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Dubslav interrumpió en este punto su discurso y miró al público. Los reflectores sobre el estrado hacían difícil distinguir las expresiones de los asistentes, sólo pudo constatar lo habitual en este tipo de ceremonias: muchos dormitaban (no así Su Majestad el Rey, habituado desde la infancia a sobrellevar el lánguido ritmo de la etiqueta en aparente estado de vigilia); sin embargo, según le pareció advertir, todos los asistentes, despiertos, dormidos o simplemente alelados, hacían ademanes aprobatorios: unos asintiendo con la cabeza, otros levantando ligeramente el cuerpo, como si desearan poner de manifiesto su identidad y el hecho de estar presentes en esta solmene ocasión. De este modo corroboraban el discurso de Dubslav. Dubslav, sin embargo, no se dejó engañar por las apariencias: en realidad nadie se movía; solo de nuevo, como en ocasiones anteriores, se le enturviaba la visión y este síntoma se traducía en el ficticio cimbrearse y oscilar de las formas. Dubslav sintió luego ablandarse el suelo bajo sus zapatos de charol. Trató de concluir su intervención ante las cámaras con una frase cortés pero no logró articular ningún sonido. Mientras sonaban los aplausos de la concurrencia, los reflectores se apagaron y ya no sintió nada más.

EL MALENTENDIDO

Nacido en el seno de lo que más tarde se denominaría una familia desestructurada, Antolín Cabrales Pellejero, alias Poca Chicha, se escapó de unos colegios y fue expulsado de otros, de modo que cuando ingresó en prisión, a los veintiún años, sabía leer y escribir, pero ignoraba todo lo demás. No despreciaba la cultura; simplemente, nunca le había visto interés ni utilidad. Una vez en la cárcel, sin embargo, esta actitud no le impidió aprovechar la posibilidad de redimir parte de la condena asistiendo a los cursos de formación que unos abnegados profesores impartían con regularidad entre la población penitenciaria. Animado por esta perspectiva, Antolín Cabrales se inscribió en varios de ellos, incluido un cursillo sobre análisis y creación literaria, el único en el que persistió más de dos días.

La persona encargada del curso de literatura era una mujer de unos treinta y cuatro años, diminuta, algo gruesa de complexión, redonda de cara y miope, llamada Inés Fornillos. Se había graduado en Filosofía y Letras, se había casado con un viajante de comercio y había entrado a trabajar como profesora de latín, griego y literatura española y universal en una academia privada que al cabo de unos años cerró sus puertas por razones económicas, dejándola en la calle. En aquella época las mujeres empezaban a acudir masivamente a la universidad y la mayoría elegía la carrera de Filosofía y Letras, en la que la competencia de los varones era menor; como la salida más habitual de esta carrera era la enseñanza, el mercado se había saturado y la señorita Fornillos sólo encontró breves sustituciones por maternidad y unas cuantas clases particulares mal pagadas los meses de verano. Harta de esta precariedad, llamó su atención una convocatoria para dar clases de literatura a reclusos y decidió optar a la plaza. Su marido se opuso, pero tenían dos hijos pequeños y con las comisiones de las ventas no era fácil llegar a fin de mes. Hicieron indagaciones y les aseguraron que el trabajo en la cárcel no llevaba aparejado ningún riesgo. Era un puesto de funcionario, con sus correspondientes ventajas, y con el tiempo podía servir de trampolín para acceder a otros cargos, bien en la docencia, bien dentro del propio funcionariado de prisiones.

Inés Fornillos empezó a trabajar con muchos temores, incertidumbres y reservas. Sin embargo, pronto se adaptó al medio y al cabo de poco se dio cuenta de que el trabajo le gustaba más de lo que estaba dispuesta a reconocer ante las personas que la interrogaban asombradas al respecto. Era una persona desprejuiciada y sencilla, dotada de un carácter franco y un talante ecuánime, no era susceptible y tenía muy poco sentido del humor. Con estas cualidades no tuvo ningún problema para ganarse la consideración de sus alumnos e incluso para granjearse el afecto de alguno, porque la mayoría de los reclusos no recibía ningún afecto del mundo exterior y en consecuencia no sabía dónde colocar el suyo. A menudo, al término de la clase, un preso la abordaba en el aula vacía para hacerle una consulta de tipo personal o someter a su consideración una decisión o una idea para el presente o para el futuro.

