«¿Y por qué todo el mundo tiene que desayunar a distinta hora? —se lamentaba al ir amontonando los platos en la fregadera—. Resulta muy molesto.»
Una vez lavados y colocados en el escurreplatos corrió a hacer las camas. Aquella mañana no podía esperar la ayuda de Giles. Tenía que abrir camino hasta la casita de la caldera y el gallinero.
Molly hizo las camas a toda marcha y lo mejor que pudo, estirando las sábanas y remetiéndolas por los lados lo más de prisa posible.
Estaba barriendo el suelo de uno de los cuartos de baño cuando sonó el teléfono.
Molly experimentó primero una sensación de contrariedad porque interrumpían su trabajo, pero luego sintió alivio al pensar que por lo menos seguía funcionando el teléfono, y bajó corriendo para atender la llamada.
Llegó a la biblioteca casi sin aliento y descolgó el auricular.
—¿Sí?
Una voz llena, con un ligero acento del país, preguntó:
—¿Monkswell Manor?
—Sí. Aquí la Casa de Huéspedes Monkswell Manor.
—¿Podría hablar con el comandante Davis, por favor?
—Ahora no puede ponerse al aparato —dijo Molly—. Yo soy la señora Davis. ¿Quién le llama, por favor?
—El inspector Hogben, de la policía de Berkshire.
Molly se quedó sin respiración.
—Oh, sí... es..., ¿sí?
—Señora Davis, se ha presentado un asunto bastante urgente. No quiero decir mucho por teléfono, pero he enviado al sargento detective Trotter a su casa a la que llegará de un momento a otro.
—Pero no lo conseguirá. Estamos bloqueados por la nieve... completamente aislados. Los caminos están intransitables.
La voz no perdió su seguridad.
—Trotter llegará ahí de todas maneras —le dijo—. Haga el favor de advertir a su esposo para que escuche con toda atención lo que Trotter tiene que decirle y que siga sus instrucciones sin la menor reserva. Eso es todo, señora Davis.
—Pero, inspector Hogben, qué...
Mas ya había cortado la comunicación. Era evidente que Hogben, una vez dicho todo lo que tenía que decir, daba por terminada al conferencia. Molly colgó el auricular y volvióse al mismo tiempo que se abría la puerta.
—¡Oh, Giles, ya estás aquí, querido!
Giles traía nieve en los cabellos y la cara bastante tiznada de carbón. Parecía sudoroso.
—¿Qué te ocurre, cariño? He llenado de carbón el depósito y he entrado leña. Ahora iré al gallinero y luego a echar un vistazo a la caldera. ¿Te parece bien? ¿Qué es lo que pasa, Molly? Pareces asustada.
—Giles, era la policía.
—¿La policía?
El tono de Giles expresaba asombro.
—Sí, nos envían un inspector, sargento, o algo parecido.
—Pero ¿por qué? ¿Qué hemos hecho?
—No lo sé. ¿Tú crees que será por aquellas dos libras de mantequilla que nos hicimos traer de Irlanda?
Giles tenia el ceño fruncido.
—No me habré olvidado de sacar la licencia de la radio, ¿verdad?
—No. Está en el escritorio. Giles, la señora Bidlock me dio cinco de sus cupones por mi viejo abrigo de tweed. Supongo que esto está prohibido..., pero yo lo encuentro perfectamente justo. Yo tengo un abrigo menos, así que, ¿por qué no voy a tener los cupones? Oh, querido, ¿qué otra cosa habremos hecho?
—El otro día tuve un pequeño encontronazo con el coche... Pero fue culpa del otro. Sin la menor duda...
—Debemos haber hecho algo —gimió Molly.
—Lo malo es que prácticamente todo lo que uno hace hoy en día es ilegal —dijo Giles apesadumbrado—. Por eso siempre se tiene cierta sensación de culpabilidad. Me imagino que será algo relacionado con el asunto de la Casa de Huéspedes. Probablemente para ejercer de fondistas debe haber una serie de requisitos que observar, de los que ni siquiera tenemos idea.
—Yo creí que lo único que importaba era lo referente a la bebida. Y no hemos servido nada a nadie. Por otra parte, ¿por qué no habríamos de admitir huéspedes en nuestra propia casa de la manera que más nos agrade?
