Se me quedó mirando con la impavidez de siempre, como si no hubiera entendido mi propuesta; pero yo, que tal vez le conocía mejor que ninguna otra persona, pude leer el combate que se libraba en su interior. Después de una larga pausa, suspiró y dijo:
– Eres muy inteligente, muchacho. Efectivamente, hace mucho se dio una amnistía general en mi país. Pero aun así, no puedo volver.
– ¿Por qué no. Fulgencio?
– Verás… hace unos años… hace unos años maté a un hombre. No lo hice por rabia ni por venganza ni por animosidad. Lo hice por encargo.
No volvió a hablar hasta que hubimos acabado las bebidas. Cuando pensaba que su confesión no iba a tener continuidad, volvió a suspirar y añadió:
– Puedes pensar de mí lo que te venga en gana. Pero tú no sabes nada de la vida en mi tierra. Tus padres y tú vivís con estrecheces, eso bien lo sé, pero ni aun así puedes hacerte a la idea de lo que era la pobreza en mi familia. Fuimos trece hermanos; cinco murieron de chicos, y ni así nos alcanzaba… Para salir adelante sólo tenía dos caminos: la milicia y el clero. Para soldado no tengo hechura ni temple, de modo que entré al seminario. Salí ordenado y anduve pendejeando por varias parroquias miserables, donde no sacaba ni para comer una vez al día. Cansado de confesar viejas y de enseñar la doctrina a críos desnutridos, decidí ascender en el escalafón. Un cacique local bien conectado me garantizó su apoyo si le hacía un favor. No lo dudé. Un párroco muerto de hambre lo puede ser cualquiera. Para llegar a obispo hay que hacer muchos favores; o pocos, pero importantes. Un obispo es alguien, sabes, y no sólo por la plata, un obispo tiene poder, se codea con los políticos, los caciques le temen, el pueblo le obedece y las mujeres bonitas se le arrodillan delante y sólo tienes que darles la bendición mientras te solazas viéndoles la pechuga. Al tipo que maté ni le conocía. Pero desde entonces, a veces, por las noches, viene a verme. Cuando empecé a beber, se puso bravo. Al irme de tu casa dejé el alcohol, por miedo al muerto. Encontré trabajo en una casa bien, de mayordomo o cosa parecida. Me reformé, pero ni reformado dejaba de aparecérseme el muy pendejo. Un domingo, paseando por la Rambla, trabé amistad con unos compatriotas. Vivian de vender hachís y esas vainas. A mí me la proporcionaron de buena calidad y a buen precio. Con la droga las cosas mejoraron. El muerto me seguía visitando, pero ahora nos reíamos los dos, como viejos compadres. Es así: el alcohol convoca los fantasmas; en cambio la droga trae el perdón.
Levantó la vista y la fijó en la estatua de Colón que desde lo alto de su pedestal señalaba el horizonte. Luego bajó la mirada y clavó en mí unos ojos vidriosos que no parecían hechos para escudriñar el mundo.
– A cambio de eso, prosiguió con voz triste, a cambio de eso la droga mata al hombre. Porque el hombre, muchacho, el hombre no es nada si no le empuja el diablo. Mira a tu alrededor, esta hermosa ciudad, sus monumentos, el propio almirante… No quiero personalizar; cada quien se sabe lo suyo. Pero una cosa si te digo, muchacho: la cultura, la poesía, la filosofía, el arte…, hasta la custodia de Arfe, aquélla tan linda que trajeron cuando el Congreso Eucarístico…, todo lo han creado los borrachos. El día que la gente deje de beber y se pase a la droga, se acabó la civilización. ¿De veras crees que debo volver a mi país?
La perorata me había dejado confuso y la pregunta me pilló desprevenido.
– ¿Cómo has dicho?
– Que si he de volver a mi jodido país.
