Todo esto tenía muy alborotada a mi familia, que había entronizado la rutina como soberana absoluta de nuestra existencia. Y no sólo por la agitación exterior, sino por el ilustre personaje que en breve iba a traspasar el umbral de la tía Conchita y convertirse en el eje de nuestras vidas durante unos días.
Es difícil determinar cuántos forasteros acudieron a Barcelona con motivo del Congreso Eucarístico, porque los datos escasean y los que existen probablemente fueron falseados con fines propagandísticos, pero sin duda fueron muchos. Millares de curas y monjas llegaron por tierra, mar y aire, y entre esta muchedumbre sobresalían, por su dignidad y la vistosidad de su atuendo, los obispos, tantos más cuanto más lejana y exótica fuera su sede: un obispo australiano, asiático o africano tenía garantizada su foto a toda plana en la prensa local. Pero esta afluencia halagadora comportaba, para una ciudad apenas repuesta de la guerra y escasa de medios, un problema de alojamiento. Se construyeron hoteles, las órdenes religiosas hospedaron a sus miembros y las autoridades civiles y religiosas hicieron cuanto pudieron, pero aún así había excedente de huéspedes, por lo que se apeló a la hospitalidad de los hogares barceloneses. Y como la tía Conchita era muy devota y respondió de inmediato a este ruego, el tío Agustín muy influyente y su casa adecuada para albergar a un príncipe de la Iglesia, les fue asignado un prelado extranjero. Si en su fuero interno la tia Conchita soñó con recibir a un cardenal o, cuando menos, a un obispo importante, supo disimular con elegancia la decepción de saber que le había tocado en suerte el ordinario de un lugar desconocido de nombre impronunciable, que sólo con ayuda de una lupa conseguimos ubicar en el atlas. Al fin y al cabo, un obispo. sea de donde sea, está en contacto directo con el Papa y es, en definitiva y después del Sumo Pontífice, el máximo representante de Dios en la tierra. Por otra parte, siendo nuestro obispo hispanoamericano, no sólo hablaría castellano como nosotros, sino que tendría nuestras mismas costumbres en lo tocante a higiene y alimentación. No quiero ni pensar, decía mi tía al referirse al que ya consideraba «su» obispo, no quiero ni pensar lo que debe ser tener en casa a un japonés o a un negro. Para una persona tan aferrada a sus hábitos, el mero hecho de acoger a un desconocido, y de características tan inusuales, ya desbordaba su capacidad de organización.
En las semanas previas a la llegada del ilustre huésped hubo muchas deliberaciones y la familia entera fue convocada en varias ocasiones a consejo, si bien todos sabían que no sería aceptada ninguna sugerencia ni nada se esperaba de ellos salvo la conformidad con los planes de mi tía, la admiración por la forma exhaustiva en que había previsto hasta el menor detalle y la compasión por el esfuerzo y el dispendio empleados. Después de muchas consideraciones se decidió instalar al señor obispo en el cuarto de huéspedes, amplio, bien ventilado y dotado de lo necesario para hacer la estancia agradable a cualquier usuario, y no, como se había pensado en un principio, cederle la alcoba principal, es decir, el dormitorio de mis tíos, desestimado por la connotación de intimidad conyugal que conllevaba y por la noción de que tal vez al prelado le incomodara dormir en una cama tan grande. Sobre el lecho de invitados se colgó un sencillo crucifijo de madera y sobre la cómoda se colocó primero y se retiró luego un florero por considerarlo frívolo e insana la presencia de plantas donde duermen las personas. Además de la ropa de cama se dispuso un juego completo de toallas y diversos articulas de tocador, incluido jabón de baño, champú, crema de afeitar, pasta de dientes, brillantina y fijador. El servicio doméstico fue estrictamente aleccionado. Constaba la servidumbre de la casa de mis tíos de una cocinera de mediana edad, de aspecto rudo pero muy alegre de trato, llamada Manifiesta, y una doncella jovencita, muy mona y algo pazguata, sobrina de la cocinera, de sobrenombre la Leres, a la que siempre vi vestida de uniforme, con delantal, puños y cofia almidonados. A esta plantilla fija, o cuerpo de casa, como se decía entonces, se sumaba un chófer, que sólo usaba mi tío para sus gestiones, una asistenta por horas, una costurera y una planchadora que acudían un día a la semana y cuyos nombres nunca supe o he olvidado. Todos ellos recibieron instrucciones severas.
A los niños de la familia también se nos impartieron clases de urbanidad y protocolo. Los niños debíamos inclinarnos y besar el anillo del obispo, y las niñas hacer una reverencia doblando una rodilla y sujetando el borde de la falda con las dos manos. No debíamos hablar sin ser preguntados y a una eventual pregunta, responder siempre con voz clara y alta, añadiendo siempre el tratamiento de «ilustrísima». Pero si su ilustrísima, en un gesto de sencillez, pedía que apeáramos el tratamiento y le llamáramos de otro modo, por ejemplo don Fulgencio, debíamos hacerlo así sin replicar, y no recaer en el tratamiento derogado. Ante una puerta, cederle el paso, pero si él nos indicaba que pasáramos primero, obedecer de inmediato. No empezar a comer hasta que su ilustrísima hubiera empezado, no hablar con la boca llena ni masticar con ruido ni con la boca abierta, enjugarse los labios con la servilleta antes de beber agua, y un largo etcétera completamente innecesario, porque a la vista del programa de actividades facilitado por el obispado de Barcelona, íbamos a tener muy pocas ocasiones de convivir con el ilustre huésped, sobre todo a quienes no vivíamos en casa de la tía Conchita y el tío Agustín y sólo podíamos participar del contacto con el obispo de un modo ocasional y por deferencia de los anfitriones.
