Aparte de las compras, salía poco. Seguía yendo a misa todos los días pero a horas irregulares, siempre de incógnito y sin trabar conocimiento con el párroco ni con el coadjutor ni con los feligreses. Luego regresaba a casa y no volvía a salir, en parte por abulia y en parte porque todavía le intimidaba el tráfico y el gentío de la ciudad. A causa de este aislamiento, cuando yo volvía del colegio él llevaba ya muchas horas sumido en su habitual estupor y mi llegada le proporcionaba una gran alegría que a veces conseguía manifestar a través de su hieratismo. Era evidente que me había tomado cariño y probablemente mi compañía era lo único que le permitía mantener un contacto afectivo con el resto del género humano. Como no teníamos nada de qué hablar, una vez comentados los pequeños incidentes de la jornada, Fulgencio se ofreció a ayudarme a hacer los deberes. Al principio su ofrecimiento me colmó de esperanzas, porque daba por sentado, no obstante las incontestables pruebas en contrario, que un obispo debía ser una persona muy instruida y poco menos que infalible. Por culpa de este convencimiento saqué varios suspensos y fui severamente amonestado. Como se acercaban los exámenes de fin de curso, decidí prescindir de su asesoramiento, porque hasta yo me di cuenta de su ignorancia abismal en todas las materias. pero lo utilicé para que me tomara las lecciones y me ayudara a repasar cosas aprendidas de memoria y olvidadas de inmediato. Con su paciencia inagotable, cumplió este cometido a las mil maravillas y la preparación de los exámenes, siempre agobiante y aburrida, me resultó aquel curso más ligera y provechosa.
Al acabar el curso, y como no había suspendido ninguna asignatura, mis padres se mostraron satisfechos y me dieron una pequeña asignación que compensaba en parte la desgracia de no poder abandonar la ciudad para ir de veraneo como hacían las familias de nuestro medio social. A mí esta eventualidad no me importaba, en parte porque como nunca habíamos veraneado, no añoraba sus encantos, y en parte porque me gustaba estar en aquella Barcelona asfixiante, medio vacía, frondosa, con las calles ocupadas por hombres y mujeres de aspecto ordinario, vestidos de cualquier manera, que al anochecer sacaban a las aceras sillas de anea y tomaban el fresco hablando a gritos. Reinaba una atmósfera permisiva y sensual, impregnada de olor a puerto y a fritos caseros, que convertía los actos más triviales, como pasear, cantar o sorber una horchata, en algo licencioso. Yo aprovechaba esta época de holgazanería y mi exiguo capital para realizar algunos sueños infantiles: comprar tebeos, tomar helados y, sobre todo, ir al cine.
Aquel año Fulgencio se convirtió en mi compañero de correrías. Mis padres todavía no consideraban prudente que yo anduviera solo por las calles, lejos de casa, especialmente al anochecer, pero como a mi madre tampoco le seducía la idea de consagrar a mi entretenimiento su escaso tiempo libre, Fulgencio resultó ser la persona idónea para suplirla: para quienes lo conocíamos, poseía rectitud moral, discreción y lealtad, y para quienes no lo conocían, tenía una pinta de guardaespaldas que asustaba al más templado. Con él yo lo pasaba bien, porque compartíamos los mismos placeres: le gustaban con locura los helados y sentía una verdadera pasión por el cine, especialmente por el cine de aventuras. A diferencia de mi madre, que sentía en sus carnes la pérdida de tiempo y no lo disimulaba, Fulgencio asistía sin protestas e incluso con alborozo a un programa doble, o a ver dos veces seguidas la misma película, cosa posible en los cines de barrio de sesión continua, donde los espectadores entraban y salían cuando les daba la gana, sin preocuparse por el horario de las proyecciones y podían ver la segunda mitad de una película y más tarde la primera mitad como la cosa más normal. Lo que ocurría en la pantalla fasciaba de tal modo a Fulgencio que a menudo me abochornaba con sus intervenciones, reprobando o alabando en voz alta las acciones de los protagonistas, advirtiendo a los héroes de los peligros que les acechaban y aconsejando a las heroínas sobre cuál de sus pretendientes debían elegir y de cuál debían desconfiar. Luego, a la salida, comentábamos la película acaloradamente durante horas y no era raro que él me pidiera explicaciones sobre algún giro argumental que no había entendido bien, sobre todo en las películas de intriga o si en la narración se había producido alguna elipsis. Para un muchacho de mi edad era el compañero ideal, por su entusiasmo y porque nunca le oí una observación ajena a lo que había visto en la pantalla, un mundo cerrado y perfecto, sobre el que él no tenía jurisdicción moral. Ni censuraba los excesos ni usaba de ejemplo las proezas, y de las malas mujeres de melenas rubias embutidas en largos vestidos negros de satén, sólo parecía preocuparle el peinado. En su país, según me dijo un día, jamás había visto una película.
El primero de agosto nos separamos con pena.
