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Él no había cambiado, aunque iba vestido como un pordiosero. Recordé que un tiempo atrás había sentado plaza de criado en una casa distinguida. Su aspecto actual me dio a entender que no había conseguido el trabajo o que lo había perdido hacía mucho. Ambas posibilidades me indujeron a no hacer ningún comentario. Él, por su parte, había dejado de mirarme y se concentraba en la contemplación de la ballena. Estuvimos un rato en silencio, y luego exclamó:

– Tú has visto, chico, qué vaina más grande. Y sin esperar respuesta agregó: Vengo a verla todos los días.

No me pareció que hubiera para tanto, pero vagamente creí entender la atracción que podía ejercer sobre él aquel cuerpo desmesurado y sin vida, y acostumbrado a exhibir ante el tío Víctor la amplitud de mis lecturas, le hablé de Melville y de la encarnación del mal. Fulgencio movió la cabeza y repuso:

– Nadie elige su forma.

Se desentendió de mi presencia y volvió a contemplar el monstruo con algo parecido a la devoción. Tenía los párpados entrecerrados y movía los labios abultados como si musitara una plegaria. Decidí irme y dejarle en paz con sus chaladuras pero él volvió a dirigirme la palabra sin apartar los ojos del objeto de su contemplación.

– La primera vez vine atraído por la novedad. Leí el aviso en la prensa y me dije: Fulgencio, aquí tienes a una compañera de desgracias: fuera de su elemento, expuesta al escarnio público por un puñado de plata.

Conocedor de sus circunstancias, yo era la única persona capaz de comprender esta singular identificación, y así se lo comuniqué mediante un murmullo afirmativo.

– Más tarde, siguió diciendo tras una larga pausa, comprendí que esta coincidencia, precisamente acá, en Barcelona, tan lejos de nuestro lugar de origen, por fuerza había de tener una significación. Poco a poco las ideas se fueron aclarando, como un rompecabezas, tú me entiendes, chico, como un rompecabezas: vas juntando una pieza con otra pieza, buscando sólo que una pieza encaje con otra pieza, ya sabes cómo, y al cabo de un rato, sin más, empiezas a ver el dibujo de la cosa, un paisaje, una escena. Tú me entiendes. Pues del mismo modo acabé viendo yo el asunto: este ser era un enviado de Dios. De las profundidades del océano envió Dios a este ser acá, a Barcelona, y a mí también, desde mi tierra, allá en Quahuicha, o Cachimba, como le decían ustedes para vacilarme, desde allá me trajo Dios por un largo camino sembrado de sinsabores y humillaciones, hasta producir este encuentro, acá, en la ciudad condal, la ciudad infame, el encuentro de este magnífico representante de la fuerza divina y este otro pobre representante de los caminos tortuosos de Dios Nuestro Señor. Y ahora tú me dirás: pero ¿para qué, Fulgencio? ¿Para qué carajo, no? Día tras día vengo acá, buscando la resolución del enigma, chico, buscando la verdadera voluntad de Dios.

Aproveché una pausa para decir:

– Fulgencio, ya tengo un demente en casa. No necesito otro, te lo aseguro.

– No, hijo, escúchame hasta el final. Por nuestra antigua amistad te lo pido. Tú eres el único en quien puedo confiar. El único.

Como probablemente él estaba en lo cierto y mi carácter era tan blando como el de mi madre, hice un gesto de resignación y, ante esta autorización tácita, añadió:

– Días y días seguí viniendo acá, privándome de lo más necesario para pagar la entrada, para comprender el nexo de unión. Venía y miraba la ballena a los ojos y rezaba para recibir una señal. A veces creía verla mover ligeramente una aleta. Entonces me decía: ahora resucitará; mis plegarias la resucitarán, como las plegarias de Jesús resucitaron a Lázaro. y con su fuerza descomunal destruirá esta ciudad de infamia y de pecado.

– Te confundes con Godzilla, Fulgencio. Si resucita esta ballena, cosa difícil a juzgar por su estado, se echará de cabeza al mar y no la volveremos a ver.

– Ay, hijo, siempre fuiste un descreído. No te lo reprocho. Yo también lo fui, hasta hace bien poco. Anda, vayamos afuera. Este aire no puede ser bueno para tus pulmones. Te convido a una Coca-Cola.

