Comprendiendo las razones del buen doctor, Dubslav lo dejó marchar. Luego reflexionó sobre lo ocurrido. La noticia de la muerte de su madre le había producido una consternación mitigada por la lejanía: aquí todo le parecía remoto, casi inverosímil. El telegrama (enviado por el Ministerio de Asuntos Exteriores, fechado tres días antes) no explicaba la causa del fallecimiento; Dubslav había estado con su madre poco antes de emprender este viaje y la había encontrado bien, pletórica de energía; tal vez había sufrido un ataque fulminante, pensó. Si hubiera muerto de resultas de un accidente el telegrama lo habría mencionado. Todo esto, sin embargo. carecía ya de importancia.
Dubslav no había conocido a su padre, un cirujano yugoslavo llamado Dubslav, a secas. Su madre juraba haber olvidado el apellido de aquel hombre, por lo demás casado, con trabajo y familia en Belgrado cuando ambos coincidieron en un congreso celebrado en Taormina y compartieron dos noches de desapasionada intimidad. Seguramente el cirujano yugoslavo nunca sospechó haber engendrado a Dubslav en aquella ocasión ni supo luego de su existencia. En esta ignorancia, por lo demás, no había habido premeditación alguna. Simplemente su madre descubrió el embarazo de regreso a España y decidió tener aquel hijo, desoyendo con ello los consejos de amigos y colegas. Todos le auguraban el final de una carrera prometedora por culpa de este tropiezo, en una España exageradamente celosa de la conducta moral de las mujeres, dispuesta a castigar con el aniquilamiento cualquier desliz, y aún más un desliz con consecuencias tan notorias. Precisamente ahora, le dijeron sus amigos y colegas, cuando empezaba a hacerse un nombre en el mundo académico, un triunfo desusado, tratándose de una mujer. Ya se verá, había respondido ella, si alguien tiene un problema en los ojos y yo se lo resuelvo, vendrá igual.
En esto llevaba razón y el tiempo acabó por dársela. La presencia poco conspicua pero de todos conocida de un hijo ilegitimo no le impidió proseguir su carrera y colmar con creces las grandes esperanzas depositadas en ella por sus maestros. De seguro se habría convertido en una celebridad si sus éxitos científicos hubieran trascendido al gran público en vez de haber estado restringidos a un círculo limitado de especialistas, pero esto a ella nunca le importó: era de natural retraída en extremo y prefería las ventajas del anonimato a los halagos de la fama. Ahora, finalmente, le llegaba el reconocimiento de la sociedad en forma de un premio internacional otorgado el mismo día de su defunción. Esta coincidencia se le antojaba a Dubslav irónica y siniestra. Ahora Dubslav se arrepentía de haber emprendido aquel viaje estéril, y así se lo confesó al hechicero. El hechicero, acostumbrado a los bruscos decaimientos de Dubslav, le propuso una solución intermedia. Si se apresuraba y no tropezaba con ningún obstáculo, tal vez pudiera llegar en dos días a Bruselas, donde tendría lugar la concesión del premio, y recogerlo en nombre de su difunta madre. este seria. en fin de cuentas. el mejor homenaje.
Dubslav reflexionó un instante y comprendió lo acertado de la sugerencia.
¿Cómo había ido a parar Dubslav a aquel rincón olvidado del planeta?
Cuatro meses atrás. mientras se bañaba en una playa de la Costa Brava, excesivamente concurrida para su gusto. Dubslav había sentido un leve golpe en la nuca acompañado de una sensación confortante como el roce de una mano tibia en la frente. Como en otra ocasión había experimentado el mismo síntoma y recordaba las consecuencias inmediatas, había nadado con tesón hasta la orilla; allí se desplomó, boca arriba. No se le nubló la vista sino el cerebro: veía el cielo y el sol y los cuerpos de los bañistas, pero no comprendía ni su actitud expectante ni su desconcierto. Deseoso de aclarar la situación, acertó a murmurar: No tengo hernia de hiato. Luego sucumbió a la parálisis exterior e interior. Unos voluntarios de la Cruz Roja lo colocaron en una camilla, lo cargaron en una ambulancia y ésta lo condujo al Hospital de Gerona, donde ingresó cadáver. Así estuvo un tiempo indefinido (seis días y cinco noches, le dijeron luego) en estado de suspensión, conectado a una batería de máquinas, a la espera de un apagón o de una decisión facultativa, sin dolor ni placer, sin curiosidad ni hastío. A veces tenía episodios fugaces de discernimiento, imperceptibles para los demás; entonces oía palabras sin atender a su significado, con irritación, como si hubieran sido dichas para interferir enojosamente en su reposo. Luego recaía en la más completa indiferencia, sólo rota de cuando en cuando por una visión reiterada: un paisaje árido, una luz cegadora, sombras moviéndose al compás de un latido grave y monótono. De esta visión había de quedar impreso en la conciencia de Dubslav un recuerdo preciso y la certidumbre