«Y ahora, oigamos otra opinión», dijo, y señalando a otro alumno al azar, repitió la pregunta: ¿le había gustado el cuento? El alumno vaciló un instante y luego respondió: «No.» La señorita Fornillos advirtió que el alumno enrojecía. Aguardó unos segundos y luego, viendo que el comentario parecía concluir con aquel lacónico veredicto, le instó a explicar por qué no le había gustado.
«Porque no está entero», murmuró el alumno con una mezcla de esfuerzo y confusión. Era evidente que no sabía cómo exponer sus ideas y que, además, no quería incurrir en las iras de la profesora. Pero la señorita Fornillos no estaba dispuesta a dejarlo tranquilo. «¿Qué quieres decir cuando dices que no está entero? Ya hemos visto que toda historia consta de planteamiento, nudo y desenlace. ¿Cuál de estas partes no está entera, en tu opinión? ¿El planteamiento, el nudo, quizá las tres?»
«No, no. Las partes están ahí.»
«¿Entonces?»
«No sé. Para mí que al cuento le falta algo. La historia se entiende, ¿vale? Y es buena y todo eso. Pero algo le falta. Más no le sabría decir, perdone.»
La señorita Fornillos experimentó una vaga sensación de inquietud, en modo alguno desagradable. Era una sensación que recordaba haber experimentado años atrás, cuando daba clases a niños de corta edad en la academia que quebró. A veces, inesperadamente, un niño parecía haber captado una idea o una verdad que no le había sido impuesta explícitamente. Un caso inusual, como el que ahora se le presentaba. Porque ciertamente el cuento estaba incompleto, no porque faltara algún eslabón imprescindible para seguir y comprender la trama, sino porque ella, en vista de la escasa capacidad de comprensión lectora de sus alumnos, había expurgado los cuentos, reduciéndolos a un esquema mínimo, del que había podado todo cuanto no fuera estrictamente pertinente al suceso relatado. Que aquel jovenzuelo que el día anterior había admitido no haber leído nunca nada, ni siquiera la letra de las revistas ilustradas, pudiera percatarse del arreglo le parecía chocante. «¿Cómo sabes que le falta algo? ¿Habías leído antes ese cuento? ¿Has leído cuentos parecidos?» El pobre alumno volvió a enrojecer. «No, señorita. Es la primera vez, y ya le digo que no lo sé. Seguramente estoy equivocado. Yo es que nunca he leído, y quizá por eso. Además, a mí chamullar no se me da, ¿vale? Pero es como… no sé, es como si la enseño a usted el dibujo de una vaca con tres patas, vamos a suponer. No hace falta haber visto vacas para saber que al dibujo le falta algo. Lo digo con el debido respeto, ¿vale?»
Entre los demás alumnos hubo un conato de risa que la señorita Fornillos atajó con rapidez y autoridad, como si estuviera rodeada de niños y no de adultos feroces. «Está muy bien; está muy bien haber dicho lo que piensas. Siempre cuesta expresar con palabras lo que sólo son impresiones. Poco a poco iremos aprendiendo no sólo a leer, sino a hablar de lo que hemos leído. Al fin y al cabo, estamos al principio del curso. Paciencia y perseverancia, como os he dicho.» Se dirigió a otro alumno y recibió la respuesta habitual. Al terminar la clase repartió otra tanda de cuentos, éstos de carácter histórico. Quería, mientras creaba hábitos de lectura, ir mostrando distintas facetas de la narración. Al quedarse sola hizo una señal a lápiz junto al nombre del alumno que le había intrigado. Antolín Cabrales Pellejero. La señorita Fornillos tuvo la certeza de que no lo volvería a ver en clase.
Sin embargo, el miércoles siguiente, apenas entró en el aula, se percató de su presencia, en el lugar más apartado, con la mirada perdida en el aire, afectando indiferencia. La señorita Fornillos decidió que sólo un genuino interés por la literatura podía haber impulsado a aquel muchacho a afrontar la burla de sus compañeros y el posible enfado de la profesora y experimentó hacia él un sentimiento parecido a la gratitud.
La clase transcurrió sin incidentes y la señorita Fornillos tuvo la delicadeza de no singularizarlo dirigiéndole la palabra o mirándolo directamente. Pero al acabar la clase lo llamó por su nombre y le pidió que se quedara un instante. Antolín Cabrales remoloneó en el umbral del aula.
«El cuento que te di el último día, ¿también estaba incompleto?», le preguntó.
«No, no, está cabal», respondió el recluso.
«Dime la verdad, Antolín Cabrales.»
«Señorita, va usted a pensar que soy un sieso.»
«Ya te he entendido», dijo la señorita Fornillos mientras rebuscaba en su cartera, «y te quería decir que no andas del todo desencaminado. Yo misma he recortado los cuentos para hacerlos más breves y más sencillos. Pero te he traído el cuento del otro día completo, tal cual es. El de hoy no, porque es muy largo. No tienes ninguna obligación, pero si te hace gracia leerlo, pues lo lees y el próximo día, si quieres, me dices lo que piensas. En clase, o al salir, como te resulte más cómodo».
El recluso enrolló las fotocopias, dio las gracias con torpeza y se reunió con sus compañeros, que observaban la escena desde el pasillo.
En la siguiente ocasión Antolín Cabrales se quedó rezagado y devolvió a la señorita Fornillos las fotocopias que ella le había dado.
«¿Te ha gustado?»
«Sí, no está mal.»
«¿Has notado la diferencia? ¿No se te ha hecho largo o difícil?»
«No, pero he entendido lo de los cortes. Están muy bien hechos.»
«Dejemos eso», dijo secamente la señorita Fornillos, porque no quería prolongar un encuentro a solas con un preso, aunque fuera con la puerta abierta y ante los ojos de los demás, y porque tampoco quería establecer una relación que fuera más allá de lo establecido por las normas. «El que escribió este cuento se llama Somerset Maugham. Era inglés, murió hace años y escribió cuentos muy bonitos. En la biblioteca de la cárcel hay un libro suyo. Precisamente de ahí saqué yo los cuentos. Si te interesa leer más cosas del mismo autor, puedes ir a la biblioteca y leerlas allí o pedir el libro prestado para leerlo en la celda. En este papel te he escrito el nombre porque cuesta de pronunciar; tú sólo tienes que enseñárselo al bibliotecario y él te dará el libro. Es por si te interesa.»
«Muchas gracias, señorita», dijo el recluso.
Antes de entrar en la siguiente clase, la señorita Fornillos pasó por la biblioteca, consultó la ficha de Somerset Maugham y vio que el libro había sido prestado a Antolín Cabrales y devuelto al día siguiente. Al acabar la clase, le preguntó si había ido a la biblioteca.
«Sí, señorita. Hice como usted me dijo y pedí el libro.»