Cuando se dirigía a la puerta, el señor Quin le preguntó:
—¿Qué hizo usted con el revólver, lady Dwighton?
Una sombra de desconcierto pasó por sus ojos.
—Yo.. lo dejé caer al suelo. No, creo que lo tiré por la ventana... ¡Oh! Ahora no me acuerdo. Pero, ¿qué importa? Apenas sabía lo que estaba haciendo. Pero eso no importa, ¿verdad?
—No —repuso el señor Quin—. No creo que importe mucho.
Le dirigió una mirada de perplejidad mezclada con algo que bien pudo ser alarma. Luego, volvió la cabeza y salió de la estancia con decisión. Satterthwaite salió a toda prisa tras ella, comprendiendo que podía desmayarse en cualquier momento, pero ya habla subido la mitad de la escalera sin dar muestras de su anterior debilidad. La asustada doncella se hallaba al pie de la escalera y Satterthwaite ordenó en tono autoritario:
—Vigile a su señora.
—Sí, señor —la muchacha se dispuso a subir tras la figura azul—. Oh, por favor, señor, ¿no irán a sospechar de él?
—¿Sospechar de quién?
—De Jennings, señor. ¡0h, señor, desde luego, es incapaz de hacer daño a una mosca!
—¿Jennings? No, claro que no. Vaya y cuide de su señora.
—Sí, señor.
La muchacha subió la escalera a toda prisa y Satterthwaite volvió a la estancia que acababa de abandonar.
El coronel Melrose decía acaloradamente:
—Bueno, estoy hecho un mar de confusiones. Aquí hay algo más de lo que se ve a simple vista. Es... es como esas tonterías que las heroínas hacen en muchas novelas.
—Es irreal —convino Satterthwaite—. Como una escena de teatro.
—Sí, usted admira el drama, ¿no es cierto? Es usted un hombre que sabe apreciar una buena representación.
Satterthwaite le miraba fijamente.
En el silencio oyóse una lejana detonación.
—Parece un disparo —dijo el coronel Melrose—. Habrá sido alguno de los guardianes. Eso es probablemente lo que ella oyó, y tal vez no bajase a ver. Ni se habrá acercado a examinar el cuerpo y por eso ha llegado resuelta a la conclusión...
—El señor Delangua, señor.
Era el mayordomo quien habla hablado respetuosamente desde la puerta.
—¿Eh? —exclamó Melrose—. ¿cómo?
—El señor Delangua está aquí, señor, y a ser posible quisiera hablar con usted.
—Hágale pasar.
Momentos después, Paul Delangua apareció en la entrada. Como el coronel Melrose habla insinuado, habla en él un aire extranjero... la facilidad de movimientos, su rostro hermoso y moreno, y sus ojos tal vez un poco demasiado juntos... le daban un aspecto renacentista. Él y Laura Dwighton recordaban la misma época.
—Buenas noches, caballeros —dijo Delangua con una ligera reverencia algo teatral y afectada.
—Ignoro qué asuntos le traen por aquí, señor Delangua —dijo Melrose tajante—, pero si no tienen nada que ver con el que tenemos entre manos...
Delangua le interrumpió con una carcajada.
—Al contrario —apuntó—, tienen mucho que ver con esto.
—¿Qué quiere decir?
—Quiero decir —continuó Delangua con toda tranquilidad— que he venido a entregarme como causante de la muerte de sir James Dwighton.
—¿Sabe usted lo que está diciendo? —inquirió Melrose muy serio.
—Me doy perfecta cuenta.
Los ojos del joven estaban fijos en la mesa.
—No comprendo.
—¿Por qué me entrego? Llámelo remordimiento... o como más le agrade. Le di de firme... de eso puede estar seguro. —Señaló la mesa—. Veo que tiene ahí el arma, una herramienta muy manejable. Lady Dwighton tuvo el descuido de dejarla dentro de un libro y yo la cogí por casualidad.
—Un momento —cortó el coronel Melrose—. ¿Tengo que entender que usted admite haber dado muerte a Sir James con esto?
Y levantó el cortapapeles.
—Exacto. Entré por la ventana. Él me daba la espalda. Fue todo muy sencillo. Me marché por el mismo sitio.
—¿Por la ventana?
