Durante los primeros días (nunca llegó a saber cuántos, pues él había perdido durante el viaje el cómputo del tiempo y allí no existían ni el reloj ni el calendario y todas las horas eran iguales en su invariable y aniquiladora vaciedad), Dubslav se preguntaba a menudo si por casualidad aquel poblado sería el mismo poblado entrevisto en la pantalla de la televisión del hotel de la Costa Brava la víspera de su accidente. Pero pronto dejó de atormentarse con una incógnita imposible de despejar. Su recuerdo del reportaje era insignificante y entre la gente del poblado, debidamente interrogada por mediación del hechicero, nadie, ni siquiera el propio hechicero, recordaba la filmación de un reportaje. Esto último, por otra parte, no era indicio de nada: adaptado a la vida rutinaria del poblado, Dubslav podía imaginar perfectamente tanto el alboroto causado por la aparición de un equipo de reporteros como su inmediato olvido. Aquella gente sin futuro y casi sin presente no vela utilidad alguna en conservar el pasado.
Menos interés sin duda habría tenido para ellos bucear en sus origen es. Nadie tenía la menor idea (ni el menor deseo de tenerla) acerca de los orígenes del poblado, de la razón de ser de aquel asentamiento inviable en un paraje absurdo. Al principio de la estancia de Dubslav en el poblado, el hechicero había intentado (tímidamente, sin insistencia, casi con desgana) venderle algunos objetos de supuesto valor artístico o arqueológico. A ojos vistas se trataba de falsificaciones burdas, viejas. roñosas y desencoladas, pero Dubslav se apresuró a trocar aquellas baratijas por un número equivalente de adminículos de su propiedad, igualmente carentes de utilidad y, por supuesto, de valor de cambio, pues las pertenencias de Dubslav, incluido el motor y el chasis de la camioneta, eran sometidos a un saqueo sistemático y apenas disimulado. De aquellas baratijas adquiridas al hechicero pensaba Dubslav extraer alguna enseñanza. Seguramente, se decía, el poblado había sido en algún momento de la Historia un puesto avanzado de un antiguo reino, jalón, refugio o puesto de avituallamiento en una inmensa ruta comercial, y las baratijas del hechicero otros tantos recuerdos de olvidadas mercaderías. Luego, sucesivas guerras o una sola guerra con breves periodos de estancamiento habían asolado la región y todas las regiones colindantes. Esto, al menos, había oído contar Dubslav durante las últimas etapas de su viaje, conforme se iba adentrando en tierras cada vez más áridas y devastadas. En aquellas latitudes la guerra había sido y seguía siendo para algunos grupos un fin en si mismo y, por supuesto, la única ocupación y el único destino imaginables, a diferencia de Europa, donde la guerra siempre había sido considerada un hecho anómalo, a pesar de su frecuencia e intensidad. De resultas de esta concepción, ciertamente reñida con la lógica, al término de cualquier guerra entre países europeos, los contendientes de ambos bandos aunaban sus esfuerzos para restablecer cuanto antes la normalidad alterada, y era habitual ver al vencedor ayudar con verdadero desprendimiento al vencido a borrar las huellas de la derrota infligida poco antes y con gran saña por su actual benefactor. Este mecanismo había permitido a los mismos países repetir las mismas guerras en los mismos territorios y en intervalos muy cortos. Allí, en cambio, la guerra sólo perseguía la destrucción del contrario y cualquier guerrero habría juzgado una insensatez el coadyuvar a la recuperación de la economía e incluso del armamento del vencido. En aquella región, para el vencedor, el vencido había dejado sencillamente de existir, y esta noción era compartida con igual firmeza por el propio vencido.
Finalmente una mañana Dubslav fue arrancado de su sueño por una resonancia constante y destemplada y reconoció en ella el eco de su pasada alucinación. Ahora su viaje y su paciencia se verían recompensados, pensó con inquietud: temía sobre todas las cosas enfrentarse a una realidad cuya trivialidad podía prever fácilmente. Pero como tampoco podía eludirla, salió de la camioneta y se dirigió al lugar de donde procedía la salmodia. Así llegó a la plaza central del poblado, en realidad un solar irregular relativamente exento de la acumulación habitual de inmundicias. En la plaza no había nadie. Los músicos permanecían ocultos o, simplemente, se habían resguardado del calor en algún lugar sombreado, probablemente en el interior de una choza. La tierra reverberaba bajo el sol y el cuerpo de Dubslav no proyectaba sombra en el polvo gris y duro de la plaza.
