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– ¿Ha reparado usted en la hora? le dijeron. Esto puede causarnos un perjuicio incalculable en términos morales y materiales; es bien conocida la costumbre de los telespectadores de cambiar de canal en cuanto un programa deja de captar su atención siquiera unos segundos.

– No se inquieten, respondió Dubslav, en cinco minutos me seco y estoy con ustedes. De todas formas, agregó, como sin duda habrá varios discursos protocolarios antes de la entrega del Premio Europeo a la Realización Científica, aun cuando me retrasara, nadie lo notaría.

Su serenidad tranquilizó o desconcertó aún más a los miembros del Jurado: le dejaron ir conminándole a darse prisa y luego se fueron a saludar a las autoridades y a ocupar sus asientos.

Dubslav se llevó una sorpresa al entrar en la habitación: sobre la cama había una camisa blanca almidonada, con pechera, cuello y puños de celuloide y botonadura de nácar, un smoking, lazo y faja, zapatos de charol y calcetines de seda. Probablemente los miembros del Jurado o la propia gerencia del hotel habían dado con la manera más sencilla de proveerle del atuendo apropiado, se dijo Dubslav. En el fondo la solución siempre había estado al alcance de su mano y del modo más sencillo: utilizar el vestuario de algún camarero del hotel de talla similar a la de Dubslav.

Se afeitó, se lavó y se vistió pausadamente. La ropa era de excelente calidad y corte, pero no reparó en ello; sólo al final, asombrado ante su propia imagen en el espejo, abrigó alguna duda sobre la procedencia de aquella indumentaria sin duda impropia de un camarero, incluso de un camarero de hotel de lujo. Recordaba la fábula de la Cenicienta cuando reparó en un volante de color verde pálido prendido de la manga por un alfiler: era el comprobante (y la cuenta) del servicio de tintorería del hotel y llevaba la firma de un cliente distinto de Dubslav. En realidad, esta indumentaria de gala pertenecía al ocupante de la habitación contigua y había sido dejada en la de Dubslav por error.

Dubslav salió al pasillo con la intención de aclarar la confusión con su vecino de habitación y de paso preguntarle si no necesitaba el smoking y sus complementos en los próximos minutos, y si verdaderamente no los necesitaba, le pediría prestadas las prendas, comprometiéndose a devolvérselas a la mayor brevedad, tan pronto el servicio de tintorería del hotel las hubiera limpiado y planchado de nuevo con cargo, por supuesto, a la cuenta de Dubslav. Pero cuando golpeó con los nudillos la puerta de la habitación contigua, abrió un individuo rudo y mal afeitado, enfundado en una gabardina, y le mostró una placa de policía. En aquel mismo instante sonaban en el hall del hotel los airosos compases del himno nacional anunciando la entrada de Su Majestad el Rey. Alarmado por esta coincidencia, como si en ella hubiera indicios de peligrosidad, el policía conminó a Dubslav a entrar de inmediato en la habitación y a identificarse. En la habitación había varias personas: un médico, un fotógrafo adscrito al cuerpo de policía y dos empleados del hotel, dedicados a examinar el cuerpo de un hombre tendido sobre la cama en camiseta y calzoncillos. Il a avalé sa chique, dijo el inspector con rudeza. A las preguntas del inspector acerca de su presencia en la habitación, respondió Dubslav refiriéndole la extraña historia del smoking. El inspector se mostró incrédulo. Por fortuna, en el rincón de la habitación opuesto a la cama, hundida en un sillón, lloraba una camarera uniformada con el rostro oculto entre las manos. Era, según supo luego Dubslav, la encargada del servicio de lavandería y tintorería del hotel y por consiguiente la causante de la confusión en la distribución de la ropa y también la causante involuntaria del fallecimiento del ocupante de la habitación, o al menos eso creía ella misma por una razón absurda a los ojos de todos, pero no a los suyos: un rato antes había efectuado el reparto de la ropa proveniente de la lavandería y tintorería del hotel, donde trabajaba desde hacía poco más de dos meses. Procedía de un país árabe y todavía tenía dificultades a la hora de descifrar algunos números, como el tres, el seis y el ocho, sobre todo si estaban escritos a mano. Por esta causa había dejado en la habitación de Dubslav la ropa de su vecino, ahora difunto. De no haber cometido esta falta leve, pensaba ella, de haber llamado a la habitación donde ahora estaban, y de haber entrado con la llave maestra al no recibir respuesta, como había hecho en la habitación de Dubslav, seguramente habría sorprendido a su ocupante en el momento de sufrir el ataque y habría podido dar la voz de alarma y salvar su vida. Ahora se sentía responsable de su muerte y temía por su trabajo e incluso por su permiso de residencia en el país.

