Estas gestiones, por lo que luego nos daba a entender con medias palabras y largos silencios cargados de pesadumbre, consistían en personarse en el obispado de Barcelona y preguntar si había llegado de su país alguna noticia relacionada con él o, de lo contrario, si la jerarquía eclesiástica había tomado alguna decisión sobre su presente y su futuro. Allí, en la penumbra de aquellas sigilosas antesalas, se producía el primero de una serie de malentendidos; monseñor Putucás, según alguien le contó confidencialmente al tío Agustín y a través de éste y de la tía Conchita llegó a nuestros oídos, era confuso de expresión y pobre de palabra, pero directo en la exposición de sus demandas, con lo que los intermediarios, cuidadosamente seleccionados por su habilidad para averiguar lo oculto, deducir lo silenciado e insinuar lo nunca dicho, se alarmaban ante aquel incomprensible abandono de las sutilezas de la diplomacia, en el que creían vislumbrar una intención oculta que escapaba a su entendimiento y que había que contrarrestar redoblando los subterfugios y las argucias. El obispo, que no entendía nada, unas veces salía de la entrevista convencido de que todo estaba claro y a punto de resolverse y otras veces salía convencido de que nada podía esperar de aquella turbia instancia, sin saber a qué atribuir aquel vuelco. En definitiva, el asunto no pasaba del primer peldaño funcionarial, donde todo se remansaba, pues precisamente su función era impedir que los órganos decisorios se vieran en la comprometida tesitura de tener que dar o quitar la razón a una de las partes o, en el peor de los casos, a tomar alguna medida de tipo práctico.
Por otra parte, el obispo Putucás carecía de toda capacidad de persuasión: hablaba muy despacio, en voz baja y monótona, y repetía cada frase dos o tres veces con ligeras variantes; luego, tras una larga pausa, volvía a repetir la misma frase, como si él fuera el primero en no prestar atención a su errático discurso. Esto cuando estaba locuaz, porque se notaba mucho que por su gusto habría permanecido siempre callado y que sólo hablaba con esfuerzo para no parecer huraño o altivo. Su estado natural era el mutismo, pero no el mutismo de quien observa, reflexiona y sigue el curso de sus propios pensamientos, sino un mutismo aletargado, como si su cerebro hubiera dejado de funcionar y su actividad intelectual hubiera entrado en un estado de suspensión que podía prolongar indefinidamente.
Con el obispo en estado vegetativo y mi padre amodorrado de resultas de su sobriedad, las cenas y las sobremesas se eternizaban a pesar de los esfuerzos de mi madre. La pobre debía de pensar que la presencia de aquel individuo exótico podría resultarme instructiva o al menos estimulante y compensar un poco la falta de incentivos de un ambiente familiar al que mi padre por su condición y ella por sus carencias podían aportar un magro acervo. Llevada de este buen deseo y viendo que de los labios del obispo no iba a salir ninguna máxima moral ni ningún pensamiento elevado, le hacía preguntas sobre su país y las gentes que integraban su feligresía, en el convencimiento de que la relación de otras formas de vida y otras costumbres, que ella imaginaba llenas de colorido, de música, de misterio y de aventura, ensanchaban mi horizonte mental. Pero estos esfuerzos chocaban con la tenaz ineptitud de su interlocutor. Los indios de su región, a cuya etnia pertenecía y entre los que se había criado, no tenían a sus ojos nada extraño ni nada digno de ser contado; éramos nosotros los que le parecíamos exóticos, aunque tampoco por nuestro modo de vivir y de ver el mundo sentía el menor interés.
Al cabo de pocos días mi madre se desanimó y dejó de preguntar nada. Las cenas discurrían en silencio, hasta que el obispo, sin que viniera a cuento, tomaba la palabra y empezaba a contar algo que no parecía tener principio ni final, ni gracia ni sentido, y que se desparramaba como un gas inerte y soporífero por el comedor.
Mientras tanto el verano se nos había echado encima, los días se alargaban, el calor se hacía sentir, la humedad invadía todos los rincones, de día y de noche, y las personas se volvían remolonas, malhumoradas y sudorosas. El obispo no parecía molesto con aquel calor pegajoso que, según dijo, era el que imperaba en su tierra todo el año a todas horas. Pero con las sotanas que tenía no podía ir por el mundo. Todos lo veíamos y nadie se atrevía a tomar ninguna iniciativa al respecto, hasta que Manifiesta, siempre expeditiva, le dijo a mi madre que en casa de la tía Conchita había un saco de ropa usada con destino a la beneficencia, y en el saco, prendas de mi tía, de su marido y de sus hijos; buscando bien seguramente encontraría algo que le viniera al señor obispo, dijo Manifiesta, porque el tío Agustín era de complexión rolliza, como la del señor obispo, aunque de estatura más elevada, lo cual tenía fácil arreglo. La duda era si el señor obispo se avendría a llevar ropa de paisano. Mi madre se encargó de plantearle la cuestión, a la que el señor obispo, después de muchas vacilaciones, falsos inicios y murmullos inteligibles, respondió que no tenía el menor inconveniente en renunciar a su vestidura talar, tanto en casa como en la calle, toda vez que en su país los sacerdotes no llevaban sotana sino en contadas ocasiones, cuando habían de ejercer las funciones propias de su condición, pero no en la vida diaria, en parte por las condiciones físicas del lugar, cálido y selvático, y en parte porque tal era la costumbre. En un alarde de locuacidad raro en él, añadió que en algunos países de la región, colindantes con el suyo, estaba prohibido el uso de la sotana fuera de las iglesias y otros recintos consagrados al culto, ya que sólo podían llevar uniforme los militares, los policías y los bomberos. El Estado era laico y consideraba las asociaciones religiosas, inclusive la Iglesia católica, como meras asociaciones recreativas. Este escándalo no se daba en su propio país, pero la costumbre de vestir los curas de paisano se había impuesto como por contagio. De todos modos, dijo por último, el calor no le afectaba tanto como a nosotros, porque los indígenas, a diferencia de los blancos, de los negros y sobre todo de los mestizos. traspiran poco y si transpiran no huelen mal aunque no se laven. Era un don que les había concedido Dios. Ni siquiera los muertos olían mal, porque los cadáveres de los indios, si los dejaban al aire libre, o bien se pulverizaban o bien se momificaban, sin pasar por una fase de putrefacción. Esta información, una de las escasísimas que nos dio acerca de su país y su gente, a mi madre le pareció desagradable, morbosa y descortés y a mí me defraudó bastante: yo esperaba aprender de los indios algo que confirmara lo que había leído y visto en el cine. Que sabían seguir rastros con gran habilidad, que hacían señales de humo o que eran consumados caballistas.
