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A la mañana siguiente a la visita que acabo de contar, Fulgencio Putucás se presentó en casa de la tía Conchita revestido de sus solemnes ropajes, exactamente igual que el primer día que le vimos. A la Leres, que le abrió la puerta, le preguntó si la señora estaba en casa. Impresionada por su apariencia, la Leres le hizo pasar al salón y le rogó que aguardara allí mientras ella avisaba a la señora. La tía Conchita se estaba acabando de vestir cuando la criada le anunció la presencia del señor obispo. Mi tía montó en cólera.

– Di órdenes de que bajo ningún concepto se dejase entrar en mi casa a semejante mamarracho y, que yo sepa, no he revocado la orden, dijo.

La pobre Leres, que no sabía lo que significaba el verbo revocar, se disculpó haciendo pucheros. No había tenido valor para dar con la puerta en las narices a un alto representante de la Santa Madre Iglesia. Mi tía se puso colorete, se pintó los labios y, recompuesta su dignidad, fue al encuentro del obispo dispuesta a echarlo con cajas destempladas. Pero también a ella le impresionó la augusta presencia de quien encarnaba, siquiera en las formas externas, aquello ante lo que estaba acostumbrada a postrarse con humildad y obediencia ciega.

– ¿En qué puedo servirle?, dijo con menos sequedad de lo planeado.

– Señora, repuso el prelado, hace unos años circunstancias infaustas me obligaron a dejarle en depósito el pectoral y el anillo. Ahora, por razones que no viene al caso explicitar, he decidido regresar a mi diócesis y a compartir la suerte de mi grey, por lo que le encarezco tenga la bondad de reintegrarme los mencionados objetos de culto.

Mi tía estaba al corriente de los sucesos a los que el obispo hacía referencia. La revolución que había estallado en el país era de signo marxista y se había declarado sin ambages enemiga mortal de la religión. A los ojos de mi tía, el obispo corría hacia el martirio. Esto la conmovió.

– No faltaría más, dijo.

Como el pectoral y el anillo estaban guardados en la caja de caudales, mi tía despachó a la Leres, que seguía con la boca abierta el desarrollo de la confrontación. Cuando la criada hubo salido, mi tía fue al cuadro que ocultaba la caja y accionó el mecanismo que lo hacía girar sobre las bisagras. El señor obispo se retiró discretamente al otro extremo del salón para no presenciar la operación de apertura y cierre. Efectuadas éstas, la tía Conchita se reunió con él y le entregó un paño que envolvía las dos piezas. El obispo tomó el paño, lo guardó en uno de los amplios bolsillos de su ropa talar, dio las gracias y se despidió. Mi tía, algo cohibida, le preguntó si podía ofrecerle alguna cosa. El obispo se aclaró la garganta y dijo que agradecería un vaso de agua, pues estaba muerto de sed. Mi tía salió rápidamente y regresó con una bandeja en la que había un vaso, una jarra de agua fría y una servilleta de hilo. Monseñor Putucás se bebió el vaso de un tirón, lo dejó en la bandeja y se enjugó los labios; mi tía, muy solícita, le preguntó si no deseaba algo más. El obispo enderezó la espalda y levantó la mano enguantada.

– Señora, dijo, yo no quiero nada de usted. Cuando tuve necesidad, usted me puso en la calle. Usted finge ser cristiana, pero no lo es, porque el cristianismo es amor y caridad y usted no practica estas dos cosas. Me acogió por vanidad y me echó por egoísmo. No la condeno. Yo también actué en la vida movido por la soberbia. Si hubiese ingresado en la escuela militar, habría querido llegar a general, y quién sabe si a gobernar la nación mediante una asonada. Pero como fui a dar al seminario, quise ser obispo, sin importarme los medios. Hasta soñé con llegar a Papa. Por suerte Dios Todopoderoso dispuso que no lo consiguiera. Antes al contrario: me sometió a duras pruebas y así llegué a ver dónde está la verdad y dónde la mentira.

La tía Conchita se había quedado muda, pálida, al borde del colapso. Antes de que pudiera recobrar la presencia de espíritu, el obispo había salido del salón, había desandado el pasillo y se había ido. Nunca lo volvimos a ver.

