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La causa de tanto nerviosismo era ésta: en los últimos meses de la guerra civil, y después de haber estado holgazaneando dos años largos en un pueblo del interior, el tío Víctor había sido detenido, no sé cómo ni por qué, trasladado a Barcelona y encerrado en una checa. Las checas, cuyo nombre, según supe más tarde, derivaba de la palabra rusa crezvitchainaia Komisia, aunque nunca entendí el trayecto terminológico que va de este trabalenguas al castizo «checa», guardaban analogía con las prisiones políticas de la Rusia bolchevique, tanto por sus métodos como por el personal que las regentaba, bien rusos, bien españoles afiliados al partido comunista y, por consiguiente, a las órdenes directas de Moscú. Estas prisiones, situadas en distintos puntos de Barcelona, habían dejado un siniestro recuerdo: en su interior se practicaban las más refinadas torturas físicas y psicológicas y se ejecutaba en forma sumaria a quienes no habían sucumbido a la tortura. Entre unas cosas y otras, los supervivientes de las checas eran minoría.

A uno de estos lugares espantosos, concretamente a la checa de la Tamarita, fue a dar el tío Víctor. Consternada y desesperada, la familia entera se movilizó tratando de liberarlo sin reparar en esfuerzos, dinero y riesgo. Por aquel entonces la tía Conchita era novia del tío Agustín, el cual, como miembro de una ilustre familia catalana, tenía parientes y amigos en el bando nacional y en el bando rojo; a través de su futuro marido se establecieron contactos con importantes personalidades republicanas y se logró su intercesión tras haberlas convencido de la inocencia del tío Víctor. No debió de costarles mucho, porque el tío Víctor, como he dicho, era tan simple y tan abúlico que durante toda la guerra no consiguió decantarse por ninguno de los dos bandos enfrentados. Sea como fuere, lo soltaron al cabo de una semana. Nadie consiguió hacerle contar lo que le habían hecho durante su encierro, ni lo que había visto. Es probable que no tuviera nada que contar; había estado aislado y nadie se había tomado la molestia de interrogarlo y mucho menos de torturarle. Ni siquiera fue posible que expresara enojo o miedo, y al salir en libertad siguió tan apolítico como antes de la detención. Tanta laxitud causó una cierta decepción en la familia, cuya memoria de aquellos años estaba compuesta únicamente de ansiedad y privaciones y habría agradecido una pequeña dosis de heroísmo. Pero esto era lo de menos: la salvación del tío Víctor, a quien todos daban ya por muerto, fue acogida con la comprensible alegría. Al acabar la contienda, el incidente dejó de mencionarse. Nadie quería revivir la angustia de aquella semana atroz, y menos aún hacer que la reviviera el propio interesado. Por acuerdo tácito, toda la familia se impuso el deber de hacerle olvidar las penalidades sufridas en la checa. Con este esfuerzo colectivo y la docilidad del tío Víctor, la vida volvió pronto a la normalidad, al menos en apariencia.

