—Mi encantadora patrona parece preocupada —y antes de que Molly pudiera evitarlo le besó en la mano—. ¿Qué es ello, querida señora?
Molly retrocedió. No estaba segura de que le agradara aquel individuo que la miraba como un viejo sátiro:
—Esta mañana se hace todo bastante difícil a causa de la nieve —le dijo con ligereza.
—Sí —El señor Paravicini volvió la cabeza para mirar por la ventana—. La nieve lo complica todo, ¿no es cierto? O al contrario, lo hace todo muy fácil.
—No se a qué se refiere.
—No —repuso él pensativo—. Hay muchas cosas que usted ignora. Por ejemplo, me parece que no sabe gran cosa de cómo administrar y regir una casa de huéspedes.
Molly alzó la barbilla.
—Confieso que es cierto..., pero tenemos intención de salir adelante.
—¡Bravo bravo!
—Después de todo —la voz de Molly demostraba una ligera ansiedad—, no soy tan mala cocinera...
—Sin duda alguna es usted una cocinera encantadora —repuso el señor Paravicini.
«¡Qué molestos resultan los extranjeros!», pensó Molly.
Tal vez míster Paravicini leyera sus pensamientos pues el caso fue que sus modales cambiaron y habló sosegado y muy serio.
—¿Puedo darle un pequeño consejo, señora Davis? Usted y su esposo no debieron ser tan confiados. ¿Tienen alguna referencia de sus huéspedes?
—¿Es costumbre obtenerlas? —Molly pareció algo azorada—. Yo creí que la gente acudía... y eso bastaba.
—Siempre es aconsejable saber algo de las personas que duermen bajo nuestro techo —Se inclinó par darle unos golpecitos en el hombro con aire ligeramente amenazador—. Tómeme a mí como ejemplo. Aparecí a medianoche diciendo que mi coche había volcado a causa de la ventisca. ¿Qué sabe de mí? Nada en absoluto. Y tal vez tampoco sepa nada de ninguno de los otros huéspedes.
—La señora Boyle... —comenzó a decir Molly, más se detuvo al ver a la aludida entrar en la estancia con su labor de punto en la mano.
—El salón está demasiado frío. Me sentaré aquí —Y se dirigió hacia la chimenea.
El señor Paravicini se le adelantó con su andar peculiar.
—Permítame que avive el fuego.
Y Molly se sorprendió, lo mismo que la noche anterior, ante la jovial elasticidad de su paso. Había observado que siempre procuraba conservarse de espaldas a la luz y ahora, al arrodillarse ante el fuego, comprendió la razón. El rostro del señor Paravicini mostrábase inteligentemente «maquillado».
De modo que el viejo estúpido quería parecer más joven de lo que era, ¿verdad? Pues no lo conseguía. Representaba su edad, e incluso más. Sólo su paso firme resultaba una contradicción. Y tal vez también eso estuviera cuidadosamente calculado.
Le sacó de su ensimismamiento la brusca aparición del mayor Metcalf.
—Señora Davis. Me temo que las cañerías... de... er... —bajó la voz— del sótano estén heladas.
—¡Oh, Dios mío! —gimió Molly—. ¡Qué día! Primero la policía y ahora las cañerías!
El señor Paravicini dejó caer el atizador con estrépito. La señora Boyle suspendió su labor. Molly, que miraba al mayor Metcalf, quedó extrañada de su repentina inmovilidad y la indescriptible expresión de su rostro... como si hubiera dejado de experimentar emociones y no fuera más que una talla de madera.
—¿Ha dicho la policía?
Molly tuvo conciencia de que tras su impasibilidad aparente se desarrollaba una violenta emoción. Pudiera ser temor, precaución o sorpresa..., pero escondía algo. Aquel hombre podía resultar peligroso.
Volvió a hablar, esta vez en tono de simple curiosidad:
—¿Qué es eso de la policía?
—Han telefoneado —dijo Molly— hace muy poco rato, para decir que van a enviar aquí a un sargento —Miró por la ventana—. Pero yo no creo que consiga llegar —dijo esperanzada.
