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La desaparición de Fulgencio Putucás no devolvió la tranquilidad a mi madre. Yo acababa de entrar en una incómoda adolescencia y no dejaba de causar unos problemas que a mi padre, en su estado de permanente ausencia, le traían sin cuidado, pero que a ella la hacían sufrir muchísimo, porque, abandonada de su marido, no podía recurrir a nadie y no se sentía con el ascendiente necesario para reprimir mis locuras. A veces empezaba a reprenderme, pero en seguida se callaba, en parte por su congénito apocamiento, pero sobre todo porque temía que yo pudiera volverme contra ella, o marcharme de casa, y no podía soportar la idea de perder mi cariño, que era lo único que le quedaba. En estas circunstancias, tan poco propicias a la disciplina, yo iba de mal en peor: no estudiaba, no hacía los deberes, me enfrentaba a los profesores y con frecuencia hacía novillos. Lo único que en el fondo me interesaba y probablemente lo único que habría podido amansarme, era la compañía femenina y más aún la de una modosa novia de adolescencia, como las que tenían algunos de mis compañeros. Pero yo no me atrevía a acercarme a las chicas, y menos a las que me atraían. No tenía dinero ni creía tener ningún porvenir y, en consecuencia, no podía ofrecer nada material que compensara la mediocridad que yo atribuía a mi persona. Como mi fantasía novelera me impedía comprender que ellas sólo esperaban y deseaban el trato amistoso de un ser humano normal, y no los dispendios de un millonario ni las hazañas de un héroe, tomaba la natural timidez de las adolescentes por muestras de rechazo y adoptaba un actitud grosera y distante que tenía por objeto proteger mi susceptibilidad y ocultar mi exacerbado romanticismo, pero que en la práctica no hacía más que empeorar las cosas. Más por desesperación que por inclinación, empecé a frecuentar la compañía de golfos camorristas, y no sé cómo habría acabado si un hecho fortuito no me hubiera detenido al borde del precipicio.

Una noche salí de casa con la improbable excusa de ir a estudiar a la de un amigo y fui a reunirme con mi pandilla. Anduvimos de bares y bebí más de la cuenta. Al principio me encontré muy bien: todo me parecía divertido, me volví ingenioso y me reí mucho. Luego me encontré mal, vomité en la calle y regresé a casa dando tumbos. A la mañana siguiente me dolía la cabeza y sentía náuseas. Pero no fueron los efectos negativos de la borrachera lo que me asustó; sabía que era sólo un principiante, que mi organismo se acostumbraría pronto al alcohol y que yo aprendería a dosificar la cantidad de bebida adecuada a mi tolerancia. Lo que me asustó realmente fue el recuerdo de la euforia experimentada bajo el influjo de la bebida, la evidencia de que aquélla era una posible solución a todas mis inquietudes, y la certeza de que, si seguía avanzando por aquel camino, acabaría como mi padre. Esta perspectiva abrió un abismo ante mis ojos y por primera vez comprendí hasta qué punto bajo una capa de afecto y compasión, despreciaba a mi padre. Decidí no ser nunca como él. En un giro repentino cuya causa nunca confesé, por lo que a los demás debió de parecerles un milagro, reemprendí mis estudios con seriedad y me reconcilié con la disciplina del colegio en la medida en que, a pesar de la pobreza de la enseñanza y del tedio inherente al sistema, aquélla me parecía la única forma de salir adelante en la vida. No pasó mucho tiempo antes de que los hechos confirmaran lo acertado de mi decisión.