—Por la ventana, claro.
—¿A qué hora?
Delangua vacilaba.
—Déjeme pensar... estuve hablando con el guardián... eso sería a las seis y cuarto. Oí dar el cuarto en el campanario de la iglesia. Debió ser... bueno, pongamos a las seis y media.
Una torva sonrisa apareció en los labios del coronel.
—Exacto, jovencito —asintió—. Las seis y media es la hora. Tal vez ya lo habla oído. ¡Pero este asesinato es muy particular!
—¿Por qué?
—¡Hay tantas personas que se declaran culpables! —dijo el coronel Melrose.
Todos percibieron su respiración anhelante.
—¿Quién más lo ha confesado? —preguntó con voz que en vano quiso hacerse firme.
—Lady Dwighton.
Delangua echó la cabeza hacia atrás, riendo.
—No es de extrañar que lady Dwighton está nerviosa —dijo con ligereza—. Yo de usted no prestaría atención a sus palabras.
—No pienso hacerlo —repuso Melrose—; pero hay otra cosa extraña en este crimen.
—¿Qué cosa?
—Pues... lady Dwighton confiesa haber disparado contra sir James, y usted dice que le apuñaló, pero ya ve que, por fortuna para los dos, no fue ni muerto de un disparo ni de una puñalada. Le abrieron el cráneo de un golpe.
—¡Cielos! —exclamó Delangua—. Pero no es posible que una mujer haya podido...
Se detuvo mordiéndose el labio. Melrose asentía.
—Se lee a menudo —explicó—; pero nunca vi que ocurriera.
—El que un par de jóvenes estúpidos se acusen de un crimen que no han cometido, tratando cada uno de ellos de salvar al otro —dijo Melrose—. Ahora tenemos que empezar por el principio.
—El ayuda de cámara —exclamó Satterthwaite—. Esa muchacha... entonces no le presté la menor atención.
Hizo una pausa buscando palabras con que explicarse.
—Tenía miedo de que sospecháramos de él. Debe de haber un motivo que nosotros ignoramos y ella conoce.
El coronel Melrose, con el ceño fruncido, hizo sonar el timbre. Cuando atendieron a su llamada, ordenó:
—Haga el favor de preguntar a lady Dwighton si tiene la bondad de volver a bajar.
Esperaron en silencio que llegara. A la vista de Delangua se sobresaltó, alargando una mano para no caerse. El coronel Melrose acudió rápidamente en su ayuda.
—No ocurre nada, lady Dwighton. No se alarme.
—No comprendo. ¿Qué está haciendo aquí el señor Delangua?
Delangua acercóse a ella.
—Laura... Laura, ¿por qué lo hiciste?
—¿Hacer qué?
—Lo sé. Fue por mí..., porque pensabas que había sido yo... Después de todo, supongo que era natural que lo pensaras. ¡Eres un ángel!
El coronel Melrose carraspeó. Era un hombre que aborrecía las emociones y sentía horror a tener que presenciar una «escena».
—Si me lo permite, lady Dwighton, le diré que usted y el señor Delangua han tenido suerte. El señor Delangua acaba de llegar para confesar ser autor del crimen... Oh, no se preocupe, ¡é1 no ha sido! Pero lo que nosotros queremos saber es la verdad. Basta de vacilaciones. El mayordomo dice que usted entró en la biblioteca a las seis y media..., ¿es cierto?
Laura miró a Delangua, que hizo un gesto afirmativo.
—La verdad, Laura —le dijo—. Eso es lo que queremos saber.
—Hablaré.
Desplomóse sobre una silla que Satterthwaite se había apresurado a acercarle.
—Vine aquí. Abrí la puerta de la biblioteca y...
Se detuvo y tragó saliva. Satterthwaite, inclinándose, le dio unas palmaditas en la mano para animarla.
—Sí —le dijo—, sí. ¿Qué vio usted?
—Mi esposo estaba tendido sobre la mesa escritorio. Vi su cabeza..., la sangre... ¡Oh!
Se cubrió el rostro con las manos. El jefe de policía inclinóse hacia delante.
—Perdóneme, lady Dwighton. ¿Pensó que el señor Delangua le había matado de un tiro?
Asintió, con un gesto.