Corrían los años de la guerra fría, y aunque el aislamiento político de España parecía ponerla a salvo de verse envuelta en ella, mi familia, siempre dispuesta a hacer suyo cualquier temor, la vivía con profundo desasosiego, convencida de que si estallaba el conflicto entre las superpotencias nucleares, todo signo de vida seria borrado de la faz de la tierra, incluido el Ensanche de Barcelona. En última instancia, no era la muerte lo que preocupaba a mi familia, a causa de sus convicciones religiosas; lo que realmente la tenía atemorizada era la posibilidad de caer en manos del ejército soviético, constituido, según lo pintaba la propaganda de la época, por hordas bestiales, de un fanatismo despiadado y una crueldad inimaginable. Corría por entonces la especie de que los comunistas practicaban en sus centros de detención una operación psicológica, denominada «lavado de cerebro», que consistía en lo siguiente: por métodos inhumanos, contra los que no había defensa posible, expertos carceleros conseguían implantar en sus víctimas un mecanismo de obediencia que más tarde podían activar a su antojo. De este modo fabricaban espías incondicionales y ejecutores potenciales de horribles delitos, tanto más peligrosos cuanto que los propios sujetos no recordaban haber sido manipulados ni haberse convertido en verdaderas bombas de efecto retardado. Por supuesto, nadie insinuó tal cosa, pero cuando el asunto del lavado de cerebro apareció en la prensa y luego se convirtió en argumento de películas de terror, la sospecha de que algo semejante le hubiera sucedido al tío Víctor se introdujo en el ánimo de la familia como la larva que un insecto deposita bajo la piel de un incauto veraneante, y si bien nadie formuló la idea, como las familias muy unidas se comunican por una especie de telepatía todo lo negativo que se les ocurre, fue arraigando la noción de que al tío Víctor se le había hecho un lavado de cerebro durante su permanencia en la checa de la Tamarita, por lo que constituía en todo momento y lugar una auténtica amenaza capaz de materializarse por medio de una señal remota o un incentivo previamente programado que transformada al más pasmado de los barceloneses en una imparable máquina de matar. A partir de aquel instante, todo cuanto sucedía o había sucedido constituía una pieza adicional de un rompecabezas diabólico y perfecto: lo aparentemente arbitrario de su detención, el hecho insólito de que lo hubieran llevado a una checa, reservada para los presos políticos más contumaces y no a una cárcel convencional, la misma brevedad de su encierro y la facilidad con que se había conseguido su liberación, por no hablar de la propia estupidez del tío Víctor que, en lugar de disipar toda sospecha, por cuanto era improbable que el Soviet Supremo hubiera malgastado el tiempo y la técnica de un especialista en un mentecato pudiendo aplicar sus métodos a un individuo más adecuado, llevaba a pensar que precisamente la escasa resistencia cerebral del tío Víctor lo hacía idóneo para la operación, y que su personalidad anodina y su humilde empleo en una filatelia le permitían eludir las pesquisas de los servicios de contraespionaje y pasar inadvertido entre sus conciudadanos, incluso entre los miembros de su propia familia, hasta el momento de convertirse en un monstruo. A la tía Conchita, en el fondo, no le importaba tanto el crimen que pudiera resultar como el hecho de que la mano ejecutora fuera la de su propio hermano. Ahora se debatía en un dilema desgarrador: el temor a tener en casa una bomba humana y la firme convicción de que tanta maldad no podía haberse introducido en nuestras filas sin ningún merecimiento. Ante la primera de ambas posibilidades se arrepentía de haber aceptado la honrosa obligación de alojar en su casa a quien el tío Víctor, tal vez como un aviso de los planes infernales que se fraguaban en un rincón de su mente, acababa de motejar de «obispo Cachimba».

El ilustre huésped se llamaba en realidad Fulgencio Putucás, y era obispo de San José de Quahuicha, capital del departamento del mismo nombre, en la frontera de dos países de la América Central o Centroamérica, como se decía entonces, y había venido a Barcelona, al igual que cientos de obispos de todo el mundo, con motivo del Congreso Eucarístico que se celebró en nuestra ciudad en mayo de 1952.

Comparado con otros acontecimientos de significación ciudadana, anteriores y posteriores, el Congreso Eucarístico tuvo poca relevancia y poca repercusión, sobre todo en una época en que los medios de información se limitaban a la prensa y a unos breves documentales cinematográficos que, por otra parte, no prestaron la menor atención al evento más allá de nuestras fronteras. Consagrado a la devoción mariana, el propósito manifiesto de aquel Congreso Eucarístico era difundir por todo el orbe cristiano un mensaje de amor y caridad, aunque el hecho de que Su Santidad Pío XII hubiera concedido a Barcelona el privilegio de organizar la magna asamblea como reparación por «los sacrificios que había padecido durante la cruzada» no auguraba un cambio radical en el estado general de las cosas. Con todo, en vísperas del congreso, como muestra de buena voluntad y también de estabilidad interna, Franco concedió un indulto que valió la libertad a bastantes presos políticos y mereció un afectuoso beneplácito de la Santa Sede. También cesaron las restricciones en el suministro eléctrico, desapareció la cartilla de racionamiento y, en buena parte, el mercado negro, y se hicieron obras públicas en la ciudad y en sus accesos. Algo era, sobre todo para los barceloneses, inmersos en una atmósfera de carestía y aislamiento, cuando cualquier variación les parecía un fenómeno extraordinario. Los balcones estaban engalanados, los monumentos, iluminados, y la afluencia de forasteros y la consiguiente necesidad de convertirse en guías turísticos improvisados, les hizo ver su ciudad con otros ojos.