En el Ministerio de Asuntos Exteriores le informaron acerca de la situación en la región: en este momento reinaba una tregua precaria; de todos modos, viajar allí era en extremo desaconsejable. Asolada por décadas de violencia, la región seguía infestada de despojos de antiguos ejércitos en desbandada, movidos por el afán de pillaje o de venganza, y de un número ingente de mercenarios, aventureros, agitadores y simples criminales, verdaderos psicópatas establecidos allí no tanto para medrar como para dar rienda suelta a sus peores instintos en la más completa impunidad, al amparo de la confusión. En caso de peligro, le dijeron, el Ministerio de Asuntos Exteriores no podía comprometerse a brindarle ningún tipo de amparo. Dubslav agradeció la información y el consejo y persistió en su idea.
Aviones cada vez más desvencijados lo fueron depositando en aeropuertos cada vez más pequeños. Finalmente una avioneta increíblemente vieja (un decrépito caza de hélice, superviviente de la Segunda Guerra Mundial, con el motor recompuesto con elementos heterogéneos procedentes de las máquinas más dispares pero con las ametralladoras conservadas con esmero en perfectas condiciones de uso) aterrizó sobre una pista de tierra batida en mitad de un páramo. El piloto le hila apearse y despegó de inmediato. Al cabo de un rato vino a buscarle un jeep conducido por un negro harapiento. Dubslav subió al jeep sin decir nada y ambos hicieron en silencio un trayecto considerable hasta llegar a un barracón camuflado en una depresión del terreno para pasar inadvertido a los piratas aéreos. En el interior reinaba una temperatura tan abrasadora como en el exterior, pero dentro el aire era viciado y maloliente. El dueño dijo ser portugués, pero sólo hablaba un francés entrecortado, vacío de sintaxis, rico en juramentos y obscenidades y plagado de expresiones dialectales incomprensibles. Aquél no era un lugar santo, aclaró señalando unos anaqueles polvorientos donde se podían ver, apiladas sin el menor disimulo, armas y municiones, bebidas alcohólicas y una colección de vídeos pornográficos tan nutrida como inusitada en una zona adonde no había llegado ni había de llegar en muchos años la energía eléctrica. No era ciertamente un establecimiento fino, sino un lugar infame, como él mismo, agregó el presunto portugués señalándose a si mismo con un gesto jactancioso y un punto tímido, como si implorase de su interlocutor la aceptación de aquellas inculpaciones sin más prueba. Dubslav creyó estar en presencia de un hombre bueno, quizá un verdadero santo laico, obligado a fingirse infame para sobrevivir en un mundo verdaderamente infame, donde la infamia de cada uno equilibraba la infamia de los demás. Allí, agregó el presunto portugués, nadie los veía ni los oía, nadie sabia de la presencia de Dubslav en aquel lugar, salvo el piloto de la avioneta, un ser tan infame como él mismo y cómplice de él y de otros muchos en innumerables delitos; nada impedía en efecto al presunto portugués asesinar a Dubslav en aquel mismo instante y enterrarlo en el desierto, donde nadan miles de esqueletos de soldados abandonados por sus compañeros de armas en el tumulto y el pavor de la retirada, comidos por los buitres y luego incesantemente sepultados, exhumados y vueltos a sepultar por las dunas móviles, pero milagrosamente conservados gracias a la sequedad de la atmósfera y a la ausencia perpetua de lluvia. Ni siquiera el más experto detective provisto de los aparatos más modernos de detección podría identificar el cadáver de Dubslav entre aquella muchedumbre de esqueletos, en el supuesto de haber sido enviado allí en busca de Dubslav, cosa improbable: los clientes de aquel barracón infame nunca dejaban atrás a nadie interesado en su desaparición o en su posible paradero. Ni siquiera el más codicioso heredero consideraría rentable enviar allí un detective, y menos aún provisto de los aparatos más modernos de detección, a cavar en las dunas sembradas de esqueletos milagrosamente conservados y empeñados años tras años en entrar y salir incesantemente de sus tumbas, como para recordar a los vivos los horrores de la guerra. Pero Dubslav no debía abrigar ningún temor: él no tenía la menor intención de hacerle daño: no en vano Dubslav había demostrado ser un buen cliente depositando con anterioridad, conforme a lo convenido a través de un turbio intermediario de Roma, el precio total de la mercancía y los servicios en un banco panameño.
Acabado este discurso (de hecho, una versión rústica de la verbosidad del comerciante convencional deseoso de justificar ante el cliente y ante su propia conciencia unos precios desmedidos), el presunto portugués hizo entrega a Dubslav de los pertrechos necesarios para proseguir el viaje. Las provisiones alimenticias consistían en unas latas donde todavía figuraba el nombre de un organismo internacional y la finalidad de su envío: paliar las necesidades apremiantes de los refugiados de la región. También el botiquín de campaña era de dudosa procedencia y todos los medicamentos estaban caducados desde hacía varios años. En cambio no ofrecía duda el origen del vehículo asignado a Dubslav: dos décadas atrás una conocida empresa de bebidas refrescantes había hecho una breve tentativa de organizar una red de distribución en la zona pero pronto comprendió la inutilidad del proyecto y abandonó el campo sin molestarse siquiera en repatriar el material; ahora el presunto portugués le arrendaba una camioneta adaptada a las condiciones adversas del terreno pero todavía decorada con un logotipo de vivos colores, cubierto de polvo pero también preservado milagrosamente. Adentrarse en aquellas tierras ignotas y azarosas anunciando un refresco de frutas no sólo era un acto temerario sino ridículo, pero Dubslav no puso objeción alguna; cargó en la camioneta las vituallas, los neumáticos de recambio y los depósitos adicionales de gasolina, verificó el funcionamiento del motor y se dispuso a partir.
Antes, sin embargo, en vista del buen talante mostrado por Dubslav durante su truculenta perorata, el presunto portugués, adoptando un tono mucho más cordial, casi servil, trató de suministrarle algunos productos de su almacén por si quería comerciar con ellos. Nadie se adentraba desde hacía mucho en la región, le dijo, y el portador de cualquier mercadería sin duda había de encontrar entre los nativos un mercado con escaso poder adquisitivo, pero ávido de novedades y rarezas.
– Siga mi consejo y llévese esto. le dijo con expresión ladina señalando una hilera de botes de plástico descoloridos por la acción del tiempo, es tinte para el cabello. Nada ilusiona tanto a los nativos como teñirse de rubio, precisamente aquí, donde la falta de agua no permite a nadie lavarse la cabeza siquiera una vez al mes. Por supuesto, no son tontos: con la piel como el carbón y las facciones de simio, nadie pretende hacerse pasar por sueco. Simplemente, les gusta, como en nuestros países las joyas y los vestidos caros gustan a las mujeres viejas y feas. Será un símbolo de estatus o llámelo como quiera. Dubslav compró dos docenas de botes y los cargó en el camión: allí sobraba espacio y le convenía estar a bien con el presunto portugués.