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—Molly —dijo Giles—, el sargento Trotter quiere hablar unos momentos con nosotros dos reservadamente.

Molly les siguió fuera de la estancia.

—Pasemos al gabinete —invitó Giles.

Fueron a la reducida habitación situada al fondo del vestíbulo que bautizaron con este nombre. El sargento Trotter cerró la puerta con sumo cuidado.

—¿Qué es lo que hemos hecho? —preguntó Molly, inquieta.

—¿Hecho? —El sargento Trotter la miró sonriente—. ¡Oh! —agregó—. No se trata de eso, señora. Lamento haber dado lugar a un malentendido. No, señora Davis, es algo distinto por completo. Es más bien un caso de protección de la Policía, no sé si me comprenden ustedes.

Como no le entendieron lo más mínimo, los dos le miraron interrogantes.

El sargento Trotter siguió hablando:

—Es con relación a la muerte de la señora Lyon. La señora Maureen Lyon, que fue asesinada en Londres hace dos días. Tal vez lo hayan leído ustedes en los periódicos.

—Sí —dijo Molly.

—Lo primero que quiero saber es si ustedes conocían a la señora Lyon.

—Jamás la había oído nombrar —dijo Giles, y Molly murmuró unas palabras para acompañarle en su negativa.

—Bien, ya me lo figuro. Pero a decir verdad, Lyon no era el verdadero nombre de la interfecta. La Policía tenía su ficha con las huellas dactilares, de modo que pudieron identificarla sin dificultad. Su verdadero nombre era Greeg; Maureen Greeg. Su fallecido esposo, John Greeg, fue un granjero residente en Longridge Farm, no muy lejos de aquí. Es posible que ustedes hayan oído hablar del caso Longridge Farm.

En la estancia reinaba el silencio más absoluto. Sólo se oía el golpe amortiguado de la nieve que resbalaba del tejado.

Trotter agregó:

—Tres niños evacuados se alojaron en casa de los Greeg en Longridge Farm en 1940. Uno de esos niños falleció a consecuencia de abandono y malos tratos. El caso armó mucho alboroto, y los Greeg fueron condenados a presidio. Greeg escapó cuando le llevaban a la cárcel, robó un automóvil y sufrió un accidente durante el intento de burlar a la policía. Murió en el acto. La señora Greeg cumplió su condena y fue puesta en libertad hará unos dos meses.

—Y ahora ha sido asesinada —dijo Giles—. ¿Quién suponen que la mató?

Pero el sargento Trotter no era partidario de las prisas.

—¿Recuerda el caso, señor? —quiso saber.

Giles negó con la cabeza.

—En 1940 yo era guardiamarina y servía en el Mediterráneo.

Trotter dirigió su mirada a Molly.

—Yo... yo recuerdo haber oído algo —dijo Molly bastante inquieta—. Pero, ¿por qué se dirige usted a nosotros? ¿Qué tenemos que ver con esto?

—Pues porque es posible que corran peligro, señora Davis.

—¿Peligro? —Giles estaba asombrado.

—Ocurre lo siguiente, señor. Cerca del lugar del crimen se recogió un librito de notas en el que había apuntadas dos direcciones. La primera: calle Culver, 74.

—¿Allí donde fue asesinada esa mujer? —dijo Molly.

—Sí, señora Davis. La otra dirección era: Monkswell Manor.

—¿Qué? —Molly exteriorizó su asombro—. Pero eso es extraordinario.

—Sí. Por eso el inspector Hogben consideró necesario averiguar si ustedes conocían la relación que pudiera existir entre ustedes, o esta casa, y el caso Longridge Farm.

—Ninguna..., absolutamente ninguna —repuso Giles—. Debe tratarse de una coincidencia.

—El inspector Hogben no lo considera así —dijo el sargento Trotter con amabilidad—; y hubiera venido él en persona de haberle sido posible. Debido al estado atmosférico, y por ser yo un esquiador experto, me ha enviado a mí para que averigüe todo lo referente a las personas que habitan esta casa, y que debo transmitir por teléfono, y para que tome las medidas que considere necesarias para la seguridad de todos.

Giles exclamó con acritud:

—¿Seguridad? Pero hombre, ¿es que cree que van a asesinar a alguien aquí?

