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«¿Y cómo había de ser, si antes de venir a clase con usted no sabía hacer la o con un canuto!»

«Y sigues igual, no te hagas ilusiones.»

Porque a pesar de su entusiasmo por Chejov y por Stendhal y por Balzac, en clase Antolín Cabrales era un alumno del montón. Cuando la señorita Fornillos les hacía hacer una redacción, la de Antolín Cabrales era la más mediocre. Ya cometía pocas faltas de ortografía y su sintaxis empezaba a ser correcta, aunque algo amanerada, pero no tenía una sola idea brillante ni recurría a una imagen con gracia ni usaba un giro original, ni siquiera un adjetivo chocante u oportuno. «¿Y si en el fondo es tonto?», se preguntaba ella. Pero de inmediato rechazaba este pensamiento, porque la llevaba a un terreno personal en el que había hecho el firme propósito de no adentrarse.

Tal como habían quedado, le dejó los libros de texto que ella había utilizado cuando daba clases en la academia. Eran unos tratados muy elementales, pero a Antolín Cabrales le bastaron para organizar sus conocimientos.

«Tienes disposición para el estudio», le dijo Inés Fornillos. «¿ Por qué no haces el bachillerato?».

«Sólo me interesa la literatura», repuso él, «para lo demás soy un negado. Además, ¿de qué me serviría el bachillerato?».

«Es una manera de empezar. ¿Qué piensas hacer cuando salgas?»

«Lo que todos: buscar un curro, no encontrarlo, robar y volver al talego. No es mal plan: aquí estoy tranquilo y tengo tiempo para leer.»

«Siempre que encuentres a alguien que te suministre los libros. Yo no voy a estar siempre aquí.»

Al acabar el curso, le dio un triste aprobado. Al salir de clase le dijo: «Por tu rendimiento no te merecías algo mejor. La verdad es que me habría gustado ponerte buena nota, porque sabes más que nadie, pero en los ejercicios no lo demuestras y yo no puedo calificar por lo que pasa fuera de clase.»

El recluso hizo un ademán de indiferencia. «No importa», dijo, «así está bien. Supongo que la nota es justa y, de todos modos, nadie había hecho nunca tanto por mí. Le estoy muy agradecido. ¿Puedo pedirle un último favor?»

«Según de qué se trate», repuso ella con la natural prevención.

«Sé que todavía ha de volver un par de días antes de irse de vacaciones. ¿Tiene algún Libro de Henry James?»

«Sí; no me digas que te interesa.»

«No lo he leído, pero por lo que dicen los manuales, parece un tío legal. ¿Me puede prestar uno?»

«Es un peñazo.»

«Ya lo veremos. Usted y yo funcionamos con distintos parámetros.»

«¡Parámetros! ¿De dónde has sacado tú esta palabra?»

«De donde salen todas, joder, del diccionario de la Real Academia. Y no veo qué tiene de malo. Echas una blasfemia y nadie te dice nada, pero dices parámetros y todo dios se escandaliza. ¿Qué pasa con los marginados, a ver?»

«Nada, hombre, no seas picajoso. Sólo trataba de bajarte los humos para que no hagas el ridículo.»

Antolín Cabrales leyó a Henry James y lo encontró de buten. A la señorita Fornillos se le iba la cabeza al oír a aquel muchacho, que a principios de curso no había leído ni siquiera el As, emitir juicios sobre Los embajadores.

«Pero ¿tú entiendes este galimatías?»

«No hay nada que entender, ¿vale? No va de eso.»

La señorita Fornillos ya no se preguntaba si su alumno era tonto, sino si lo era ella. A veces le asaltaba el temor de ser víctima de un engaño colosal, urdido por Antolín Cabrales. O quizá por otro recluso que utilizaba a Antolín Cabrales para llevar adelante su proyecto diabólico. Pero por más que se devanaba los sesos no alcanzaba a comprender en qué podía consistir aquella conspiración y en el fondo se negaba a creer que alguien, incluso una mente superior, urdiera un plan criminal que incluyera la lectura de Henry James.

Se despidieron fríamente. Antes de abandonar la cárcel hasta el curso siguiente, la señorita Fornillos adoptó de nuevo una actitud profesoral y volvió a recomendar a su alumno que estudiara el bachillerato. «Luego, si todo sale tan mal como tú dices, siempre podrás robar una libreta antes de que te vuelvan a encerrar.»