—Lo sé. Parece lo más natural, pero como te digo, hoy en día todo está más o menos prohibido.
—¡Oh, Dios mío! —suspiró Molly—. ¡Ojalá no hubiéramos emprendido este negocio! Vamos a estar varios días bloqueados por la nieve, todos se pondrán de mal humor y se comerán nuestras reservas de provisiones y no sé lo que será de nosotros.
—Anímate, cariño —repuso Giles—. Estamos pasando un mal momento, pero todo se arreglará.
La besó en la frente distraído y soltándola agregó en otro tono de voz:
—¿Sabes, Molly, que, pensándolo bien, debe ser algo de bastante importancia para que envíen a un sargento a pesar de la nieve?
Hizo un gesto señalando hacia el exterior y dijo:
—Debe tratarse de algo muy urgente.
Se miraron perplejos y en aquel momento abrióse la puerta dando paso a la señora Boyle.
—¡Ah, está usted aquí, señor Davis! —dijo la recién llegada—. ¿Sabe que el radiador del salón está frío como el mármol?
—Lo siento, señora Boyle. Andamos algo escasos de carbón y...
La señora Boyle le atajó con rudeza.
—Pago siete guineas a la semana..., siete guineas. Y no estoy dispuesta a helarme.
Giles se puso como la grana y repuso escuetamente:
—Procuraré remediarlo.
Cuando salió de la estancia, la señora Boyle volvióse a Molly.
—Si no le molesta que se lo diga, señora Davis, creo que tiene hospedado en su casa a un joven muy particular... Sus modales..., sus corbatas..., ¿y nunca se peina?
—ES un joven arquitecto, que ha hecho una gran carrera —dijo Molly.
—Le ruego me perdone, pero...
—Cristóbal Wren es arquitecto y..,
—Déjeme hablar, mi querida joven. Naturalmente que sé quién es sir Cristóbal Wren. Era arquitecto. Fue quien construyó San Pablo.
—Yo me refiero a este otro Wren. Sus padres le llamaron Cristóbal porque esperaban que fuera arquitecto. Y lo es... bueno, o casi lo es.
—¡Hum! —gruñó la señora Boyle—. A mí me parece esto una historia bastante extraña. Yo de usted haría algunas averiguaciones acerca de su persona. ¿Qué es lo que sabe de él?
—Tanto como de usted, señora Boyle... es decir, que también me paga siete guineas a la semana. Y en realidad eso es todo lo que necesitamos saber, ¿no le parece? Y por lo que a mí respecta, no me importa que mis huéspedes me gusten o... —Molly miró fijamente a la señora Boyle—, no me gusten.
La señora Boyle enrojeció de coraje.
—Es usted joven y sin experiencia y debiera agradecer los consejos de alguien que sabe más que usted. ¿Y qué me dice de ese extranjero? ¿Cuándo ha llegado?
—A medianoche.
—Vaya. Es muy curioso. No es una hora muy corriente.
—Negarse a admitir a los viajeros sería ir contra la ley, señora Boyle. —Y agregó en tono menos agresivo—: Tal vez no sepa eso.
—Todo lo que puedo decir es que ese Paravicini, o como se llame, me parece...
—¡Cuidado, cuidado, querida señora...! Cuando se habla del ruin de Roma...
La señora Boyle pegó un salto como si acabara de ver al mismísimo diablo. El señor Paravicini que acababa de entrar silenciosamente en la habitación sin que ellas se dieran cuenta, rió, frotándose las manos con ademán sarcástico.
—Me ha asustado usted —le dijo la señora Boyle—. No le he oído entrar.
—Para eso he entrado de puntillas —repuso el señor Paravicini—. Nadie me oye nunca entrar o salir. Lo encuentro muy divertido. Algunas veces oigo cosas y eso también me divierte. —Y agregó en tono más bajo—: Y nunca olvido lo que oigo.
La señora Boyle dijo en voz débiclass="underline"
—¿De veras? Voy a buscar mi labor... la dejé en el salón.
Y salió a toda prisa. Molly se quedó contemplando al señor Paravicini con expresión ausente. Él se le acercó andando a saltitos.