Mi tía estaba tan afectada por las duras palabras del prelado que ni siquiera refirió lo sucedido a su marido. Dijo estar indispuesta y se encerró en su cuarto, del que no salió ni para cenar ni para ver a su familia. A la mañana siguiente, el tío Agustín llamó a la puerta de la alcoba de la tía Conchita y, cuando ésta abrió, le preguntó si la víspera había recibido a alguien en el salón. Mi tía dijo que el obispo Putucás había ido a recoger sus ornamentos. Mi tío preguntó entonces si el obispo había estado solo en el salón. Sí, dijo la tía Conchita después de reconstruir los hechos en la memoria, por dos veces, primero cuando la Leres fue a buscarla, y luego cuando ella fue por el vaso de agua. ¿A qué se debía aquel interés?, preguntó la tía Conchita presa de la inquietud, porque para entonces ya había percibido un brillo febril en la mirada de su marido. Alguien, dijo el tío Agustín entre dientes, había abierto la caja fuerte y se había llevado objetos de valor.

– Debe tratarse de un error, murmuró mi tía.

– Sí, dijo el tío Agustín, de un gravísimo error. Tuyo.

Mi tía reconoció haber mostrado en su día al obispo el escondrijo de la caja fuerte, incluso haberla abierto en su presencia. Pero eso había sucedido mucho tiempo atrás, cuando el obispo todavía era su huésped, en los días lejanos del Congreso Eucarístico. El tío Agustín dijo algo sobre la eucaristía que mi tía no entendió o no quiso entender. Recordando haber mostrado sus joyas al obispo, preguntó si era eso lo que había desaparecido. Mi tío hizo un movimiento con la cabeza que ella interpretó en sentido afirmativo y se desmayó. En realidad el ademán de mi tío quería indicar lo contrario: el ladrón no había tocado las joyas, sólo se había llevado dinero en efectivo. El desmayo ahorró a mi tía las iras de su marido. Tenía el corazón delicado y el tío Agustín se alarmó al verla exánime. Acudió el médico de la familia, que auscultó a la tía Conchita y dispuso que fuera trasladada sin demora a la clínica Corachán. Este percance distrajo a mi tío del robo, respecto del cual, por otra parte, poco podía hacer. El dinero sustraído no eran pesetas, sino francos franceses, francos suizos y dólares. No sé si la procedencia de este dinero era irregular, pero sí lo era la posesión de divisas sin autorización de las autoridades monetarias. Mi tío, como mucha gente de su nivel social, tenía una confianza ilimitada en la buena marcha de la economía española y guardaba un pequeño fondo en moneda fuerte, a salvo de la inflación, la depreciación y otros contratiempos. Por todo ello, no podía denunciar el robo. Habló con un amigo suyo que ocupaba un alto cargo en el cuerpo de policía y éste le puso al corriente de las andanzas del obispo desde que dejó de ser su huésped de honor: las borracheras, las pendencias, los escándalos y, finalmente, el tráfico de drogas con que se había ganado el sustento en los últimos tiempos. La policía lo conocía y estaba al tanto de sus actividades, pero se había abstenido de actuar contra él por su condición de obispo y porque las infracciones que cometía eran de muy poca importancia y el sujeto no presentaba signo alguno de peligrosidad.

Cuando la tía Conchita se hubo repuesto, vino a casa y cubrió a mi madre de reproches. Éramos nosotros, según dijo, los que habíamos iniciado a Fulgencio en la mala senda y luego, aun conociendo la calaña del sujeto, no la habíamos advertido, coadyuvando así a un abuso de confianza que se habría podido evitar fácilmente. Mi madre escuchaba en silencio. De la habitación donde mi padre pasaba las horas llegaban los acordes de un trio de Schubert. En un momento de su soliloquio, mi tía se puso de pie y empezó a caminar como una pantera enjaulada por el recibidor, cuyas dimensiones apenas si le permitían dar dos o tres pasos hacia un lado y hacia el otro. Iba subiendo la voz y sus razonamientos se veían interrumpidos por sollozos irreprimibles. Al final se puso a llorar con desconsuelo. Lo que más le irritaba, dijo, era haber caído en la trampa de un sinvergüenza que, encima de haberle robado, se había permitido darle lecciones de moral. Al llegar a este punto, dominando la música, se oyó una estruendosa carcajada de mi padre, que había estado escuchando la diatriba con la oreja pegada a la puerta. Al oír la risa, mi madre no se pudo contener y también prorrumpió en grandes carcajadas. Entonces la tía Conchita dejó caer los brazos que había estado agitando durante el discurso, como si llevara una cimitarra en cada mano, dejó escapar un hipido y también se puso a reír. Salió mi padre del comedor y los tres se abrazaron y estuvieron riéndose a mandíbula batiente hasta que se les agotaron las fuerzas. En la implacable monotonía de sus vidas, aquel suceso imprevisto y pintoresco era poco menos que un regalo del cielo.