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En la primavera de aquel año, mi madre recibió una llamada telefónica que le produjo mucho desconcierto y bastante regocijo. Una señora pedía referencias de un tal Fulgencio Putucás, que aspiraba a un empleo de criado en su casa y daba nuestro nombre y nuestro teléfono para que pudiera recabar información sobre su honradez, su formalidad y su eficiencia. Cuando salió de su asombro, mi madre se deshizo en elogios de Fulgencio, sin revelar la naturaleza de nuestra relación y sin mencionar su condición episcopal. Aquella noche, mientras cenábamos mano a mano en la cocina, me refirió lo ocurrido muerta de risa. Yo expresé mi más rotunda desaprobación. De Fulgencio Putucás no sabíamos nada, salvo que era negligente, tonto y borrachín; al hacerse garante de su competencia y, sobre todo, de su probidad, mi madre había incurrido en una grave responsabilidad. Al oír esta diatriba, la pobre se asustó mucho.

– ¿Qué otra cosa podía hacer?, dijo a modo de disculpa. Yo sólo dije lo que pude ver mientras él estuvo en casa, y estoy convencida de que es más bueno que el pan, incapaz de hacer nada malo a sabiendas. Por supuesto, tiene sus flaquezas, pero ¿con qué derecho podemos juzgarlo nosotros, que lo empujamos al vicio?

No quise discutir con ella: mi madre había asumido las culpas de mi padre como algo propio. En vez de lamentar la conducta inadmisible de su marido, creía ser ella la que había incumplido sus obligaciones conyugales al permitir que una persona con quien compartía la vida hubiera acabado de aquel modo tan lamentable. Esta idea la perseguía y le causaba unos sufrimientos incesantes contra los que de nada valía cualquier argumentación en sentido contrario. Además, yo también quería proteger al infeliz Fulgencio, al que recordaba con cariño hacia su persona y con nostalgia hacia una etapa de mi vida que en buena medida él había protagonizado y que yo veía ahora como el final de mi infancia.

– Además, añadió en un tono que quería ser tajante pero sólo era exculpatorio, encuentro admirable que ese pobre hombre busque un trabajo honrado para ganarse la vida sin depender de la caridad ajena. Y doblemente admirable si es un trabajo humilde.

De este modo dimos por zanjada la cuestión y no volvimos a mencionar el hecho, aunque de cuando en cuando tanto mi madre como yo lo recordábamos con un deje de inquietud. Pero como pasaron los meses y no recibimos ninguna llamada de aquella señora ni de la policía ni de nadie, acabamos por olvidar una vez más al señor obispo de Quahuicha.

Nuestra vida había adquirido una nueva rutina muy parecida a la anterior. Los domingos íbamos a ver a mi padre al sanatorio. Unas veces nos recibía con muestras de afecto, no vehementes, pero sin duda sinceras, y conversábamos con aparente naturalidad. Otras veces se negaba a vernos o nos recibía de un modo arisco y al cabo de muy poco nos pedía que le dejáramos en paz. Cuando pasaba esto nos íbamos muy abatidos, pero cuando podíamos tener un encuentro normal, también salíamos con el ánimo encogido: en sus mejores momentos mi padre parecía agotado, distraído y atemorizado. No mostraba interés por nada, ni siquiera por la situación familiar o por la marcha de mis estudios. Tampoco se quejaba, ni del régimen interno del establecimiento ni de sus cuidadoras ni de sus compañeros de encierro.

Algunas veces, más por sentido del deber que por deseo, yo iba a verle por mi cuenta, a la salida del colegio. Era un sacrificio desproporcionado, porque para llegar al sanatorio tenía que tomar un metro y luego un autobús que pasaba cuando quería, con lo que en más de una ocasión al llegar a mi destino el centro ya había cerrado la puerta a las visitas. Y aunque la combinación de metro y autobús fuera favorable, apenas si llegaba con un cuarto de hora o veinte minutos para ver a mi padre; pero este breve intervalo era suficiente para mí y también para él, que no daba muestras de celebrar ni de agradecer mi presencia. Con todo, yo persistía, porque pensaba que a los dos nos habla de hacer bien mantener un contacto personal frecuente.