de haberla vivido por anticipado; en sus fugaces periodos de lucidez, sólo percibidos por el propio Dubslav, tomó la decisión de volverla a vivir en la realidad, como una obligación perentoria contraída con el mundo material, si regresaba a él. Pese a las apariencias, como el propio Dubslav supo desde el principio. aquella visión no tenía nada de vivencia mística; por el contrario, para Dubslav la visión era fácilmente explicable: la víspera del colapso. solo en la habitación del hotel de la Costa Brava donde se proponía pasar unos días descansando de un viaje fatigoso. había visto por la televisión distraídamente, en estado de duermevela, un reportaje sobre cierta región desértica y hostil. maltratada igualmente por la naturaleza y por los hombres. Allí la supervivencia era imposible y. sin embargo, la presencia humana era un hecho incontestable. Dubslav no sentía simpatía alguna por este tipo de obstinación, totalmente contrario a su modo de entender la vida. No obstante, las imágenes debieron de quedar grabadas con fuerza insospechada en algún rincón de su memoria. Ahora, antes de abandonar el mundo, les pasaba revista como si la contemplación descuidada de aquel programa de televisión, carente de todo interés para Dubslav, hubiera sido la última de una larga serie de gestiones. Ésta había sido su última ocupación: ahora gradualmente la imagen iba perdiendo la nitidez, la claridad, el brillo; el sonido ya era casi imperceptible.
Recobró el sentido al oír la voz de su madre. Luego se preguntaba con exasperación si no había sido esta voz la causa real de su regreso al mundo de los vivos. De ser así habría sido igualmente un fenómeno raro: Dubslav no creía tener con su madre un vínculo afectivo tan poderoso. Por el contrario, sus relaciones siempre habían sido distantes, caracterizadas por una superficial cortesía. Ella nunca había manifestado por su hijo ningún cariño y Dubslav, retrocediendo de despecho en despecho por la senda del descontento, había acabado por reprochar a su madre la forma negligente de su concepción. No aspiraba a ser fruto del amor y la voluntad; se habría conformado con haber nacido, como la mayoría de las personas, de una benévola predisposición a las improvidencias del ardor. Pero no era éste su caso. La propia experiencia e incluso algunas manifestaciones oblicuas de su madre condujeron a Dubslav a una conclusión tal vez errada en términos objetivos pero válida para él mismo, según la cual su madre habría buscado aquella remota aventura pasional con el propósito deliberado de quedar embarazada, y habría tenido un hijo en circunstancias irregulares precisamente para granjearse el rechazo irrecusable de la sociedad, para cortar en forma irremisible todo vinculo con esta sociedad: en suma, para obtener por este procedimiento drástico la soledad indispensable para llevar a cabo sus investigaciones científicas. Otros reproches no podía hacerle: desde el momento de su nacimiento Dubslav había vivido separado de su madre (pues de lo contrario se habría convertido en el principal obstáculo a su trabajo), pero había sido atendido meticulosamente por una serie inacabable de amas, institutrices y enfermeras. Recibió una educación escolar esmerada y costosa, y en internados estivales aprendió lenguas de inmediata aplicación. Durante todos estos años formativos vio muy poco a su madre y nunca en condiciones favorables para establecer una relación de afecto o de confianza. Otra cosa, conforme a la teoría elaborada por el propio Dubslav, habría estado en contradicción flagrante con los motivos de su engendración maquinal, de la función secundaria deliberadamente asignada a su existencia. Por eso a la hora de elegir una profesión no se le pasó por la cabeza estudiar medicina para especializarse luego en oftalmología, pese a ser hijo no ya de una, sino de dos celebridades en esta especialidad. De hecho, no eligió profesión alguna. Ingresó por inercia en la universidad e inició sucesivamente estudios de filosofía, de arte y de literatura, y los fue abandonando uno tras otro hasta agotar el tiempo prudencial asignado por la sociedad a un universitario. Entonces se dedicó a viajar. Su madre le había facilitado esta salida (como había fomentado indirectamente su irresolución, quizá sin proponérselo) asignándole una renta suficiente para cubrir sus necesidades y caprichos. Tal vez con esta generosidad inusitada pretendía compensar los años de abandono o tal vez consideraba a Dubslav incapaz de satisfacer sus propias necesidades. La relación entre ambos se había ido haciendo cada vez más formaclass="underline" cualquier posible roce se solventaba sin dificultad; por firme decisión de ambas partes, ningún incidente favoreció su aproximación o su alejamiento; y cuando Dubslav empezó a viajar en forma permanente, incluso esta relación esporádica quedó rota.