Mientras yo digería mi decepción, mi madre y Manifiesta se pusieron manos a la obra y en dos tardes dieron vuelta a los puños y los cuellos de tres camisas y le ajustaron dos americanas y dos pantalones, de lo que resultaron dos trajes de verano, uno beige y otro de rayadillo. Las dos mujeres eran muy trabajadoras y apañadas, pero no grandes modistas. Como además no consideraron decoroso tomar medidas al señor obispo, el resultado dejaba bastante que desear. Y si despojado de los ornamentos ceremoniales perdía buena parte de su dignidad, con la ropa de paisano que le habían adaptado el bueno de Fulgencio acabó de perderla totalmente. Ellas, que sólo estaban preocupadas por el resultado, lo encontraron la mar de bien, pero cuando aquella tarde entró mi padre en casa y se encontró con el señor obispo, lanzó una carcajada y se curó de golpe de la depresión. En cuanto al propio interesado, la transformación pareció quitarle un gran peso de encima, como si al perder la dignidad hubiera recuperado su auténtica personalidad. Este cambio se manifestó de inmediato en su conducta y, por reflejo, en la nuestra. Ya no trataba de componer una figura distinguida, se movía con más soltura, y aunque no dejó de ser un pelma, su manera de hablar se volvió menos engolada y más natural, lo cual, por otra parte, tuvo poco efecto sobre nosotros, que habíamos dejado de prestar atención a sus soliloquios, le interrumpíamos sin el menor reparo y nos reíamos en su cara si decía alguna simpleza. Nuestra nueva actitud hacia él no le molestó: tratado como se merecía, se sintió integrado en la familia, como un pariente engorroso pero inofensivo, y se unía a nuestras risas de buena gana. También empezó a ayudar en las tareas del hogar, primero con torpeza y luego, siguiendo las enseñanzas de mi madre y de Manifiesta, que lo reprendían sin miramientos cuando hacía algo mal, con bastante eficiencia. Empezó haciéndose la cama por la mañana y al cabo de poco, por iniciativa propia, hacía también la cama de mis padres y la mía. Quitaba el polvo y barría, pero el recuerdo no del todo disipado de su condición episcopal hizo que no le dejaran fregar los suelos. Aprendió a usar la lavadora eléctrica que mi padre había comprado a plazos y tendía la ropa una vez acabado el programa de lavado; en cambió no aprendió a planchar. Tampoco cocinaba, pero acompañaba a mi madre a la compra y cargaba el pesado capazo; más tarde, cuando ya conocía las tiendas y los puestos del mercado y allí lo conocían a él, hacía de vez en cuando la compra si mi madre tenía trabajo o estaba cansada. De resultas de todo aquello dejó de venir a casa Manifiesta, porque a nosotros ya no nos hacía falta, y la tía Conchita fruncía el ceño cada mañana cuando la veía salir de la casa donde se la retribuía para ir a trabajar a otra sin más razón que un leve compromiso prescrito hacía tiempo y olvidado de todos. Su ausencia no se hizo notar, gracias a la actividad desplegada por Fulgencio. Mis padres le trataban de usted y yo le tuteaba y nos parecía mentira habernos dirigido a él alguna vez con el tratamiento de ilustrísima o de monseñor. Ahora era frecuente oír a mi madre gritar desde la cocina: ¡Fulgencio, vaya al colmado antes de que cierren, que se está acabando el aceite!, y ver al obispo salir corriendo con el capazo para regresar poco después, sofocado por la carrera y anhelante de recibir el beneplácito de mi madre por la celeridad y exactitud con que había cumplido el encargo. Pero cuando más útil resultaba era los sábados por la mañana, día que mi madre, como era costumbre entonces, hacía limpieza a fondo de la casa. En estas ocasiones Fulgencio se encargaba de correr los muebles de un lado para otro, porque era muy fuerte y, a pesar de su aspecto abúlico, podía desplegar una gran energía en un momento determinado. Entonces sus facciones se contraían, mostraba la dentadura, emitía un gruñido profundo y quien no lo conociera habría podido sentir miedo de aquel individuo de aspecto montaraz.