A este papel secundario ya estábamos acostumbrados, porque ningún miembro de la familia tenía un nivel económico y social comparable al de la tía Conchita y el tío Agustín. Tal vez el tío Antón, que vivía en la Guinea Española, había amasado una fortuna, pero era considerado poco menos que un prófugo, porque había partido a la aventura colonial a raíz de ciertos problemas domésticos cuya índole nunca llegué a conocer, porque se hablaba de ellos con medias palabras y frases veladas para que los niños no las pudiéramos entender si las oíamos. Al irse había dejado en Barcelona a sus dos hijos y a su esposa, la tía Eulalia, una mujer grande, pechugona y estridente, de la que se ocupaba, igual que del negocio de maderas, su hermano Fran, mi otro tío, soltero, como el tío Víctor, pero muy distinto de manera de ser. En cuanto a mi padre, qué puedo decir. Era el hermano menor, de aspecto delicado, débil de salud y de temperamento. Había recibido una educación esmerada a la que no supo o no quiso sacar partido; abandonó la carrera de ingeniería en el segundo año y después de probar varios trabajos, acabó de factor en la RENFE, donde seguramente entró más por influencias familiares que por méritos propios, y donde su discreto alcoholismo pasaba casi siempre inadvertido. Este hábito, conocido de todos, no le impedía ser aceptado como miembro de pleno derecho de la familia ni asistir a los actos colectivos, toda vez que su comportamiento, cuando había tomado unas copas, era errático pero no escandaloso; más bien al contrario: era más comedido estando ebrio que sereno, y sólo en una fase intermedia podía mostrar algún rasgo de originalidad que se solventaba ofreciéndole algo de beber, lo que garantizaba su inmediato regreso a la circunspección. Mi madre toleraba esta situación con serena naturalidad: nunca se quejaba, al menos en público, y a menudo celebraba las excentricidades de su marido. Ahora la familia entera aguardaba a monseñor Putucás, ordinario de San José de Quahuicha, en parte por la magnanimidad de la tía Conchita, que nos quiso hacer partícipes del acto, y en parte porque debió de pensar que una bienvenida multitudinaria restaría violencia al encuentro de un extraño con sus anfitriones. Pero como tampoco podíamos recibir al obispo como unos pasmarotes, se organizó una pequeña recepción. Mi tía envió a buscar a la pastelería Sacha de la Diagonal una merienda espléndida, que sería servida desde la cocina, y la tía Eulalia cantaría. La tía Eulalia tenía una voz bonita y educada. Había hecho la carrera de música, había recibido clases de Conchita Badía y durante un tiempo acarició la idea de dedicarse profesionalmente al canto: su sueño era cantar en el liceo. Cuando se ennovió con el tío Antón y le comunicó sus planes, éste no se opuso. Sin embargo, más tarde, cuando ya se había oficializado el noviazgo, el tío Antón recibió presiones de la familia y puso a su prometida en este dilema: o dejar el canto o romper la relación. Podía seguir estudiando música, si eso le hacía feliz, e incluso cantar en reuniones privadas, pero nada de cantar en público y menos aún pisar un escenario. Él no podía casarse con una cantante y menos con una actriz. Ya era malo salir a un escenario cobrando, pero aún era peor vivir sumergida en el mundo del espectáculo, compartiendo camerino con mujeres desconocidas, no todas de conducta irreprochable, y viajando de un lado para otro, durmiendo en hoteles, comiendo en figones y abandonando el hogar por periodos indeterminados. La tía Eulalia entendió estos argumentos y vio que si quería casarse con el tío Antón o con un hombre de su clase y condición, debía renunciar a su carrera. Y así lo hizo, con bravura. Al principio, según le oí contar varias veces en las tertulias familiares, sintió una gran nostalgia, dejó de ir a la ópera, que tanto le había gustado, precisamente para no pensar en lo que había dejado atrás, y si por casualidad oía por la radio un aria conocida, se le saltaban las lágrimas. Pero pronto olvidó sus fantasías y acabó dando la razón a su marido: no habría podido compaginar la vida bohemia de una artista con los deberes de madre y esposa. Más tarde, encuentros fortuitos con antiguas compañeras que habían persistido en su vocación, le reafirmaron en lo acertado de su decisión. La mayoría había abandonado, después de varios años de miserias, desengaños y humillaciones, y una o dos, que habían conseguido hacer una discreta carrera, se enfrentaban al cabo de los años con la pérdida de facultades y un futuro incierto consagrado al recuerdo de un pasado mediocre e inexorablemente perdido. La tía Eulalia daba gracias a Dios por haber sabido rectificar a tiempo. Yo nunca acabé de entender la lógica de esta historia, porque en fin de cuentas y en recompensa por el sacrificio de sus ilusiones, su marido, el tío Antón, se había largado a la Guinea Española y la había dejado en Barcelona con sus dos hijos. Pero ésta es otra historia. De momento, el piano vertical había sido afinado y la tía Eulalia, que conservaba en buena medida su voz y su técnica, se disponía a ofrecernos, bien durante la merienda, bien después, un recital compuesto de un fragmento del Ave Maria de Gounod, una canción popular catalana y, por último, el himno del Congreso Eucarístico, acompañada por todos los sobrinos. A este colofón nos opusimos los sobrinos alegando que en el colegio nos hacían cantar el himno del Congreso a todas horas, y que hacerlo en casa, entre primos, nos daba vergüenza y risa. Después de amenazas, regañinas y coacciones, dimos nuestra conformidad con una condición: cantaríamos el himno del Congreso si los mayores se sumaban al coro. El tío Agustín dijo que aquello sería un guirigay, el tío Fran le apoyó y al final nos salimos con la nuestra.