Mi padre siempre había bebido sin que eso le afectara la salud ni el carácter, pero llegado a un límite, el alcohol le presentó todas las facturas acumuladas a lo largo de los años. Una tarde, al volver del colegio, encontré a mi madre sentada en el recibidor de casa, muy asustada. Dos horas antes habían llamado de la RENFE para decir que mi padre había sufrido lo que calificaron de ataque de nervios. Cuando sus compañeros lograron reducirlo, un médico de urgencias le administró un sedante y ahora estaba tranquilo, pero era preciso que algún familiar se hiciera cargo de él a la mayor brevedad, porque no sabían cuánto rato duraría el efecto de los calmantes ni el paciente estaba en condiciones de volver a casa por sus propios medios. Mi madre se quedó anonadada, no tanto por la noticia, que llevaba esperando desde hacía años, sino porque sabía la clase de tormento que se nos venía encima. No se le ocurrió pedir ayuda a nadie, tal vez porque temía que nadie se la pudiera prestar, y se había sentado en el recibidor a esperar mi regreso. Fuimos juntos al Apeadero del Paseo de Gracia y trajimos a mi padre a casa en taxi. Parecía un pelele.

Durante varios meses vivimos una pesadilla constante. Mi padre no podía ni quería ingerir alimentos sólidos; pasaba de un estado de postración rayano en la catatonia a una excitación incontenible; por las noches no podía dormir y cuando finalmente se dormía era presa de terribles pesadillas que le hacían aullar y había que correr a despertarle; sentía una insoportable comezón por todo el cuerpo, pinchazos en las extremidades, jaquecas y mareos, oía voces y, en la fase final, sufría de alucinaciones. Pasaba sin transición de un infantilismo baboso a una furia feroz. En este último estado, nos insultaba, nos amenazaba y nos pegaba. Por suerte estaba tan débil que no era difícil escapar a sus agresiones, y si de vez en cuando nos alcanzaba un manotazo, era muy flojo, La tía Conchita venía casi todos los días a visitar a su hermano, sin que su presencia produjera ningún beneficio y sin que este resultado adverso la disuadiera de seguir viniendo. Transcurridos unos meses, la tía Conchita, mi madre y yo hicimos balance de la situación y optamos, siguiendo los consejos de mi tía, por internar a mi padre en una institución de beneficencia, donde todo estaba dispuesto para acogerlo gracias, una vez más, a la influencia del tío Agustín. La residencia era una especie de hospital mental para casos leves, situado en las afueras de Barcelona y regentado por unas monjas risueñas pero de un rigor implacable, que dispensaban a los enfermos los cuidados propios de cada caso, lo que en definitiva se reducía a mantenerlos sedados y, cuando esto fallaba, a encerrarlos en una habitación acolchada hasta que remitía la intensidad del arrebato, Por más que indagué, no saqué la impresión de que los enfermos recibieran malos tratos.

No hubo que consultar a muchos médicos para obtener un diagnóstico unánime y un pronóstico poco esperanzador, aunque nunca tuve claro el nombre ni la etiología de la enfermedad. Supongo que era una mezcla de varias cosas. Por fortuna, mi padre recibió la baja permanente de la RENFE y percibió la pensión correspondiente en estos casos. Era algo inferior a su sueldo en activo, pero como el internamiento era enteramente gratuito y comprendía la manutención del enfermo, sin su presencia en casa, y sobre todo sin sus eufóricos derroches, nuestra situación económica, en vez de empeorar, mejoró bastante. Sospecho que de cuando en cuando la tía Conchita pasaba a escondidas pequeñas cantidades a mi madre para atender a los imprevistos y para que a mi padre no le faltara dinero de bolsillo con que satisfacer algunos caprichos. En el colegio se comportaron con fría discreción y nos dijeron que, si sacaba buenas notas y no volvía a las andadas, me podrían conceder una beca el curso siguiente. No volví a las andadas, pero como no saqué buenas notas, la beca prometida nunca se materializó.

No hace falta decir que aquella temporada fue muy triste para mí. Las chicas no dejaron de interesarme, pero ahora las veía como algo definitivamente inalcanzable. Si alguna trató de acercarse a mí, la rechacé por temor a que sólo le atrajera la curiosidad o una piedad malsanas. Al margen de esta estúpida misoginia, creo que maduré de golpe.