El regreso a Barcelona fue para mí un motivo de gran tristeza y también de alivio. Al entrar en casa estaba tan ensimismado en mis propios sentimientos y en mi melancolía que no advertí la ausencia de Fulgencio. Había estado fuera casi seis semanas, vividas con mucha intensidad; al volver creí verlo todo como siempre había estado, y esto me hizo olvidar el singular paréntesis de la estancia de un obispo entre nosotros. Cuando al cabo de un par de días me di cuenta del cambio y pregunté a mi madre qué había ocurrido, ella me respondió con evasivas. Lo mismo hizo mi padre, pero de su talante alegre deduje que había vuelto a beber. Finalmente mi madre, una tarde, en la cocina, mientras la ayudaba a mover los granos crudos de arroz por el mármol en busca de piedrecitas que de no ser detectadas antes de la cocción podían romper las muelas de quien las mordiese, me refirió la historia, quizá porque notó que yo había dejado de ser un niño y que, por consiguiente, podía participar de un modo explícito en la vida familiar.
Lo ocurrido era sencillamente que mi padre, quizá liberado por mi ausencia y perdido desde hacía mucho el respeto por un obispo convertido en parásito servicial, había vuelto a beber. La bebida, como era habitual, había transformado en una persona jovial y sociable, y no había tardado en incluir a Fulgencio en sus correrías por unos baruchos del barrio donde le conocían, le dejaban tranquilo sabiéndolo inofensivo, y le fiaban los últimos días del mes. No sé si el señor obispo resistió la tentación, pero no había defensa contra el poder disuasorio de mi padre entonado y el pobre obispo estaba muy solo y, por educación o por falta de carácter, obedecía cualquier orden sin rechistar. El problema fue que mi padre controlaba bastante bien los efectos de la bebida sobre su conducta, en tanto que Fulgencio, tal vez por intolerancia congénita, tal vez por falta de costumbre y, en cualquier caso, por desesperación, se aferró a las virtudes curativas del alcohol para los males del alma y en un abrir y cerrar de ojos se convirtió en un borracho empedernido. Al principio, siguiendo el modelo de mi padre, era alegre y jaranero. Por desidia no había ido en todo el tiempo que llevaba en Barcelona a la peluquería, con lo que su cabellera lacia, espesa y negra le llegaba hasta los hombros, cosa insólita en aquellos años, y como la cabellera le molestaba, se anudó una cinta a la cabeza. Así ataviado y con su fisonomía, parecía un personaje de película del Oeste, lo que le granjeó una popularidad a la que no estaba acostumbrado. Le llamaban «gran jefe», «Cochise», «Jerónimo» y cosas por el estilo, y esto le hacía sentirse importante. A la tercera copa, sólo había que incitarle un poco para que se pintara la cara con salsa de tomate y ejecutara una danza guerrera en mitad del bar, cuando no encima de una mesa. Como en su estado mezclaba sin darse cuenta ademanes tribales con gestos litúrgicos y tan pronto fingía amenazar a los clientes con un hacha como les impartía la bendición, la fama de sus actuaciones saltó de los establecimientos donde las llevaba a cabo a la calle y acabó llegando a oídos del arzobispado. Al cabo de unos días un diácono se puso en contacto con él y le prohibió seguir comportándose como lo hacía. Dada la timidez natural del personaje, esta admonición habría surtido pleno efecto en condiciones normales, pero el enviado del arzobispo tuvo la mala idea de hacérsela en tono agrio y apremiante cuando Fulgencio salía ebrio de una tasca y se encaminaba a la siguiente. Mi padre, que iba con él, nos contó luego muy divertido que monseñor Putucás se enfrentó a su acusador y, haciendo gala de una elocuencia insólita y ante un público que advertido de lo que ocurría había salido del bar para presenciar el duelo, le dijo que cuando él se encontraba en una situación apurada, necesitado de ayuda material y de apoyo moral, el arzobispado le había vuelto la espalda como si fuera un perro (la expresión exacta, según mi padre, había sido «un perro indio», si bien mi padre tenía tendencia a embellecer las historias que contaba) y que en consecuencia ahora él no reconocía la autoridad del arzobispado, ni jerárquica ni moral; que los tiempos de la Inquisición habían pasado, por lo que la Iglesia no podía decir a ningún ciudadano lo que podía o no podía hacer ni en la calle ni en un bar ni en parte alguna; que tal vez su conducta no estaba a la altura de su dignidad, pero no infringía la ley, por lo que no tenía la menor intención de modificarla, y, por último, que aunque convertido en un perdulario y un borrachín, él seguía siendo un obispo, con derecho a participar en un sínodo e incluso en un concilio ecuménico y que su interlocutor era sólo un diácono de mierda que le debía respeto y obediencia. La concurrencia aplaudió y jaleó y al diácono sólo le cupo emprender una vergonzosa retirada. A los gritos de ¡viva el gran jefe!, intentaron subirlo a hombros, pero él atajó la broma con la autoridad repentinamente adquirida y sin decir nada se volvió a casa.
