«Ya. ¿Y leíste algún cuento, aparte del que conocías?»
«Claro, los leí todos.»
«¿En un solo día?»
«¿Cómo sabe que los leí en un solo día?»
«No te voy a engañar: he pasado por la biblioteca y he visto la ficha: tuviste el libro un día y no me creo que lo hayas leído de cabo a rabo.»
«Es usted muy dueña de pensar como quiera, pero leerlo, lo leí.»
«Está bien. Te creo. Dime si te gustaron los cuentos.»
«Psé. Están bien contados.»
«¿Qué quieres decir?»
«Pues eso, que están bien contados. ¿Hay otros escritores que también cuentan bien?»
«Ya lo creo. Muchísimos. ¿Te recomiendo uno?»
«Si no le es molestia.»
En un trozo de papel la señorita Fornillos escribió:
Arthur Conan Doyle, Las aventuras de Sherlock Holmes. Antolín Cabrales leyó esta recopilación de relatos detectivescos y por su cuenta, Estudio en escarlata.
«Jolín, es un cuento larguísimo, ¿no le parece?»
«No es un cuento. Es una novela.»
«Es curioso que interrumpa la historia para meter otra dentro y luego seguir con la anterior.»
«¿Eso te ha molestado?»
«¿Cómo me va a molestar? El que escribe hace lo que le sale del pijo, con perdón. ¿Todas las novelas son así?»
«No. Quizá no deberías haber empezado por ahí.»
«Me habré precipitado, disculpe, pero no sabía a quién consultar y hasta que usted no volvía, pues actué según mi entendimiento, usted ya me entiende. El bibliotecario es un mendrugo. Si le viene bien, pues me hace usted una lista, cuando pueda, y así no la tendré que andar molestando cada vez.»
«Hombre, así, a bote pronto, no sabría. Pero si vamos juntos a la biblioteca y vemos lo que hay, podemos hacer una lista sobre la marcha.»
«Cojonudo, señorita», exclamó el presidiario.
En un mes y medio se leyó toda la biblioteca de la prisión, no muy extensa ni muy variada, compuesta principalmente por novelas dejadas por algunos presos al ser puestos en libertad y algunos donativos de caducas asociaciones benéficas. Debido a esto, obras de relativo interés convivían con libros instructivos y de autoayuda, novelas de Agatha Christie, ediciones expurgadas de Los tres mosqueteros y El conde de Montecristo y no pocos bodrios de distintas categorías. Como era inexperto y leía con tanta voracidad como desorden, Antolín Cabrales se hizo un lio. Viendo su desazón, la señorita Fornillos tomó la osada decisión de poner orden en las lecturas de su alumno y de prestarle sus propios libros. No sabía si aquello constituía un acto irregular dentro del régimen penitenciario, pero no creyó estar haciendo mal a nadie. Cada miércoles, cuando acudía a la cárcel, incluía un libro en el material didáctico que declaraba al entrar, sin especificar el título, se lo entregaba a Antolín Cabrales, éste le devolvía el anterior y ella lo declaraba nuevamente al salir; de este modo no quedaba constancia de que un recluso recibía material procedente del exterior sin la correspondiente autorización. La señorita Fornillos, por precaución y por curiosidad, había hecho averiguaciones acerca de Antolín Cabrales y su pasado delictivo. Desde muy joven había sido detenido y condenado a penas leves por hurto; más tarde había cometido robos con arma blanca o con un revólver de juguete, y en una ocasión en que la víctima había ofrecido resistencia, había empleado la violencia, tal vez, como declaró él mismo, en legítima defensa, pero con un resultado de lesiones que, unido a sus antecedentes, le valió la condena que ahora cumplía. La escasa peligrosidad de su protegido tranquilizó la conciencia de Inés Fornillos, sobre todo porque en su fuero interno sabía que, de haber sido aquél el más sanguinario y depravado de los criminales, no habría actuado de otro modo.