En cuanto empezó las vacaciones se olvidó del trabajo y de todo lo relacionado con el sórdido inframundo en que vivía inmersa la mayor parte del año. Pero un día, mientras estaba tumbada a la orilla del mar vigilando a sus hijos, que chapoteaban en la mansa rompiente de las olas, se acordó de los pobres presos, que en aquel mismo momento se debían de estar achicharrando en sus celdas, y no pudo evitar una incómoda sensación de culpabilidad. Era una reacción absurda, porque estar libre y disfrutando de un merecido descanso con su marido y sus hijos mientras los delincuentes cumplían sus condenas era algo perfectamente normal, pero Inés Fornillos sabía que aquella culpabilidad general enmascaraba otra más concreta, imaginó a Antolín Cabrales encerrado en la biblioteca, sudoroso y sucio, releyendo las insulsas novelas que había dejado tan atrás, y se le encogió el corazón.

Aquella misma tarde metió en el coche a los niños y, con la excusa de ir a tomar un helado, los llevó a la población más cercana, entró en una librería que sabía bien surtida, hizo una compra no exenta de malicia, pidió que le empaquetaran los libros, fue a la estafeta de correos y envió el paquete a Antolín Cabrales. Con esto se quedó satisfecha.

Al regresar a la ciudad encontró una carta procedente de la prisión, en cuyo interior una nota escrita apresuradamente decía así: «Apreciada señorita Fornillos: Hace unos días recibí los libros. Ya he leído los tres primeros y estoy empezando A la sombra de las muchachas en flor. Hay que ver cómo escribe este tío. Atentamente. Antolín Cabrales Pellejero.»

Ni una palabra de agradecimiento. Inés Fornillos no experimentó pesar sino desdén.

Cuando se reanudaron las clases en la cárcel, estuvo esperando en vano que fuera a saludarla. Al cabo de dos semanas preguntó por él a uno de sus nuevos alumnos y éste le dijo que Antolín Cabrales estaba a cargo de la biblioteca. La curiosidad por ver hasta dónde podía llegar la estupidez de aquel mequetrefe pudo más que su orgullo y al salir de clase fue a la biblioteca, donde sólo encontró a Antolín Cabrales enfrascado en la lectura de un grueso volumen. La presencia de la señorita Fornillos pareció incomodarle.

«¿Qué lees?»

«El hombre sin atributos, de Musil. Como soy el bibliotecario, me ocupo de las adquisiciones y pido lo que me interesa. Total. aquí da lo mismo: la mayoría con un Mortadelo se pueden pasar diez años.»

«¿Y no vas a ninguna clase?»

«No. Aquí aprendo más. Por cierto. no sé si le di las gracias por el envío del verano.»

«No, pero no importa.»

Al cabo de unos meses se cruzó con él en un pasillo. Ella le dirigió un saludo con la cabeza, pero Antolín Cabrales, contra todo pronóstico, se detuvo, le preguntó cómo estaba y se interesó por la marcha de las clases. Inés Fornillos entendió que Antolín Cabrales quería decirle algo, y como sabía que no sería él quien tomase la iniciativa, dijo:

«¿Y a ti, cómo te va el trabajo?,!Sigues leyendo o al final has decidido ponerte a escribir?»

Los ojos de Antolín Cabrales se nublaron con la antigua desconfianza.

«¿Por qué dice esto? ¿Alguien le ha comentado algo?»

«Llámalo intuición. Con el carrerón que llevas, tarde o temprano habías de intentar enmendarle la plana a don Miguel de Cervantes.»

Antolín Cabrales vaciló antes de murmurar: «Ha dado en el blanco. Me metí a escribir una novela.»

«Ah, ¿y ya la has acabado?»

«No, qué va. La rompí.»

«¿No te gustaba?»

«Eso no tiene nada que ver. Era un desastre. Soy un imbécil, usted ya me lo dijo y llevaba razón: tenía un empacho de libros y pensé que también lo podía intentar. Pero una cosa es leer y otra escribir. Para eso no tengo talento. Por suerte me di cuenta a tiempo.»