El tío Antón, el que vivía en la Guinea Española, había regresado a España a raíz de la independencia de la colonia, en 1968. Lo primero que hizo al volver fue separarse de su esposa, la tía Eulalia, la malograda cantante, que, al parecer, durante su prolongada ausencia se había liado con su cuñado, el tío Fran. Después de la separación, el tío Fran y la tía Eulalia hicieron pública su relación, pero como la legislación vigente les impedía formalizarla y la sociedad en que vivían admitía este tipo de componenda, se fueron a vivir a Málaga, donde nadie les conocía. Por su parte, el tío Antón rompió con la familia, a la que hacía responsable de la traición de su esposa. El tío Víctor ofreció la disculpa, a mi modo de ver verosímil, de que todos estaban al corriente del asunto y daban por sentado que el tío Antón también lo estaba; y no sólo eso, sino que todos creían que en la Guinea el tío Antón vivía amancebado con una negra y tenía una recua de mulatitos. El tío Antón le dio un puñetazo y le amenazó con presentar contra él una querella criminal por injurias. La mediación del tío Agustín le disuadió de interponerla, pero no volvió a dirigir la palabra a ninguno de sus parientes. Poco después de este incidente, el tío Agustín sufrió una caída aparatosa y se rompió varios huesos, de resultas de lo cual acabó contrayendo segundas nupcias con la enfermera de treinta años que lo cuidaba. Como mis primos no congeniaban con su nueva madre y como la estrella del tío Agustín había empezado a declinar con el advenimiento de la democracia, uno tras otro se fueron distanciando de su padre, la chica, que tenía mi edad, se casó con un ingeniero belga y actualmente vive en Kuwait; el mayor de los dos varones era notario en Valencia; al otro el tío Víctor le había perdido la pista. Ninguno de ellos había ido nunca a visitarle. Yo tampoco, y me avergoncé recordando la época en que el tío Víctor iba todas las tardes a ver a mi padre al sanatorio y luego a casa, para obligarle a salir. De este modo se deshizo el clan que la tía Conchita había puesto tanta energía en amalgamar.
Después del funeral me quedé un par de días en Barcelona, poniendo orden en los asuntos pendientes a causa de la repentina desaparición de mi madre.
Como primera medida, fui al piso donde ella había muerto y donde había vivido desde que yo me fui. Juiciosamente, había optado por dejar nuestra antigua vivienda, cuyas dimensiones le daban más trabajo que comodidad y con cuyos fantasmas prefería no compartir la soledad de sus noches. Sin ayuda de nadie encontró un piso pequeño y barato, bien proporcionado, con terraza, mucha luz y una vista espaciosa. La mudanza, por añadidura, le permitió ir cortando discretamente los lazos que la unían a la familia de mi padre. Por más que la había visitado allí muchas veces, cuando entré nuevamente en el piso me impresionó un deterioro y un abandono que jamás había percibido antes, como seguramente ella tampoco percibía. El mobiliario y el menaje eran inservibles y según pude comprobar, sin sorpresa ni censura, mi madre no guardaba nada que tuviera un mínimo valor sentimental. Solamente al fondo de un cajón encontré un viejo cuaderno. Lo reconocí de inmediato, porque era uno de los centenares de cuadernos que yo había utilizado para hacer los deberes escolares. Al abrirlo comprobé que sólo algunas páginas estaban escritas, pero no por mi mano, sino por otra de trazo inseguro que reconocí de inmediato. Las primeras páginas contenían notas relacionadas con temas previsibles: el Pisuerga es un afluente del Duero; a Carlos I le sucedió Felipe II; los siete pecados capitales son la ira, la gula, la lujuria, la avaricia, la soberbia, la pereza y la envidia. A continuación venían varias páginas de anotaciones de carácter personal, como el esbozo de un diario mínimo y deslavazado: anoche terminó la guerra de Corea por la gracia de Dios; ayer tarde vi a Kubala andando por la calle. En la página siguiente, con letra temblorosa: la bruja esconde su tesoro detrás de un cuadro en la sala. En la siguiente: la combinación de la caja fuerte es 7-12-93-25. La última anotación decía: Moby Dick, la ballena gigante, estuvo en Barcelona para confusión de malos y edificación de buenos y anteayer se fue pal carajo, y yo con ella.