Con todo, Inés Fornillos no se hacía ilusiones. Sabía que todos acudían puntualmente a sus clases porque así lo exigía el férreo régimen de la institución y que lo hacían para fingir una rehabilitación que acelerase la concesión de la libertad provisional. Pero tampoco era cínica y creía que si conseguía inculcar la afición a la lectura en alguno de aquellos individuos abandonados y desorientados, sin esquemas morales ni criterios de ningún tipo, contribuiría a mejorar su condición. De qué modo la afición a la lectura podía surtir este efecto benéfico, ella misma no lo habría podido explicar, ni siquiera a sí misma, pero vivía con esta esperanza y trabajaba con esta convicción, mientras los reclusos, sentados frente a su mesa, ni tan sólo hacían un ligero esfuerzo por disimular su aburrimiento y su sopor.

Antolín Cabrales no acudió a las clases de la señorita Fornillos con mejor disposición que el resto de sus condiscípulos: su objetivo era simplemente causar una impresión favorable a las autoridades a través de los informes que a fin de curso había de presentar aquella buena mujer.

Como tenía por costumbre, el primer día de clase la señorita Fornillos hizo una introducción a la materia elogiando las virtudes de la lectura, el más gratificante, absorbente e inagotable entretenimiento, dijo, del que se podía disfrutar en todo momento y lugar, a cualquier edad y en cualquier condición física, incluida la enfermedad y la ceguera (porque existía una escritura táctil), así como una fuente infinita de conocimientos, porque la Humanidad, desde sus orígenes, había consignado por escrito su sabiduría, sus pensamientos, sus emociones y sus fantasías. Acabado este exordio, preguntó a los quince alumnos que integraban el curso si alguno era aficionado a leer o a escribir. «No debe daros vergüenza confesar que en alguna ocasión habéis escrito una poesía o un cuento o algo que os ha llamado la atención. Escribir es tan natural como hablar, como pensar o como cantar. El que salga bien o mal no tiene la menor importancia.» Un preso dijo haber escrito versos tiempo atrás; por supuesto, añadió, no conservaba ninguno; eran muy malos y se dejaría matar antes que dejárselos leer a nadie. Tras no pocas vacilaciones, otro alumno dijo que varias veces había empezado a escribir historias, pero que nunca había pasado de la primera página. Todos, incluso los dos que confesaban haber hecho pinitos literarios, admitieron que no leían, o que sólo leían prensa deportiva y revistas con fotos de tías buenas.

La señorita Fornillos dijo que toda lectura, en definitiva, era lectura, pero que en aquel curso sólo tratarían de textos de ficción, de historias inventadas, aunque todas ellas contuvieran grandes fragmentos de realidad. A renglón seguido, repartió entre los quince alumnos otros tantos cuentos que previamente había transcrito y fotocopiado. Eran narraciones breves, sencillas y, a su entender, interesantes. Cada uno debía leer la suya y en la clase siguiente dar una opinión razonada. Con esto dio por concluido el primer día de docencia.

En la clase siguiente todos dijeron haber leído el cuento que a cada uno le había tocado en suerte. La señorita Fornillos sabía que mentían: a lo sumo, tres lo habrían leído entero, otros tres lo habrían empezado. y los demás no se habrían tomado la molestia de poner los ojos sobre la primera palabra. No obstante, fingió creer lo que decían y preguntó en general si les habían gustado los cuentos. Unos cuantos respondieron afirmativamente; dos con tanta vehemencia que la señorita Fornillos decidió no volver a ocuparse de ellos durante el resto del curso. Luego miró uno por uno a los reclusos y todos desviaron la mirada y carraspearon, porque, aun siendo criminales curtidos, se achicaban cuando se veían obligados a hablar en público, como el resto del género humano. La señorita Fornillos señaló a uno al azar y le preguntó si había entendido la historia referida en el cuento. El recluso respondió sinceramente que no; lo había intentado, pero conforme avanzaba la trama se iba armando un lío cada vez mayor. La señorita Fornillos le agradeció que hubiera dicho la verdad y elogió el valor de admitir el fracaso. Leer, les dijo, era una actividad que se aprende, como un juego de cartas. Toda historia, les explicó, constaba de tres partes: planteamiento, nudo y desenlace. Como una película. Pero en las historias escritas, a diferencia del cine, los personajes no se veían, ni tampoco se veía lo que hacían, de modo que era preciso imaginarlo; y no sólo eso, sino que también era preciso guardar cada personaje y cada suceso en la memoria y tenerlos presentes en todo momento de la narración. Sólo así la historia acababa adquiriendo un sentido unitario. Si ahora no podían llevar a cabo esta operación, no debían preocuparse; todo era cuestión de tiempo y de perseverancia.