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Ahora, no obstante, se mantenía separado del grupo, en una de las callejas laterales, rodeado de perros y cabras malolientes, como único espectador, sin dar muestras de extrañeza y tratando de ocultar las del tedio. El baile se prolongó durante varias horas, a la luz de las estrellas; no hubo variación, salvo en el tamaño de la nube de polvo levantada por los pies de la gente al golpear la tierra seca de la plaza. Finalmente se fueron yendo uno tras otro a sus casas; cuando todavía quedaba en la plaza un tercio de los danzantes, los timbales dejaron de sonar sin aviso ni causa aparente y el acto se dio por terminado.

A la mañana siguiente el médico noruego, a su paso por el poblado, entregó a Dubslav el telegrama del Ministerio de Asuntos Exteriores con la noticia de la muerte de su madre y de la concesión a ésta del Premio Europeo a la Realización Científica por sus descubrimientos en el campo de la oftalmología.

Reparó como supo la maltrecha camioneta y abandonó aquella misma tarde el poblado ante la indiferencia general, sin pena ni nostalgia por su parte. Nunca volvería a ver aquel lugar, donde no había sido feliz ni desgraciado (las incomodidades físicas se olvidan en cuanto cesan) y donde, en una clara anticipación de futuros recuerdos, había realizado un trabajo de resultados inciertos, pero sin duda necesario. Sólo se despidió del hechicero. Éste, por su parte, lo vio partir con la naturalidad de quien ha previsto un suceso y a fuerza de saberlo inevitable acaba por juzgarlo conveniente. Comprendo y comparto los motivos de su precipitada marcha, le dijo a Dubslav, sin embargo, y dado el motivo de su viaje, se va precisamente cuando la fiesta está a punto de comenzar. ¿La fiesta?, exclamó Dubslav, pero la fiesta ¿no fue ayer? Oh, no, repuso el hechicero, ayer fue sólo el principio. Lo bueno viene hoy, esta noche, y tal vez mañana.

Al salir del poblado Dubslav vio de reojo un grupo de mujeres jóvenes afanarse en torno a una gran olla humeante. Dubslav recordó los dibujos de su infancia, el reiterado chiste de los caníbales y el misionero en una perola. Por supuesto, este recuerdo no guardaba ninguna relación con la fiesta de la víspera, ni con la olla gigante entrevista por la ventanilla de la camioneta en la última revuelta del camino, antes de perder de vista el poblado para siempre.

* * *

Ahora Dubslav reflexionaba en las largas horas de vuelo (los percances del regreso no le habían dejado tiempo de pensar), sin prestar atención a las miradas de repulsa y desagrado de los demás pasajeros, más intensas conforme iba cambiando de avión en un recorrido inverso al del viaje de ida, a la vista de su atuendo cochambroso y su incuestionable suciedad personal. De esta guisa llegó a Bruselas a primera hora de la tarde del día señalado para la concesión del Premio Europeo a la Realización Científica concedido a su madre y no a él, como trataba de explicar Dubslav en el vestíbulo del aeropuerto a una representante del Jurado: estaba aquí para recoger el Premio Europeo a la Realización Científica en nombre de su difunta madre, no en nombre propio, le dijo con insistencia atolondrada. Sin embargo, la representante del Jurado (una mujer de aspecto inteligente y cordial, pero ajena a todo cuanto no fuese la expresión más convincente de su propia turbación) no le prestaba atención alguna: sólo parecía preocuparle el poco tiempo disponible y el aspecto lamentable de Dubslav. Finalmente Dubslav optó por aplazar la justificación de su presencia en Bruselas y limitarse a justificar por el momento su aspecto con la palabra Archéologie, acompañada del gesto ilustrativo de vaciar en el suelo del aeropuerto la arena acumulada en el fondillo de los pantalones.

– Ah… l’archéologie,’est bien, c’est très bien. Mais le smoking…, dijo la representante del Jurado. Por supuesto Dubslav no llevaba consigo un smoking ni disponía de tiempo para procurarse uno de alquiler. A lo sumo, en las horas previas a la entrega del premio (una gala en el salón de congresos del propio hotel, presidida por Su Majestad el Rey o por Su Majestad la Reina, y en cualquier caso retransmitida por Eurovisión a todos los países, según la representante del Jurado), podía dar su ropa a planchar al servicio del hotel, pero no a lavar. En el hall del hotel lo esperaban varios miembros del Jurado del Premio Europeo a la Realización Científica¡ también a ellos trató de explicar Dubslav la razón de su viaje; tal vez esta misma razón, de ser atendida y comprendida por los miembros del1urado, habría hecho innecesaria su aparición en el estrado, frente a las cámaras de Eurovisión, con semejante facha, pensaba Dubslav; no veía motivo alguno para saludar personalmente a Su Majestad el Rey vistiendo un pantalón corto y deshilachado, unas botas destrozadas y una camisa hecha jirones y apestando a cabra. Pero, como había ocurrido con la representante del Jurado poco antes en el aeropuerto, los miembros del Jurado tampoco le escuchaban: su ofuscación ante el escándalo les impedía parar mientes en la solución propuesta por el propio Dubslav. Finalmente le dijeron: Allez, allez vous baigner.

Dubslav subió a su habitación y se bañó. Entonces le asaltó por primera vez la imagen real de su madre. Ella había sido para Dubslav una persona lejana y enigmática, pero también el único objeto posible de todos sus afectos; a partir de ahora la vida de Dubslav había de ser por fuerza solitaria y estéril. Sus sollozos incontrolables agitaban el agua de la bañera. Hubo de recurrir a una ducha fría para recobrar la compostura. Luego, angustiado ante la perspectiva de permanecer encerrado las dos horas restantes en aquella habitación, se volvió a poner sus prendas nauseabundas y se echó a la calle.

Hacía frío y viento y lloviznaba. Habituado desde hacía varias semanas al clima seco y ardiente del desierto, esta acometida de la destemplanza provocó en Dubslav agotamiento y desasosiego instantáneos. Conocía la ciudad de visitas anteriores y sin objetivo alguno se dejó llevar por sus pasos a la Grande Place. Allí quedaban todavía algunos turistas porfiados: bajo los paraguas iban siguiendo el recorrido marcado en sus guías y miraban de soslayo a Dubslav, recelosos de su aspecto y su actitud. Dubslav no reparaba en ellos: se colocó en el centro de la Grande Place y se dejó empapar por la lluvia pacientemente, como si hubiera acudido a una cita inaplazable; sus prendas mojadas emanaban un vapor blanquecino resplandeciente por efecto de los reflectores.

Regresó al hotel cuando sólo faltaba un cuarto de hora para el inicio de la ceremonia. El equipo de televisión ya estaba recogiendo las imágenes previas al acto (los invitados entrando por la puerta del salón de congresos y desparramándose por el patio de butacas), la policía ocupaba lugares estratégicos a la espera de la llegada inminente de Su Majestad el Rey, y los miembros del Jurado recorrían el hall del hotel con vivas muestras de nerviosismo y de enojo. Le increparon y le preguntaron cómo había conseguido salir del hotel burlando toda vigilancia y cómo había logrado volver a entrar en un hotel ocupado por la policía con aquella facha lamentable.