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Los primeros días, mis vacaciones transcurrieron como en años anteriores: el cielo estaba limpio y el mar sereno y transparente; donde las olas rompían sin fuerza contra la arena se podían ver bancos de peces pequeños salir huyendo al paso de los bañistas. En la casa reinaba la agitación habitual, lo que me permitía pasar casi inadvertido de mis anfitriones y sus invitados. Más que otra cosa temía que mis tíos me hicieran alguna pregunta acerca de Fulgencio, o de monseñor Putucás, como ellos le seguían llamando, porque intuía que el relato de la realidad les habría parecido irreverente y, aún peor, que nuestra familiaridad con el huésped habría ridiculizado la solemnidad inicial desplegada por mis tíos en las jornadas memorables del Congreso Eucarístico, no muy lejanas, pero ya debidamente almacenadas en un rincón de la memoria colectiva. Esto, sin embargo, era una minucia, porque otro suceso de mayor trascendencia para mí estaba a punto de producirse.

Cuando sólo faltaban tres días para mi regreso a Barcelona, apareció en el grupo de mis primos una chica de mi edad, o quizá algo mayor, de la que me enamoré al instante. Se trataba, por supuesto, de una simple y efímera pasión infantil, pero para mí fue una experiencia demoledora, porque me hizo adquirir conciencia del abismo que mediaba entre los restantes miembros de la colonia veraniega y yo. Consciente de ser un intruso en aquel mundo, hice todo lo posible por ocultar mis sentimientos hasta el momento de abandonar el pueblo y no regresar jamás, pero en el último momento, como si mis actos no dependieran de mi voluntad y con el valor que da el amor a quien lo experimenta, fui a buscar a mi tía y le pedí permiso para prorrogar la estancia en su casa. Acostumbrada al caprichoso calendario de sus huéspedes, mi tía accedió sin preguntar la causa de aquel repentino interés. Dando por supuesta la conformidad de mis padres, se limitó a llamarles por teléfono y a decirles que no me fueran a buscar a la estación en la fecha prevista, sino cuando ella se lo indicara. Mi madre dio su conformidad con una rapidez y una gratitud que yo, que no sabía lo que estaba sucediendo en Barcelona, experimenté como una muestra de desapego materno y un motivo para ahondar la irremediable soledad en que me encontraba.

Estuve en la casa de veraneo de mis tíos hasta mediados de septiembre, cuando ellos mismos se disponían a regresar a la ciudad. A finales de agosto el cielo se cubrió de nubarrones y hubo fuertes tormentas que duraron varios días. El mar adquirió un aspecto negro y turbulento y se convirtió en un ser poderoso y terrible de cuyas profundidades podía surgir en cualquier momento un monstruo enorme y despiadado. Este clima se correspondía exactamente con mi estado de ánimo. El grupo, privado de la playa y de las diversiones al aire libre, se refugiaba en los amplios salones de las residencias veraniegas, donde las horas transcurrían lentamente charlando y escuchando discos o jugando a insípidos juegos de salón mientras la lluvia golpeaba los cristales. A veces las descargas eléctricas alcanzaban un transformador y se iba la electricidad durante varias horas. Entonces las reuniones continuaban a la luz de velas y quinqués, convertidas en lúgubres veladas. Durante todo este tiempo yo callaba y sufría. Procuraba colocarme al lado de mi amada para sentir su proximidad o enfrente para disfrutar de su contemplación; si la veía sonreír, lágrimas de felicidad acudían a mis ojos; si hablaba con otro, me consumían los celos; si se ausentaba, experimentaba un dolor físico insoportable. No recuerdo haber cruzado con ella una palabra.