– Yo no sé, Fulgencio. Por lo que me has contado…
– Quizá llevas razón. Quizá ya se olvidaron de lo que hice. Allá todo prescribe muy deprisa. Y en el peor de los casos, puedo afrontar mi culpa, ir a la cárcel, pagar mi deuda con la sociedad. Por mal que se viva en la cárcel, aquí no estoy mejor. No es el miedo lo que me retiene, chico. La cárcel se me da un carajo. Y hasta el pelotón, si me apuras. Pero el oprobio…, date cuenta…
No había más que hablar. El camarero trajo la cuenta, Fulgencio pagó y nos separamos con mucha prosopopeya. Me dio recuerdos para mi padre y me pidió que le pusiera a los pies de mi señora madre.
– Les deseo más suerte de la que tuvieron hasta el día de hoy, fueron sus últimas palabras.
Al volver a casa referí el encuentro a mis padres, aunque no el contenido de nuestra conversación. Me escucharon con fingido interés: para ellos la estancia del obispo Putucás en la casa había sido una anécdota que otros sucesos de mayor calado habían echado al olvido.
Transcurrido un año de los hechos que acabo de relatar, leí en el periódico que en la patria de Fulgencio había habido un nuevo golpe de Estado, de resultas del cual la junta que en su día había provocado su exilio había sido depuesta, aunque la situación distaba de estar consolidada. En muchas zonas del país partidarios del antiguo régimen y del nuevo luchaban encarnizadamente y se preveía la intervención de Estados Unidos como habían hecho en Guatemala cuando derribaron al gobierno de Jacobo Arbenz. Me pregunté si estos acontecimientos influirían en los planes de mi amigo o si, por el contrario. todo cuanto pudiera ocurrir en el mundo le llegaba demasiado tarde. Al cabo de unos días tuve la respuesta a esta pregunta.
A última hora de la tarde estábamos mi madre y yo en la cocina, ella preparando la cena y yo haciendo los deberes escolares, cuando llamaron a la puerta. Abrí y me encontré con Fulgencio. Seguía vistiendo andrajos, pero se había cortado el pelo y afeitado el bigote; presentaba en general un aspecto limpio, y, dentro de su habitual languidez, parecía despierto y animado. Me saludó con cierta formalidad y se disculpó por venir a una hora intempestiva sin haberse anunciado previamente. El asunto que le traía, dijo, no admitía demora. ¿Le permitía pasar y hablar un momento con mi madre? Sólo nos robaría unos minutos de nuestro tiempo. De su actitud y su tono había desaparecido la familiaridad de nuestra charla en el bar de la Coca-Cola. Le hice pasar al recibidor y cerré la puerta. A las voces acudió mi madre y se llevó una gran sorpresa, no sé si agradable, que de inmediato dio paso a una cauta cordialidad. Fulgencio fue directamente al grano. En su país las circunstancias habían dado un giro dramático; después de años de dictadura, el pueblo se había alzado en armas, pero el resultado de la revuelta todavía era incierto. Por su parte, él había comprendido que en aquellos momentos su puesto estaba allá, con sus feligreses, a cuya suerte había decidido unir la suya. ¿Todavía teníamos guardada su vestidura episcopal? Y, en caso afirmativo, ¿tendríamos algún inconveniente en devolvérsela?
Mi madre corrió a cumplir su ruego doblemente contenta: por deshacerse definitivamente de aquel personaje y por recuperar un espacio valioso en el armario. Fulgencio cogió el paquete y se dispuso a marchar. Del comedor llegaban atenuadas las notas del segundo movimiento de la Octava sinfonía de Beethoven, que mi madre y yo sabíamos de memoria. Fulgencio se detuvo, escuchó siguiendo el compás con la cabeza y dijo:
– Ahora sí es la última vez que nos vemos. Quiero darles las gracias a todos por cuanto hicieron por mí, y sobre todo a usted, señora, y pedirles perdón por mi conducta. Todo debería haber sido de otro modo, hermoso como esta música celestial, pero fue como Dios dispuso que fuera. Por su bondad desearía que Dios les recompensara. No sé si lo hará, pero, lo haga o no, yo les bendigo desde lo más hondo de mi corazón.
Abrió la puerta, salió atropelladamente y él mismo la cerró a sus espaldas. sin darnos tiempo a reaccionar. Lo que ocurrió después lo supe de forma fragmentaria, pero suficiente para reconstruir los hechos con las inevitables lagunas e incongruencias de los relatos escuchados de otros labios.