En su actitud con respecto a Antolín Cabrales no había nada de maternal. Tenía dos hijos pequeños y conocía bien el contenido y los límites de sus instintos y sus sentimientos. Tampoco había en su conducta atisbo de inclinaciones de otro orden: Antolín Cabrales era de estatura mediana y porte regular, pero era desgarbado de gestos y andares, y aunque no feo de rasgos, algo en la expresión esquiva de los ojos y en la morosidad y en el aire de desconfianza le quitaba todo encanto personal y toda posible atracción masculina: ni siquiera una persona de visión imprecisa y juicio magnánimo como la señorita Fornillos habría dudado en calificar a Poca Chicha de insignificante. En realidad, Antolín Cabrales ni siquiera le inspiraba simpatía, y sus contactos, pese a la pasión por la literatura que los unía, a menudo resultaban tediosos. No obstante, aquel ser insípido de trato había aparecido inopinadamente en la vida de Inés Fornillos como un regalo inesperado en medio de una actividad profesional satisfactoria, pero presidida por la más abrumadora monotonía. En los préstamos de la profesora a un alumno excepcional había más de experimento que de obra benéfica. Ardía en deseos de comprobar cómo reaccionaría alguien carente de toda formación ante obras que exigían del lector esfuerzo y discernimiento.
Para empezar, y después de mucho repaso y mucha reflexión, eligió El siglo de las Luces, de Alejo Carpentier, en una vieja edición de Seix Barral cuyas hojas empezaban a amarillear, y se lo entregó al recluso con la advertencia de que el estilo le resultaría abstruso, la trama densa y el texto largo, y la admonición de que, si no podía con aquel mamotreto, no se sintiera defraudado ni consigo mismo ni con la literatura en general.
En la clase siguiente, Antolín Cabrales le devolvió el libro con este escueto comentario: «Está de puta madre.» La señorita Fornillos creyó percibir en la voz de su interlocutor un leve tono de desafío. Lo pasó por alto y le siguió prestando libros sistemáticamente. Luego los comentaban, al principio con un breve intercambio de opiniones y más tarde de un modo más detallado y personal, porque habían empezado a disentir en sus juicios y menudeaban unas discusiones en las que la señorita Fornillos iba perdiendo terreno gradualmente. Pero ni siquiera entonces sintió la tentación de imponer su autoridad de profesora ni menos aún los privilegios que le confería el hecho de ser una persona libre y honrada frente a quien, en fin de cuentas, sólo era un pobre desgraciado sin derecho a nada. Hasta que un día perdió los estribos. Le había prestado Rayuela, de Julio Cortázar, y Antolín Cabrales se lo devolvió con un comentario que a ella se le antojó displicente. «Es ingenioso, pero no me convence.» Rayuela era uno de los libros que más habían impresionado en su día a Inés Fornillos y le mortificó el desdén de su interlocutor. «Vaya, nos hemos vuelto muy exigentes de golpe y porrazo», replicó. En vista de que él no decía nada, ella insistió: «A mí me parece una novela genial» Antolín Cabrales se encogió de hombros. «Es una fanfarronada», dijo. El aplomo del lector neófito que se cree con derecho a dar lecciones a su maestra le irritó profundamente, no sólo por lo que suponía de desconsideración y de ingratitud sino porque en su interior sintió tambalearse sus convicciones con respecto a la obra de Cortázar.
De estos encontronazos verbales se consolaba pensando que las opiniones del recluso eran una mezcla de talento en bruto y de falta de instrucción. Aquel mozalbete podía decir cualquier cosa, algo sensato o un perfecto disparate, con el mismo aplomo. Pero este aplomo era un atributo que la señorita Fornillos le había asignado para su propia tranquilidad. En la práctica, Antolín Cabrales estaba lleno de dudas e incertidumbres que no tenía el menor reparo en exponerle. «He leído cosas de distintos países, de distintos estilos, de distintas épocas, y todo me da vueltas en la cabeza. ¿No habrá un libro que lo ponga todo en orden?», le dijo un día.
«Sí, claro: un manual de literatura. Te traeré uno. Quizá deberíamos haber empezado por ahí. Te he dado demasiada cuerda y tú mismo te has enredado de mala manera.»