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Joe hizo una pausa para que su relato impresionara más.

—Y le dije a Bilclass="underline" «Oye, ves a ver qué pasa.» Y al cabo de un rato volvió diciendo que había un montón de gente y la policía y que una mujer se había cortado la yugular o había sido estrangulada, y que fue la patrona quien la encontró y gritó llamando a la policía. «¿Dónde ha sido?», le pregunté. «En la calle Culver.» «¿Qué número?», le pregunté, y me dijo que no se había fijado.

Bill carraspeó, escondiendo los pies, avergonzado.

—Y yo dije: «Iremos a asegurarnos», y descubrimos que era el número 74. «Tal vez», dijo Bill, «esa dirección de la libretita no tenga nada que ver con esto». Pero yo le contesté que tal vez sí, y de todas maneras después de considerarlo bien y de haber oído que la policía deseaba interrogar a un hombre que había salido de aquella casa a aquella hora, vinimos para preguntar si podíamos ver al caballero encargado de este asunto, y estoy seguro y espero no haberle hecho perder el tiempo.

—Han obrado muy bien —dijo Parminter—. ¿Y han traído esa libretita? Gracias. Ahora...

Sus preguntas fueron precisas y profesionales. Obtuvo el lugar exacto, la hora, datos... Lo único que no consiguió fue la descripción del hombre que había perdido la libretita. Pero en cambio le hicieron otra de una patrona presa de un ataque de histerismo, y de un abrigo abrochado hasta arriba, un sombrero calado hasta las orejas y un bufanda ocultando la parte baja del rostro, una voz que era sólo un susurro, unas manos enguantadas.

Cuando los dos hombres se hubieron marchado, permaneció contemplando aquel librito, que dejó abierto sobre la mesa... y que iría al departamento correspondiente para que comprobasen si había en él huellas digitales. Mas ahora su atención se hallaba concentrada en aquellas dos direcciones y en la línea de letras menudas escritas al principio de la página.

Volvió la cabeza al entrar el sargento Kane.

—Venga, Kane, y mire esto.

Kane lanzó un silbido al leer por encima de su hombro:

—¡Tres ratones ciegos! Bueno, que me aspen...

—Sí —Parminter abrió un cajón y sacó media hoja de papel que puso encima de la mesa junto al librito de notas, y que había sido hallado prendido con un alfiler en las ropas de la mujer asesinada.

En el papel se leía:

Éste es el primero.

Y debajo un dibujo infantil de tres ratones y un fragmento de pentagrama con unas notas.

Kane silbó la tonadilla por debajo.

Tres ratones ciegos. Ved cómo corren...

—Muy bien. Ésa es la tonadilla de la firma.

—Es tonto, ¿verdad?

—Sí —Parminter frunció el ceño—. ¿No hay la menor duda acerca de la identificación de esa mujer?

—No, señor. Aquí tiene usted el informe de las huellas dactilares. La señora Lyon, como se hacía llamar, era en realidad Maureen Greeg. Hace dos meses que salió de Hollaway después de cumplir su condena.

Parminter dijo pensativo:

—Fue a la calle Culver 74, haciéndose pasar por Maureen Lyon. De vez en cuando bebía un poco y se sabe que llevó a un hombre a su casa un par o tres de veces. No demostró temer a nada ni a nadie, y no hay razón para que se creyera en peligro. Este hombre llama a la puerta, pregunta por ella y la patrona le dice que suba al segundo piso. No es capaz de describirle; dice únicamente que era de estatura mediana y al parecer un fuerte resfriado le había hecho perder la voz. Ella volvió a los bajos y no oyó nada que le hiciera entrar en sospecha. Ni siquiera le oyó salir. Diez minutos más tarde fue a subirle una taza de té a la señora Lyon y la encontró estrangulada. Éste no fue un asesinato fortuito, Kane. Había sido todo cuidadosamente planeado.

Hizo una pausa y agregó de improviso:

—Quisiera saber cuántas casas de huéspedes hay en Inglaterra que se llamen Monkswell Manor.