A partir de aquel breve encuentro con un representante de su perdida condición sacerdotal, el carácter de nuestro huésped cambió de nuevo y se volvió tan reservado como antes, pero también triste y esquivo. Ni siquiera el compadreo de mi padre conseguía arrancarlo de su mutismo y su retraimiento. Seguía frecuentando los bares, por lo general solo. Ya no participaba del ambiente risueño y bullicioso y si alguien se metía con él, aunque fuera en broma, podía recibir un trompazo. Como no pagaba porque no tenía dinero y hasta entonces había bebido a costa de mi padre que para desesperación de mi madre siempre fue muy liberal con sus compañeros de francachela, dejaron de servirle y esto acrecentó su agresividad. En un par de ocasiones intervino la policía y a la tercera acabó en la comisaria. Cuando el comisario o el juez de guardia comprobó que se trataba de un obispo, le dejó ir, advirtiéndole que si reincidía acabaría en la cárcel o sería expulsado del país y repatriado al suyo. Ambas perspectivas le aterraban, especialmente la segunda.
Mientras sucedían estas cosas, mi madre no decía nada, porque sabía que la culpa de todo ello recaía en buena parte sobre mi padre, pero se sentía desbordada por los acontecimientos. Con un alcohólico en casa ya tenía bastante y pensaba que cuando yo regresara del veraneo en casa de mis tíos la situación se haría insostenible. De modo que decidió hablar con el señor obispo aprovechando la ausencia de mi padre. Fulgencio acudió a la convocatoria con su característica impavidez, pero con un tic en los párpados que revelaba su nerviosismo. Antes de que mi madre, que había elaborado un pequeño discurso, tuviese ocasión de decir nada, el obispo se postró de rodillas en las baldosas del comedor y con voz trémula rogó a mi madre que le perdonase. Mi madre respondió que no se trataba de perdonar o de condenar: él era dueño de sus actos y ella no tenía potestad para juzgarle ni la menor intención de hacerlo (ni ganas, fueron sus palabras textuales, según ella misma me refirió años más tarde); sólo le había convocado, dijo, para exponer el problema desde el punto de vista de una esposa, una madre y, en última instancia, de una pobre mujer que había de cargar con los actos ajenos y sus consecuencias sin poder hacer nada para prevenirlos. Con su marido la situación era distinta, puesto que el sacramento del matrimonio conllevaba la obligación de soportar las flaquezas del cónyuge; pero no alcanzaba a ver qué obligación tenía ella de aguantar los desafueros de un extraño a quien había acogido en su casa temporalmente y a quien había tratado, sin necesidad ni beneficio alguno, como a un miembro más de la familia.
El obispo guardó silencio. Al cabo de un rato se levantó, se sacudió la pernera de los pantalones y se encerró en su habitación. A la mañana siguiente había desaparecido. Mi madre aseguraba no haber oído ningún ruido, como si finalmente Fulgencio hubiera querido demostrar una de las cualidades que yo tanto admiraba en los indios: el sigilo. Se había llevado la maleta con la ropa que mi madre y Manifiesta le habían arreglado y sus escasos enseres personales, pero había dejado las sotanas y el imponente ropaje episcopal, incluidos los guantes morados que yo intenté apropiarme, sin éxito. Envolvimos la vestimenta del obispo en una manta con una cantidad ingente de bolas de naftalina para protegerla de las polillas, y colocamos el fardo en la parte superior de un armario, a la espera de que su dueño volviera a reclamarlo, cosa que ninguno de nosotros, en su fuero interno, pensaba que sucediera.