La tía Conchita y el tío Agustín tenían una casa grande junto al mar en un pueblo del Maresme, donde los meses de agosto solían acogerme por una semana o dos. Como mis primos tenían mi edad, me incluían en su grupo. Entre los miembros de la colonia veraniega yo estaba fuera de lugar, pero la playa me gustaba mucho y la estancia en casa de la tía Conchita me resultaba cómoda: por allí pasaba mucha gente y los invitados podían prolongar su estancia tanto como les conviniera, con la máxima naturalidad, de modo que yo era uno más y no un pariente pobre acogido por lástima. Recuerdo que solía coincidir con un tal señor Pallarés, un registrador de la propiedad muy estirado, que ni siquiera en los días más rabiosos de la canícula se quitaba la americana y la corbata; con un pintor de avanzada edad y aspecto bohemio, a quien llamaban Pipo Gallo, que se pasaba el día pintando los paisajes más cursis y luego trataba de vender sus obras entre los veraneantes, sin demasiado éxito; y con una señora menuda, de pelo cano, apodada la Tonina, que había sido ama seca de mis primos, lo que le daba un derecho vitalicio a pasar con sus niños queridos unos días, probablemente los más felices del año para ella, aunque mis primos la toleraban con más docilidad que cariño y mi tía no le dirigía la palabra. Al tío Agustín apenas lo veíamos, porque cada dos por tres y sin mediar pretexto ordenaba al chófer que le llevara a Barcelona de donde regresaba al cabo de varias horas y se dejaba caer en un sillón de mimbre. a la sombra de los pinos, a reponerse de la fatiga del viaje, resoplando, bebiendo gaseosa y abanicándose con un paipay. También se presentaban de improviso y sin decir si pensaban quedarse mucho tiempo o poco, el tío Víctor y el tío Fran. El tío Víctor venia cumpliendo con sus obligaciones de hermano y cuñado, porque era evidente que no lo pasaba bien: le picaban todos los bichos, se arañaba con las zarzas y el cambio de aguas le producía tormentosos desarreglos intestinales. En cambio el tío Fran disfrutaba de lo lindo y se hacía el amo del pueblo con su sola presencia porque tenía un coche americano muy grande. plateado, con una capota metálica que podía ser desarmada y sustituida por otra plegable de lona negra, con lo que el coche se convertía en un vistoso desecapotable digno de Hollywood, en el que el tío Fran se paseaba arriba y abajo provocando la admiración y la envidia de los veraneantes y la perplejidad de la gente del pueblo. Como era atlético y nadaba muy bien, también llamaba la atención en la playa. En seguida adquiría un bronceado elegante, vestía de blanco, con zapatos de dos colores, fumaba en boquilla, contaba chistes picantes y piropeaba a las señoras. A los niños nos caía mal, porque nos trataba con una jocosidad afectada y displicente, no nos llevaba a pasear en su coche y aunque no paraba de fanfarronear y darse postín, no nos daba dinero ni nos invitaba a nada. Todas estas personas entraban y salían a su antojo, no guardaban horarios de comidas y hacían lo que les daba la gana. Sobre esta inofensiva y sosegada anarquía, la tía Conchita ejercía su sabio gobierno con no pocas dificultades, porque la enérgica y capaz Manifiesta se tomaba diez días de vacaciones precisamente a primeros de agosto, para no perderse las fiestas de su pueblo, y su lugar lo ocupaba un matrimonio local compuesto por un pescador retirado, llamado Joan el Llucet, hombre tosco y de mal vino, que cuidaba el jardín sin parar de blasfemar y de maldecir las plantas, los pájaros y todo cuanto tuviera vida, y la sufrida e ineficaz Cinteta, que cocinaba mal, limpiaba mal y rompía todo lo que tocaba. A mi tía, sin embargo, estos contratiempos no parecían preocuparle. obsesionada como estaba en no ponerse morena, como se habría puesto de no llevar vestidos cerrados y de manga larga y no cubrirse la cabeza desde la salida hasta la puesta del sol con un pañuelo estampado y un sombrero de paja de ala ancha. Por si estas precauciones no eran suficientes, varias veces al día se embadurnaba la cara con cremas protectoras. De este modo conseguía pasar tres meses en la playa sin perder su palidez macabra, a costa de muchas privaciones y de que, por alergia a las cremas u otras causas, le salieran unas manchas oscuras en la cara a las que ella no daba ninguna importancia. Pese a su carácter fuerte y una excentricidad limitada a su identidad social, la tía Conchita era bastante tratable. Yo la tenía por un ser formidable y me inspiraba un cierto temor, pero me tranquilizaba ver que ni su marido, ni sus hermanos, ni sus hijos, ni sus amigos, ni siquiera el servicio la tomaban en serio. Ella, a su vez, no se metía con nadie, y menos aún con sus hijos, porque en aquella época, tan represiva en muchos sentidos, los niños todavía no se habían convertido en objeto de análisis y en receptáculo de las proyecciones de los adultos, que se limitaban a fiscalizar la marcha de sus estudios y la estricta rectitud de su comportamiento, dejando el resto de su formación a los curas, a los amigos, a las putas o a quien se la quisiera dar.