojos y se incorporó hablando muy de prisa.
—¡Yo lo maté! Eso es lo que vine a decirle. ¡Yo le he matado!
Hubo un silencio angustioso. El corazón del señor Satterthwaite se olvidó de latir.
—Lady Dwighton —atajó Melrose—, ha sufrido usted un rudo golpe... está alterada. No creo que se dé cuenta de lo que dice.
¿Se volvería atrás ahora... mientras estaba a tiempo?
—Sé perfectamente lo que digo. Fui yo quien disparó.
Dos de los presentes lanzaron una exclamación ahogada. El tercero no hizo el menor ruido. Laura Dwighton inclinóse todavía más hacia delante.
—¿No lo comprenden? Bajé y disparé.
El libro que llevaba en la mano cayó al suelo, y de su interior saltó un cortapapeles en forma de puñal con la empuñadura cincelada. Satterthwaite lo recogió mecánicamente, depositándolo sobre la mesa, mientras pensaba: «Es un juguete peligroso. Con esto podría matarse a un hombre.»
—Bueno... —la voz de Laura Dwighton denotaba impaciencia—, ¿qué es lo que van a hacer? ¿Arrestarme? ¿Llevarme de aquí?
El coronel Melrose encontró al fin su voz, con cierta dificultad.
—Lo que acaba de decirme es muy serio, lady Dwighton. Debo rogarle que permanezca en sus habitaciones hasta que... haga los arreglos pertinentes.
Ella se puso en pie tras asentir con una inclinación de cabeza. Parecía, a la sazón, muy dueña de sí, grave y fría.