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Viajó durante tres días por el desierto sin avistar ningún ser viviente salvo linos lagartos enormes, inmóviles, de escamas ocres y mirada opaca, apostados en los vértices de las rocas para ver pasar la camioneta, y unas aves carroñeras en vuelo perpetuo y majestuoso, siempre a la espera de un desenlace aciago y nutritivo. Incapaz de orientarse por las estrellas, debía dormir de noche y conducir bajo un sol de fuego, con la ayuda de la brújula y el mapa. Cada pocos kilómetros debía detenerse y cambiar un neumático, reventado por el calor y las grietas del terreno. Casi ciego, deshidratado, con la piel cuarteada y el entendimiento extraviado, llegó finalmente ante una cruz de término. Era una cruz de piedra, como había visto muchas en los cruces de caminos de España. Le sorprendió grandemente encontrarla allí, pero en cambio no le sorprendió ver al diablo apostado junto al asombroso jalón. Como Dubslav sabia, esta imagen se correspondía con las viejas leyendas sobre la presencia del diablo en las encrucijadas, impedido de entrar en los pueblos por la presencia misma de la cruz y obligado a esperar allí pacientemente la llegada de algún caminante dispuesto a vender su alma. Ahora aquella fantasía infantil se materializaba ante sus ojos con la apariencia de un individuo de edad indefinida, piel bermeja, facciones amadas, cuernos y rabo.

Dubslav bajó del camión y se dirigió hacia aquella extraña presencia. Cuando estuvieron frente a frente, el diablo, señalando la camioneta y en un francés moroso pero no inseguro, preguntó: Mirinda est de retour? Dubslav respondió: Non, non, je ne suis pas Mirinda, je m’appelle Dubslav el je suis moi-même. El diablo se limitó a suspirar y exclamó: Dommage! A continuación, sin embargo, añadió: Mais je comprends… je comprends. Llevaba atada al cinturón una calabaza de agua y se la ofreció a Dubslav. Este bebió un sorbo largo. Dentro de la calabaza había un liquido tibio y poco grato al paladar, pero vivificante de todos modos. Cuando hubo bebido, Dubslav volvió a examinar a su interlocutor y se percató de su error: no se trataba del diablo, sino de un hombre pintarrajeado de rojo y tocado con extraños aditamentos. El propio individuo, advirtiendo la curiosidad del recién llegado, se encargó de disipar sus últimas dudas.

Era, en realidad, el hechicero de un poblado cercano. Unas horas antes habían acudido a su choza unos pastorcillos a referirle con gran excitación el hallazgo de un extraño monumento en mitad del desierto, en un lugar bien conocido de los pastores, donde antes no había habido nunca nada. Para aquellos mozalbetes ignorantes y supersticiosos, la súbita erección de un objeto de piedra de grandes dimensiones y, por consiguiente, muy pesado, sólo podía ser obra de los malos espíritus. Por esta razón habían ido en busca del hechicero. Este se mostró escéptico. pero no eludió su responsabilidad y se dirigió al lugar indicado a verificar el suceso con sus propios ojos. Antes. sin embargo, por razones rituales y, en el fondo, de prestigio personal, se embadurnó de pintura y se colocó unos amuletos supuestamente protectores, si bien él mismo los calificaba de «payasiles». Ahora llevaba varias horas instalado allí, tratando de dilucidar el origen de aquel tótem. sin duda cristiano, cuyo origen no presentaba a sus ojos misterio alguno. En su opinión, el tótem había sido erigido varios siglos atrás, tal vez en tiempos de las cruzadas, abandonado luego y de inmediato sepultado por la arena del desierto. Ahora, por un capricho de los vientos, las dunas se habían desplazado dejando el tótem al descubierto. Ésta había sido su conclusión inicial. Luego, sin embargo, la repentina aparición de Dubslav y su camioneta de re· parto le habían hecho dudar y por un momento había llegado a pensar si no se encontraría efectivamente ante un fenómeno de orden sobrenatural.