Desconcertado, regresó a la camioneta. A lo largo del día acudió a la plaza a intervalos cada vez más cortos, siempre con idéntico resultado. Finalmente, al caer la tarde, la población se fue congregando con lentitud y apatía y los músicos se dejaron ver. Eran cuatro personajes enteramente tapados por una tela oscura, como si trataran de no ser vistos, al menos, simbólicamente, en el desempeño de sus funciones, consistentes en golpear con unos palos de hueso forrado de piel unas tinajas altas y gruesas, cerradas por un parche tenso. De acuerdo con la peculiar idiosincrasia de la gente, nadie hacía caso de los músicos, como si, además de asumir su pretendida invisibilidad, no oyeran la salmodia.
Deambulando entre la gente, Dubslav se topó con el hechicero. Lo llevó a un confín de la plaza, donde pudieran hablar sin llamar la atención, y le preguntó si estaba asistiendo a una fiesta o a una ceremonia religiosa. El hechicero se mostró dubitativo: no sabía si aquello podía calificarse de fiesta. En aquel lugar y en los tiempos presentes no había razón alguna para festejar nada. Pero tampoco se trataba de un acto religioso. Sin embargo, y a la vista de la ansiedad de su interlocutor, acabó por calificar el acto de simple événement. Y añadió: Et un très fameux événement, bien súr! Dubslav le preguntó entonces cuándo iba a empezar el événement y el hechicero respondió con un encogimiento de hombros. En realidad, dijo, había empezado hacía horas, desde los primeros compases de la salmodia. Ah, mais je m’attendais à quelque chose de différent!, exclamó Dubslav. Différent?, exclamó a su vez el hechicero, voulez-vous dire plus rigolo? Dubslav temió haber herido los sentimientos del hechicero, pero éste no parecía ofendido, sino perplejo. Obviamente, la ceremonia, fuera cual fuese su naturaleza. no había sido concebida, ni ahora se desarrollaba, para divertir a los forasteros y mucho menos para aclarar sus dudas o para iluminar sus vidas erráticas. Todo cuanto allí ocurría, incluso lo más excepcional y exótico, carecía de valor metafórico. De todos modos, añadió el hechicero mientras trataba de liar un cigarrillo de hierbajos con sus dedos artríticos, nada le impedía sumarse al baile, si tal era su deseo.
En efecto, algunos de los hombres concentrados en la plaza habían empezado a moverse al compás de la invariable pero incesante salmodia. Poco a poco se fueron acallando las conversaciones y las mujeres se fueron retirando del centro de la plaza, hasta formar una circunferencia en torno a los bailarines. Ya era de noche, pero la luna llena iluminaba el poblado. Ahora Dubslav ya no dudaba de estar presenciando lo ya visto en la televisión. Sin embargo, en directo y en su genuino contexto, la danza no revestía el menor interés. Los movimientos parecían responder a un ritual pero carecían de toda gracia; ejecutarlos no requería destreza y evidentemente no producía ningún placer; menudeaban en cambio los empujones, pisotones y codazos; el hacinamiento, la concentración de olores corporales y el polvo hacían el aire asfixiante: si para la población esto era un baile (y Dubslav recordaba haberlo visto presentado como tal en la televisión y luego haberlo soñado así durante su letargo), los bailarines se entregaban a él con la desidia propia de un quehacer doméstico enojoso pero ineludible. Sin embargo, se decía Dubslav, esto por fuerza había de tener una significación para esta gente, de lo contrario, no lo harían. Tal vez significa para ellos una forma insustancial pero suficiente de rellenar un vacío, se dijo Dubslav, como lo fue para mí: sin este sueño los días de inconsciencia en el hospital no habrían tenido medida; y del mismo modo no tendría medida para ellos una eternidad dedicada a la mera supervivencia, sin sentido y sin alivio. Sin duda el hechicero tenía razón, se dijo Dubslav, aquel baile no era ritual ni festivo, pues con él no pretendían dar satisfacción ni a los dioses ni a si mismos, tal vez ni siquiera marcar físicamente el paso intangible e infructuoso de las estaciones. Si a alguna conclusión puedo llegar, se dijo Dubslav, es ésta: me estoy aburriendo horrorosamente, pero si por una contingencia impensable me viera obligado a permanecer aquí el resto de mi vida, yo también participaría en esta ceremonia.