—¿Por qué nos envían a un policía? —Dio un paso hacia ella, pero antes de que Molly pudiera contestar palabra, se abrió la puerta y entró Giles.
—Este carbón parece de piedra. —dijo contrariado. Luego agregó—: ¿Ocurre algo?
El mayor Metcalf volvióse de repente hacia éclass="underline"
—He sabido que va llegar la policía. ¿Por qué?
—¡Oh, no tenga cuidado; —repuso Giles—. Nadie puede llegar hasta aquí. Hay cinco pies de nieve. Los caminos están bloqueados. No es posible que se acerque nadie.
Y en aquel momento dieron tres golpecitos en la ventana.
Capítulo IV
1
Todos se sobresaltaron, y durante unos segundos no consiguieron localizar la procedencia de la llamada, que llegaba hasta ellos como un aviso fantasmal. Hasta que, con un grito, Molly señaló la ventana, donde un hombre golpeaba con los nudillos en el marco, y todos se explicaron el misterio de su llegada al ver que llevaba puestos los esquíes.
Lanzando una exclamación, Giles cruzó la estancia para abrir la ventana.
—Gracias, señor —dijo el recién llegado, que tenía una voz alegre y un rostro muy moreno—. Soy el sargento detective Trotter —presentóse él mismo.
La señora Boyle le miró con disgusto por encima de su labor de punto.
—No es posible que sea ya sargento —dijo mirándole desaprobadoramente—. Es usted demasiado joven.
El joven, que por cierto lo era mucho, pareció ofenderse y dijo en tono ligeramente molesto:
—No soy tan joven como parezco, señora.
Sus ojos recorrieron el grupo hasta detenerse en Giles.
—¿Es usted el señor Davis? ¿Puedo quitarme los esquíes y dejarlos en alguna parte?
—Desde luego, venga conmigo.
Cuando la puerta del vestíbulo se hubo cerrado tras ellos, la señora Boyle dijo con acritud:
—¿Para eso pagamos hoy en día a nuestros policías? ¿Para que se diviertan practicando deportes de invierno?
Paravicini se había acercado a Molly y le preguntó:
—¿Por qué ha enviado a buscar a la policía, señora Davis?
Ella retrocedió un tanto bajo la firmeza y malignidad de aquella mirada. Aquél era un nuevo Paravicini, y por unos instantes Molly sintió miedo.
—¡Pero si yo no he avisado! —dijo con desmayo.
Y entonces Cristóbal Wren entró por la puerta, muy excitado, diciendo con voz penetrante:
—¿Quién es ese hombre que hay en el vestíbulo? ¿De dónde ha salido? Es preciso ser muy valiente para venir con este tiempo.
La voz de la señora Boyle se dejó oír por encima del entrechocar de sus agujas de crochet.
—Puede que lo crea o no, pero ese hombre es un policía. ¡Un policía... esquiando!
Su tono parecía expresar que había llegado el quebrantamiento de la gradación entre las clases sociales.
—Perdóneme, señora Davis, ¿podría utilizar un momento el teléfono?
—Desde luego, mayor Metcalf.
El mayor se dirigió al aparato mientras Cristóbal Wren decía con su voz chillona:
—Es muy guapo, ¿no les parece? Siempre he creído que los policías tienen un gran atractivo.
—Oiga... oiga... —El mayor Metcalf gritaba irritado por el auricular. Volvióse a Molly—. Señora Davis, este teléfono, está muerto, completamente muerto.
—Funcionaba muy bien hace sólo un momento Yo...
La interrumpió la risa estridente, casi frenética, de Cristóbal Wren.
—De modo que ahora estamos completamente aislados. Es divertido, ¿verdad?
—Yo no le veo la gracia —repuso el mayor Metcalf.
—Ni yo, desde luego —dijo la señora Boyle.
Cristóbal continuaba riendo a carcajadas.
—Se trata de un chiste de mi propiedad —dijo—. ¡Chitón —se llevó el índice a los labios—, que viene el «poli»!
Giles entraba en aquel momento con el agente Trotter. Este último se había librado de los esquíes y sacudido la nieve, y llevaba en la mano una gran libreta y un lápiz.