La propuesta me pareció razonable. Seguir escuchándole al aire libre era un mal menor, y la Coca-Cola era un pago difícil de rehusar. A causa del aislamiento de España en aquellas décadas, o quizá por simples razones comerciales, la Coca-Cola había desaparecido del mercado español desde la guerra civil. Pero aquel verano, por el motivo que fuese, reapareció con su cortejo publicitario. En un país cuya anémica vida intelectual se nutría de trivialidades y modas pasajeras, el acontecimiento suscitó muchos comentarios, generalmente negativos a causa del despecho y de la actitud provinciana que tiene a gala desdeñar lo que agrada al común de los mortales. Unos decían que la bebida tenía un desagradable sabor medicinal; otros criticaban su famoso distintivo, un círculo rojo con letras blancas, alegando que se confundía con la señal de dirección prohibida, lo que estaba llamado a provocar graves accidentes de circulación. El debate fomentaba la curiosidad y la popularidad de la bebida crecía sin parar. Yo también sentía una gran curiosidad por aquel producto, que estaba fuera del alcance de mi bolsillo, de modo que no dudé en aceptar la invitación de Fulgencio. Salimos de la carpa y fuimos a sentarnos a un chiringuito del puerto, que anunciaba la Coca-Cola y la servía en unas mesitas colocadas bajo un toldo de lona a rayas verdes y blancas.

Allí Fulgencio pareció recobrar la serenidad, y mientras esperábamos que nos atendieran se interesó por mí y por mis padres. Le puse al corriente de lo sucedido y se mostró afectado.

– Tu padre no merecía ese castigo, dijo. Es un buen hombre. En su alma nunca entró la malicia. Otros hacen cosas bien malas y prosperan; él abusó de la bebida y Dios le envió un terrible castigo. No tiene sentido.

– La Iglesia se lo encuentra.

– La Iglesia es un hatajo de bribones. Que esto lo diga un obispo suena raro, pero ya no tengo motivos para seguir fingiendo. Y además, ya me harté. Un hatajo de bribones, créeme, yo los vi de cerca.

El camarero nos trajo los dos botellines de Coca-Cola y durante un rato bebimos en silencio; él absorto en sus pensamientos y yo concentrado en el sabor del nuevo refresco.

– Está sabrosona, a que sí, dijo Fulgencio al cabo de un rato.

– No sé; tendré que acostumbrarme, respondí.

– Es el sabor de la civilización, hijo; no hay otro. Y ahora, dime, ¿qué piensas?

– ¿De la Coca-Cola?

– No. De mí. Preguntando esto te pongo en un aprieto, ya lo sé, pero se me ha venido a la cabeza de pronto, sabes, al beber esta cosa, esta cosa chispeante, como le dicen, se me ha venido a la cabeza… Tú entendiste lo que te conté de la plegaria, ¿no? Le pedí a Dios Todopoderoso una señal. Bueno, pues quizá me equivoqué, quizá la señal vino, pero no de Moby Dick, o no directamente de Moby Dick, esa está para el retiro, la verdad. Pero tú, en cambio. apareciste en mitad de la plegaria. Y yo me digo si no serás tú la señal que me manda Nuestro Señor.

– Me cuesta creerlo, Fulgencio.

– Tú eres joven y limpio de corazón. Dime la verdad, muchacho, ¿qué debo hacer?

– Dejarte de tonterías y no gastar más dinero en ese bicho putrefacto.

– No, yo digo con mi vida. Qué debo hacer con mi vida.

Reflexioné un rato. Por supuesto, no sabía qué consejo darle, pero sí tenía claro que si le decía algo contraía una gran responsabilidad. porque probablemente aquel hombre desquiciado y sin rumbo seguiría mi sugerencia al pie de la letra, o, peor aún, seguiría al pie de la letra lo que él creyera inferir de mis palabras. Pero tampoco podía irme y dejarlo allí, tan perdido. De repente me acordé de mi padre, fuera del alcance de cualquier consejo, y a quien tan bien le iba escuchar alguna vez una voz que no viniera de sus propias tinieblas. Me armé de valor y dije:

– ¿No has pensado en volver a tu país? La revolución que te exilió ya quedó atrás; ahora hay un gobierno estable, reconocido por la comunidad internacional. A buen seguro ha habido una amnistía o un indulto general. Averígualo, y si ha sido así, regresa. Quién sabe si no podrías recuperar tu obispado.