En cambio la tía Conchita no fue a ver a mi padre ni una sola vez. Decía que la visión de aquel lugar y de los desgraciados acogidos en el centro era demasiado para su sensibilidad. Para compensar su ausencia, todas las semanas enviaba a la Leres con un paquete para mi padre, en el que había embutidos, galletas, chocolate y cigarrillos. Seguramente a mi padre estos envíos le proporcionaban más alegría que la visita de su hermana, cargada de envaramiento, lágrimas contenidas y desesperación mal disimulada, no porque él disfrutara de los regalos, sino porque los repartía entre los demás asilados, con lo cual se granjeaba su gratitud, limaba las asperezas propias de la convivencia entre personas desequilibradas y, por un momento y a pequeña escala, se sentía rumboso, como en los viejos tiempos, y compensaba un poco el sufrimiento de quien necesita mucho y no puede dar nada. Mi otro tío, Fran, se desentendió de su hermano desde el principio y ni siquiera mostró un interés indirecto por el enfermo, al que ya daba por muerto.
Después de tenerlo encerrado un año, los médicos y las monjas, de común acuerdo, decidieron que mi padre estaba curado de su dipsomanía, que su estado de ánimo era estable y que podía volver a casa, aunque no volver a trabajar. Estimaban, seguramente con razón, que si algo podía hacerle bien era abandonar el encierro, vivir en familia y reanudar paulatinamente el contacto con la sociedad. En este aspecto, Barcelona era un lugar idóneo, porque en aquellos años las calles eran seguras a todas horas y las personas, en su gran mayoría, eran bondadosas, educadas y serviciales.
Cuando nos dieron la noticia del regreso, mi madre se alegró al principio, pero luego su alegría se vio contrapesada por un sombrío presentimiento, que a mí no me costó adivinar, porque yo pensaba lo mismo, es decir, que tarde o temprano mi padre volvería a beber y esta vez con consecuencias fatales. Pero contra el futuro no podíamos hacer nada, salvo estar atentos y confiar en la suerte.
Al principio mi padre estaba incómodo en una casa de la que había salido de un modo tan ignominioso y donde todo, y en especial la evidente escasez, le recordaba su fracaso como marido y como padre. Con nosotros se mostraba tímido y huidizo y se negaba rotundamente a salir a la calle. También se mostraba remiso a comer, por más que mi madre le preparaba sus platos favoritos, porque había adelgazado mucho y ella creía que recuperando peso recobraría las energías perdidas y las ganas de vivir. Al menos en este terreno acabó triunfando a base de persistencia y de firmeza, porque los alimentos que mi padre rechazaba, mi madre los echaba ostensiblemente al cubo de la basura sin hacer ningún comentario, con lo que consiguió crearle un cargo de conciencia, y acabó comiéndoselo todo, primero con evidente esfuerzo y más tarde con visible apetito. Esto le hizo efectivamente recobrar fuerzas, pero no ánimos. No había forma de vencer su ostracismo. Finalmente, una tarde limpia y tibia del mes de mayo, se presentó en casa el tío Víctor y obligó a su hermano a dar una vuelta a la manzana en su compañía con la firmeza de quien no está dispuesto a escuchar ni entender ningún razonamiento. Al día siguiente volvió y también al otro, y como mi padre nunca opuso resistencia, la costumbre del paseo vespertino se convirtió en una costumbre inamovible. El tío Víctor venía siempre a la misma hora, salvo cuando hacía mal tiempo o cuando algo se lo impedía. Entonces mi padre se ponía nervioso y decía que la casa se le caía encima, pero se negaba a salir acompañado de otra persona que no fuera su hermano el tonto.
Con el paso del tiempo nos fuimos acostumbrando a este nuevo género de vida. La tía Conchita y el tío Agustín hicieron un viaje al extranjero y trajeron un tocadiscos en forma de maleta con unos discos que giraban a 33 revoluciones en vez de hacerlo a 78, como los discos normales. La tía Conchita aseguraba que los microsurcos, como se llamaban, no sólo estaban llamados a desterrar para siempre a los discos de pizarra, sino que aquél era el mejor invento del siglo XX. En esta adquisición y en el juicio perentorio de que venía acompañada no intervenían, por una vez, ni el esnobismo ni la presunción, porque la familia de mi padre era muy aficionada a la música. Y desde un punto de visto objetivo, ahora que ya se puede hacer balance del siglo XX, no me parece erróneo afirmar que el microsurco no fue el mayor invento, pero sí el que más horas de placer ha proporcionado al género humano. Menciono este hecho trivial porque tuvo un efecto muy beneficioso sobre nuestro pequeño núcleo familiar, ya que la tía Conchita, en uno de sus gestos de generosidad, le regaló a mi padre su vieja gramola y varias cajas llenas de discos. A partir de aquel momento mi padre vivió sólo para la música. Se encerraba en el comedor, que hacía las veces de sala de estar, y ponía sus discos una y otra vez. A la hora de comer nos permitía entrar y usar aquella pieza de la casa, pero acabada la comida se volvía a encerrar hasta que venía a buscarle el tío Víctor para dar su paseo vespertino. Con el egoísmo de los enfermos crónicos, había invertido la situación, convirtiéndonos a mi madre y a mí en dos intrusos cuya presencia toleraba con infinita paciencia, y mi madre y yo, como también suele ocurrir en estos casos, consentíamos esta tergiversación de la realidad para mantener la calma.
Yo, naturalmente, pasaba la mayor parte de mi tiempo fuera de casa, donde la atmósfera no era trágica, pero sí claustrofóbica. Recorría las calles de la ciudad, exploraba barrios donde antes nunca había puesto el pie, iba al cine si tenía dinero y, si no, me encerraba a leer en la Biblioteca Central.
De aquel verano ha quedado en mi memoria, por las razones que diré, una anécdota pintoresca: la exhibición de una ballena llamada, por falta de imaginación, Moby Dick. No recuerdo exactamente si era un cachalote o una ballena azul, pero en todo caso era el cadáver de un animal enorme, traído de Dios sabe dónde, y conservado en formol o por algún otro procedimiento químico que retardaba aunque no detenía la putrefacción. Para su exhibición se había levantado en la explanada del puerto una carpa de las dimensiones adecuadas a semejante fenómeno de la naturaleza. Yo no quería perderme el espectáculo y una tarde bajé por la Rambla y Llegué frente a la carpa. Desde lejos se percibía un olor penetrante a pescado muerto. Quizá debido a la hora, no había cola; compré la entrada y entré. Dentro reinaban la penumbra, el calor y un tufo agobiante, mezcla de compuestos químicos y descomposición orgánica. A la visión angustiosa de un animal muerto se unía en este caso la dimensión inverosímil de aquella mole. Yo había leído una versión abreviada de Moby Dick y comprendí por qué aquella pobre bestia podía haber pasado por un ser sobrenaturaclass="underline" un ser monstruoso y absurdo, sobre el que. sin embargo, también había descendido la muerte.
Estaba perdido en estas reflexiones cuando una mano me tocó levemente el brazo para llamar mi atención, y al darme la vuelta me encontré cara a cara con Fulgencio Putucás. Impulsivamente le di un abrazo. Al separarnos advertí que sus facciones impertérritas dejaban traslucir una profunda emoción. Carraspeó y dijo:
– ¡Cómo has crecido, carajo! Estás hecho un hombre.