—Puede que sólo haya una, señor.

—Eso sería tener demasiada suerte. Pero averígüelo. No hay tiempo que perder.

Los ojos del sargento se posaron en las direcciones de la libretita. Calle Culver, 74, y Monkswell Manor.

Y dijo:

—¿De modo que usted cree...?

—Sí. ¿Y usted no? —le atajó Parminter.

—Podría ser. Monkswell Manor... ahora que.., ¿sabe que juraría que he visto ese nombre escrito en alguna parte últimamente?

—¿Dónde?

—Eso es lo que trato de recordar... Aguarde un momento... En un periódico... Última página. Aguarde... Hoteles y Casas de Huéspedes... Un momento, señor... era uno atrasado. Estaba resolviendo el crucigrama...

Salió corriendo de la habitación, regresando triunfante al poco rato.

—Aquí lo tiene, señor. Mire.

El inspector siguió la dirección del dedo índice del sargento.

—Monkswell Manor. Harplender, Berks.

Descolgó el teléfono.

—Póngame con la policía del condado de Berkshire.

Capítulo III

1

Con la llegada del mayor Metcalf, Monkswell Manor comenzó a funcionar tan normalmente como cualquier negocio en marcha. El mayor Metcalf no resultaba tan solemne como la señora Boyle, ni excéntrico como Cristóbal Wren. Era un hombre de mediana edad, impasible, de aspecto marcial y apuesto, que había realizado la mayor parte de su servicio militar en la India. Pareció satisfecho con su habitación y el mobiliario, y aunque él y la señora Boyle no se habían conocido hasta entonces, el mayor había tenido amistad con varios primos de aquélla, de la rama de los Yorkshire, en Poonah. Su equipaje, consistente en dos pesadas maletas de piel de cerdo, aplacó todos los recelos de Giles.

A decir verdad, Molly y Giles no tuvieron mucho tiempo para hacer comentarios sobre sus huéspedes. Prepararon entre los dos la cena, la sirvieron, cenaron después ellos y fregaron los platos. El mayor Metcalf elogió el café y Giles y Molly se acostaron rendidos, pero satisfechos... para levantarse cerca de las dos de la madrugada para atender las insistentes llamadas del timbre.

—¡Maldita sea! —bufó Giles—. Llaman a la puerta. ¿Qué diablos...?

—Date prisa —repuso Molly—. Ve a ver.

Dirigiéndole una mirada de reproche, Giles envolvióse en su batín y bajó la escalera. Molly le oyó descorrer el cerrojo y luego un murmullo de voces en el vestíbulo, e impulsada por la curiosidad salió de la cama y fue a mirar desde lo alto de la escalera. Abajo, en el recibidor, Giles ayudaba a un barbudo desconocido a sacudirse la nieve del abrigo. Varios fragmentos de su conversación llegaron hasta ella.

—¡Brrr! —Tiritaba el extraño—. Mis dedos están tan helados que no los siento. Y mis pies... —Golpeó el suelo con ellos.

—Entre aquí —Giles le abrió la puerta de la biblioteca—. Está más caliente; será mejor que espere mientras le preparo su habitación.

—He tenido mucha suerte —dijo el desconocido.

Molly siguió mirando por entre los barrotes de la barandilla de la escalera y pudo ver a un anciano de barba negra y cejas mefistofélicas. Un hombre que se movía con la ligereza de un joven a pesar de las canas de sus sienes.

Giles cerró la puerta de la biblioteca tras él y subió a toda prisa. Molly abandonó su puesto de observación.

—¿Quién es? —quiso saber.

Giles sonrió.

—Otro huésped para nuestra Casa de Huéspedes. Su coche ha volcado en la nieve. Consiguió salir de él y se ha abierto camino como ha podido por la carretera (está soplando una fuerte ventisca, escucha) y vio nuestro letrero. Dice que fue como la respuesta a una plegaria.

—Y, ¿crees que es como es debido?