—No quisiera asustar a su esposa —dijo Trotter—, pero eso es precisamente lo que teme el inspector Hogben.

—¿Y qué razones pueden tener...?

Giles se interrumpió y Trotter precisó:

—Eso es lo que he venido a averiguar.

—Pero todo esto es una locura.

—Sí, señor. Y precisamente porque es una locura, resulta peligroso.

—Hay algo más que todavía no nos ha dicho, ¿verdad, sargento? —preguntó Molly.

—Sí, señora. En la parte superior de la hoja del librito de notas habían escrito: «Tres Ratones Ciegos», y prendido en las ropas del cadáver de la mujer asesinada se encontró un papel con las palabras: «Éste es el primero», un dibujo de los tres ratones y un pentagrama con la tonadilla infantil «Tres Ratones Ciegos».

Molly cantó por lo bajo:

Tres Ratones Ciegos,

¡Van tras la mujer del granjero!

Ved cómo corren.

les..

Se interrumpió.

—¡Oh, es horrible... horrible! Eran tres niños, ¿verdad?

—Sí, señora Davis. Un muchacho de quince años, una niña de catorce y el niño de doce, que murió...

—¿Qué fue de los otros dos?

—Creo que la niña fue adoptada, pero no hemos conseguido dar con su paradero. El muchacho tendrá ahora unos veintitrés años. Hemos perdido su rastro. Se dice que siempre fue un poco... raro. A los dieciocho años se alistó en el Ejército, para desertar más tarde. Desde entonces no se ha sabido de él. El psiquiatra del Ejército dice que, desde luego, no es normal.

—¿Y usted cree que haya sido él quien asesinó a la señora Lyon? —preguntó Giles—. ¿Y que es un maniático homicida que puede venir aquí por alguna razón desconocida?

—Supongo que debe haber alguna relación entre alguno de los que viven aquí y el caso de Longridge Farm. Una vez hayamos establecido esta relación, podremos prevenirnos. Usted declara que no tiene nada que ver con ese caso, ¿verdad? Y usted lo mismo, ¿eh, señora Davis?

—Yo... oh, sí..., sí...

—¿Quieren decirme exactamente quiénes habitan en esta casa?

Le dieron los nombres. La señora Boyle, el mayor Metcalf. Cristóbal Wren... Y el señor Paravicini. El sargento los fue anotando en su libreta.

—¿Criados?

—No tenemos criados —repuso Molly—. Y eso me recuerda que debo subir a pelar patatas.

Y salió de la habitación a toda prisa,

Trotter miró a Giles.

—¿Qué sabe usted de esas personas?

—Yo... nosotros... —Giles hizo una pausa antes de agregar con calma—: La verdad es que no sabemos nada de ellos, sargento. La señora Boyle escribió desde su hotel de Bournemouth. El mayor Metcalf desde Leamington. Míster Wren desde un hotel particular de South Kessington. El señor Paravicini surgió de la nada... o mejor dicho, de entre la nieve... Su automóvil había volcado a causa de la ventisca, cerca de aquí. No obstante, supongo que tendrá tarjetas de identidad, cartilla de racionamiento o alguno de esos papeles.

—Ya lo averiguaremos, desde luego.

—En cierto modo es una suerte que haga tan mal tiempo —dijo Giles—. Así el asesino no podrá llegar hasta aquí, ¿no le parece?

—Tal vez no le sea necesario venir, señor Davis.

—¿Qué quiere decir? —repitió.

El sargento Trotter vaciló unos instantes y luego dijo:

—Tenemos que considerar que es posible que ya esté aquí.

Giles le miró sorprendido.

—¿Qué quiere decir? —repitió.

—La señora Greeg fue asesinada hace dos días. Y todos sus huéspedes han llegado aquí después, ¿verdad, señor Davis?

—Sí, pero habían reservado habitación... algún tiempo antes... todos, excepto Paravicini.

El sargento Trotter suspiró. Su voz denotaba cansancio.

—Estos crímenes fueron planeados de antemano.

—¿Crímenes? ¡Pero si sólo se ha cometido uno! ¿Por qué está tan seguro de que haya de haber otro?