Durante un rato estuve tratando de imaginar cómo había llegado aquel cuaderno a manos de mi madre después de la marcha de Fulgencio y, sobre todo, por qué razón, de todos los posibles recuerdos de aquella época, mi madre había decidido guardar precisamente éste. Pero todas las suposiciones que pude hacer chocaban de inmediato con un muro de misterio. De modo que me propuse no pensar más en el asunto; añadí el cuaderno a todo lo que estaba destinado a la basura, cerré el piso, dejé las llaves en casa del propietario y emprendí cuanto antes el regreso a mi nuevo hogar.
EL FINAL DE DUBSLAV
Dubslav recibió al mismo tiempo la noticia de la muerte repentina de su madre y la noticia igualmente inesperada y más chocante si cabe de haberle sido concedido a ella el Premio Europeo a la Realización Científica por sus descubrimientos en el campo de la oftalmología; las dos noticias, contenidas en un solo y escueto telegrama del Ministerio de Asuntos Exteriores, le llegaron, a través de la Embajada Española en N’Djamena, de manos de un médico noruego de pelo blanco, quizá albino de origen, tez curtida por los rigores del clima y la intemperie, huraño y abatido. Había acudido años atrás a esta región (la llamó ce replis de la terre como si Dubslav hubiera de reconocer de inmediato el origen de la cita) con la mejor disposición y las más nobles intenciones; luego el tiempo, las penurias (también cosas vistas y oídas) habían acabado convirtiéndolo en el hombre derrotado de hoy: un europeo civilizado sin reparo alguno en confesar su desprecio por los nativos, a quienes no obstante seguía atendiendo contra viento y marea, con la mayor entrega y eficacia. Probablemente era un buen médico o, al menos, un profesional suficiente para el lugar.
A su paso por el poblado de camino hacia otro poblado, tierra adentro, visitó a los enfermos, entregó a Dubslav los dos telegramas y al cabo, sin atender a los ruegos de éste, emprendió viaje hacia el sudeste en una camioneta habilitada como hospital ambulante; había salido aquella misma mañana de Hjader y veía preciso estar en Kmura antes del anochecer; no podía perder el tiempo en finezas.
– Pero yo debo regresar sin falta a Madrid, cuanto antes, dijo Dubslav; vea usted mismo el telegrama: mi madre acaba de fallecer.
El médico noruego disparaba de cuando en cuando su revólver al aire para espantar a los nativos; así, dijo, no se atreverían a reventarle las ruedas de la camioneta, como deseaban hacer, como habrían hecho con gusto, dijo, simplemente para impedirle llevar remedio a los enfermos de otros poblados vecinos, de su misma etnia, pero rivales por unas razones atávicas, sin origen ni fundamento, pero firmemente arraigadas en lo más oscuro y mugriento de la memoria colectiva.
– Pero mi madre acaba de fallecer, insistió Dubslav.
– En tal caso, no había prisa, respondió el médico noruego. Si saliera ahora mismo hacia Madrid, cosa de todo punto imposible, no llegaría al entierro, le hizo ver, y para las exequias disponía del resto de su vida. Él, en cambio, había de conducir treinta y cinco millas a campo traviesa antes de caer la noche, so pena de ser sorprendido por los beduinos, apresado y conducido a una jaima y allí, según dijo él mismo, sometido a una vejatoria y dolorosa sodomización.
Dubslav interrogó con la mirada al hechicero y éste, por toda respuesta, movió la cabeza en forma afirmativa, se señaló a sí mismo y luego, en un gesto amplio, al resto del poblado, dando a entender lo generalizado de aquella experiencia, no por habitual menos traumática. Dubslav se dio cuenta del riesgo corrido y de su buena suerte: en el largo viaje no había tenido ningún encuentro fortuito con los beduinos. En esto, como en todo, siempre había sido una excepción, un individuo ajeno a la estadística, con todas las ventajas pero también con todos los inconvenientes de este extraño privilegio.