El inspector dio por buena esta explicación y por demostrada la inocencia de Dubslav. Éste, a su vez, se interesó por la identidad del difunto. Se trataba de un súbdito italiano de nombre Ettore Tamborrini o Tamburrini, catedrático de la Universidad de Bolonia, de donde había llegado este mismo día precisamente para recoger el Premio Europeo a la Realización Científica por sus investigaciones en el campo de la semántica. Estas investigaciones, en definitiva, de bien poco le habían servido, pues había fallecido pocos minutos antes de recibir el galardón, como hizo notar el inspector de policía con su habitual acidez. Con dos premiados muertos, el premio se le antojaba muy poco deseable.

En este momento irrumpió en la habitación un miembro del Jurado; la ceremonia había comenzado y el Jurado estaba sumamente intranquilo por la ausencia inexplicable de dos de los premiados, el profesor Tamborrini y el propio Dubslav. En pocas palabras el inspector le puso al corriente de lo ocurrido, dejándolo aún más consternado.

Dubslav trató de calmar los ánimos alterados de aquel hombre con la siguiente reflexión: había ocurrido en efecto un hecho triste, luctuoso, pero no delictivo, ni siquiera reprobable; sobre lo ocurrido nadie, y menos aún el Jurado, tenía potestad alguna. Ahora lo importante era decidir si la ceremonia de la entrega de premios debía proseguir o ser interrumpida por esta causa. Interrumpirla anunciando lo ocurrido. prosiguió diciendo Dubslav, sería en la práctica un acto de sensacionalismo por la presencia de las cámaras de Eurovisión, y tal vez un acto de verdadera irresponsabilidad política por el hecho de comprometer a Su Majestad el Rey, frente a las cámaras de televisión, en la muerte repentina (y misteriosa hasta tanto la autopsia no determinase sus causas reales) de uno de los premiados, pocos minutos antes de recibir el galardón. Mucho mejor sería decir: el profesor Tamborrini está indispuesto, o el profesor Tamborrini no puede estar ahora con nosotros por motivos de salud.

Estos argumentos convencieron al miembro del Jurado. Sería una pequeña mentira, en efecto, admitió, y ciertamente no tenían derecho a convertir el festejo en un acto funerario, por respeto a Su Majestad el Rey y al público asistente ya la dignidad y prestigio del premio, así como por consideración a los telespectadores y patrocinadores del acto y a los propios miembros del Jurado.

Pese a todo, el miembro del Jurado no podía ocultar su turbación. Dubslav, en cambio, por primera vez desde hacía muchos años, quizá por primera vez en toda su vida, se sentía tranquilo y seguro de sí cuando le llevaron de la mano por un corredor en penumbra hasta la parte posterior del estrado, detrás del cortinaje. Allí habían colocado unas sillas de tijera para los galardonados mientras esperaban ser llamados al estrado. En el suelo había un amasijo de cables. Hicieron sentar a Dubslav en una silla reservada para él, junto a la silla vacía destinada al profesor Tamborrini, y le conminaron a guardar silencio y a no tocar los cables del suelo. Cuando le llegara el turno de salir al estrado, ya le avisarían. Dubslav hizo un signo de asentimiento y se sentó. Al otro lado del cortinaje se sucedían los discursos, pero Dubslav no los escuchaba; tampoco preparaba el suyo: tenía las ideas claras y no veía dificultad alguna en exponerlas. Llegado el momento, le hicieron señas imperiosas. Siguiendo instrucciones, salió de la zona oscura, detrás del cortinaje, y subió unos escalones de madera. Al acabar de subir estos escalones se encontró en un extremo del estrado, oyó el nombre de su madre y avanzó hacia el centro. Su aparición fue recibida con una ovación y murmullos de extrañeza al ver a la doctora convertida en un hombre joven.