En estas visitas improvisadas, solía encontrarme con el tío Víctor, el presunto agente secreto de la KGB. Como mis visitas eran muy irregulares y a él lo encontraba muy a menudo, llegué a la conclusión que nuestros encuentros no eran casuales, sino que el tío Víctor iba a ver a su hermano casi a diario. Nada se lo impedía, porque vivía solo y su trabajo en la filatelia concluía a las dos de la tarde. Lo sorprendente era su constancia y la devoción que estas visitas ponían de manifiesto, sobre todo porque, con anterioridad, los dos hermanos, al menos en mi recuerdo, se veían poco y siempre con motivo de reuniones familiares, de lo que yo, y todos, habíamos deducido que no congeniaban, cosa por otra parte natural, porque tenían caracteres opuestos y formas de vida antitéticas. Bien es verdad que mi padre, cumplidor con los ritos familiares pero siempre distante en su actitud, nunca había participado en el escarnio de que era objeto permanente el tío Víctor por su cortedad y su bonachonería y es posible que ahora él correspondiera con su solidaridad al respeto de mi padre. Sea como fuere, su compañía parecía endulzar las largas horas de encierro del enfermo, al cual, según me dijo el propio tío Víctor, ponía al corriente de todas las novedades del mundo exterior con la amplitud de miras de quien todo lo absorbe sin distinguir entre lo importante y lo baladí. Como la mayoría de los tontos desocupados de Barcelona, el tío Víctor pasaba buena parte de su tiempo libre en la calle, aprovechando el clima benigno y la animación constante que caracterizan esta ciudad. Sentía una verdadera pasión por las obras públicas, y como las obras públicas menudeaban y se eternizaban, nunca le faltaba espectáculo ni tema de conversación. Era muy aficionado a los toros, al fútbol y a la ópera, aunque nunca iba a una corrida, ni a un partido, ni había puesto los pies en el Liceo, por escasez de medios y falta de iniciativa, pero suplía la asistencia personal con la radio, escuchando puntualmente las retransmisiones y las crónicas taurinas de Julio Gallego Alonso, cuyo estilo pomposo le producía una admiración sin límites. Durante su tranquila y solitaria jornada laboral leía varios periódicos con avidez, estaba al día de cuanto ocurría cerca y lejos y tenía respecto de todo una opinión hecha de sentido común y no pocas contradicciones. De este acervo brotaba una fuente inagotable de datos y comentarios que, contra todo pronóstico, entretenía más a mi padre que cuanto yo pudiera contarle acerca de mí. Esto no me molestaba, sino al contrario: me alegraba ver a mi padre distraído y conectado con el mundo, aunque fuera por medio de un hilo tan endeble.

Al salir del sanatorio, el tío Víctor y yo emprendíamos un melancólico camino de regreso hasta la parada del autobús, y luego hacíamos juntos buena parte del trayecto, por lo general solos en el autobús, porque aquella parada sólo recogía a los visitantes del sanatorio, que en días laborables éramos nosotros dos y nadie más, y las paradas siguientes se adentraban en unos parajes despoblados, cubiertos de jaras, rastrojos y desechos, los mismos parajes donde más tarde se habían de levantar barrios residenciales muy densamente poblados. Pero entonces la circulación rodada en aquella hora era nula, y como hasta bien entrada la primavera teníamos que esperar el autobús de noche, sin más alumbrado que una bombilla con pantalla de porcelana en lo alto de un poste de madera, la compañía mutua nos resultaba reconfortante. Mi tío, no obstante hablar de todos los temas existentes, era un buen oyente, porque el perímetro de su curiosidad era inabarcable y, a diferencia de la mayoría de los tontos, se sabía ignorante y limitado, era humilde y escuchaba con atención y a menudo con pasmo. Yo por aquel entonces leía mucho y tenía grandes inquietudes intelectuales, por lo que nuestro diálogo era animado y para mí, que carecía de una figura paterna a la que demostrar mis logros, una válvula de escape que los prejuicios que mi familia me había inculcado acerca de la escasa valía de mi tío me impedía apreciar. Más tarde, recordando aquellas esperas en la parada desierta, sin más compañía que el ruido del viento en el yermo, y aquellos trayectos a través de los baldíos, he pensado que tal vez el tío Víctor no iba todas las tardes al sanatorio a ver a su hermano, sino a verme a mí, y a proporcionarme el apoyo del que me sabía tan necesitado con los únicos medios de que disponía, es decir, su persona, su tiempo y su cariño.