Dubslav le tranquilizó al respecto: no había nada sobrenatural ni en su persona ni en su estrafalario vehículo. Sólo era un viajero perdido en el desierto y medio muerto a causa de la deshidratación.

A instancias del hechicero, fueron ambos al poblado de este último, donde la llegada de la camioneta despertó un alborozo seguido del consiguiente desengaño. Estas emociones relegaron al olvido la aparición de la cruz de término y, en consecuencia, el meritorio trabajo del hechicero, por el cual, según pudo apreciar Dubslav casi de inmediato, la gente no sentía mucho respeto. Tampoco manifestaban al respecto irreverencia ni descaro. Simplemente, todo parecía traerles sin cuidado.

No era para menos. En aquel lugar devastado, arruinado y desierto la tierra amarilla quemaba tanto como los rayos del sol. El viento y la arena habían horadado las rocas. En el poblado las casas eran de adobe, exiguas, sucias y endebles; si sobre ellas hubiera caído un simple chaparrón las habría disuelto. Tal vez, se dijo Dubslav, el diluvio universal fue sólo un chaparrón en un lugar similar a éste; tal vez aquí mismo se originó la historia de la raza maldita, pero con un desenlace distinto; tal vez en fin de cuentas la raza maldita consiguió sobrevivir para seguir pecando. Ahora, ignorantes del pasado, desinteresados por el presente y sin esperar nada del futuro, estas gentes habitaban el lugar con apatía. No había allí razón alguna para seguir viviendo, pero lo hacían, no por perseverancia. sino por embrutecimiento. Desde luego, no amaban su tierra, ni tenían motivos para amarla. Tampoco la respetaban: sin el menor reparo arrojaban basura ante la puerta de sus casas, en las intersecciones de las tortuosas callejas del poblado; los animales muertos se pudrían al sol, despanzurrados por las aves carroñeras y cubiertos de moscas y gusanos. El hedor era insoportable. Los hombres se orinaban encima de los bebés para preservarlos de los merodeadores: Les chacals n’aiment pas les enfants pisseux, explicó el hechicero a Dubslav.

Pasado el primer momento de curiosidad, motivado especialmente por la camioneta, los habitantes del poblado acogieron la presencia de Dubslav entre ellos con una naturalidad rayana en el desdén. Sin embargo su actitud no provenía de un sentimiento de desprecio hacia aquel extranjero extraviado y desvalido: incapaces de verse a si mismos, no encontraban en el recién llegado nada digno de ser notado. nada elogioso ni censurable. Dubslav agradeció esta actitud y se adaptó sin esfuerzo a la situación.

Con una repugnancia mitigada por el apetito consumió unos horribles comistrajos en los pucheros comunes, y bebió el agua sucia, cenagosa, infestada de gusarapos, proveniente de unas pozas profundas, hediondas, malsanas; luego trataba de llenar las horas deambulando por el poblado, olisqueado por perros y acosado por cabras sin dueño. Al llegar la noche dormía en la camioneta.

Inicialmente, para no subsistir a costa de aquella gente, de una hospitalidad hosca pero en realidad extraordinariamente generosa habida cuenta de la penuria reinante. Dubslav trató de canjear por comida los tintes capilares adquiridos por indicación del comerciante portugués, pero nadie mostró por ellos el menor interés. La mayoría no parecía conocer el producto y los otros, al advertir su naturaleza, se mostraban ofendidos. Dubslav acabó por admitir el engaño del portugués y guardó los botes de tinte en la camioneta, de donde desaparecieron todos al cabo de muy poco. Más tarde Dubslav vio con divertido asombro cómo la ensortijada pelambrera de algunos hombres adquiría una sospechosa tonalidad rosácea. Esta experiencia disipó sus escrúpulos. Al hechicero, convertido primero en su valedor y luego, de modo espontáneo, también en su mentor, Dubslav le regaló un bolígrafo inservible (el calor había derretido la tinta) pero muy apreciado en toda la región.