«Deberías habérmela dejado leer antes de renunciar.»
«No, se habría reído de mí»
«No digas bobadas. Soy profesora de literatura, llevo muchos años leyendo cosas buenas, regulares, malas y pésimas. ¿Cómo me voy a burlar? Es como si un médico se burlara de un paciente por tener mala salud,»
«Es igual. La rompí y ya está. No había nada que opinar. Yo sé muy bien cómo era.»
«¿No eres un poco pretencioso?»
«Realista. Además, usted y yo hemos hablado mucho de literatura, sé cómo piensa y no me vale. Y, en definitiva, qué más da: no volveré a intentarlo nunca más.»
Inés Fornillos pensó que debería haberle respondido: Es mejor así. Pero a su razón y a su deseo se impuso el instinto que lleva a las mujeres a alentar y apoyar a los hombres cuando los ven débiles y golpeados por la contrariedad, y sin saber cómo se oyó decir: «No te desanimes tan pronto. Date otra oportunidad.»
En la mirada del recluso brilló una chispa a la vez ingenua y astuta.
«¿Usted lo cree?, ¿de veras lo cree?»
Inés Fornillos ya se había repuesto de su flaqueza y se encogió de hombros.
«Ni creo ni dejo de creer. De ti sólo he leído las redacciones que hiciste el curso pasado y no valían un pimiento.»
Él también había recobrado la arrogancia y respondió: «Lo tendré en cuenta.»
Como de costumbre, la separación no fue cordial. Inés Fornillos se propuso no pensar más en aquel sujeto egocéntrico y desabrido y durante el resto del curso llevó a cabo su propósito, sin que el azar le brindara un nuevo encuentro.
Al año siguiente, ya avanzado el curso, la señorita Fornillos tuvo que ir a la biblioteca para hacer unas fotocopias y vio que había un nuevo bibliotecario. Preguntó por Antolín Cabrales y le informaron de que le habían concedido la condicional unos meses atrás. Con esta noticia dio por zanjado el asunto. Alguna vez, en reuniones sociales, cuando la gente se interesaba por las peculiaridades del lugar donde ella ejercía la docencia, para no defraudar a unos oyentes que esperaban historias truculentas asegurando que la principal característica de su trabajo en la cárcel era la monotonía, contaba el caso de un alumno avispado y un tanto perturbado que nunca había leído nada y había acabado siendo un experto en Henry James. Pero pronto se dio cuenta de que esta anécdota tan poco trepidante no interesaba a nadie y la eliminó de su repertorio.
Finalizado el curso, se le presentó la oportunidad de obtener una ayudantía en la universidad, en comisión de servicios, y no vaciló en aprovecharla. Al dejar la cárcel no sintió pena ni alegría. Sólo cuando hubieron transcurrido unos cuantos meses comprendió hasta qué punto su experiencia había sido sórdida y desesperanzadora. No se arrepintió del tiempo dedicado a los reclusos; alguien debía hacerlo, aunque sólo fuera para dar testimonio de que su encierro podía serles de algún provecho, que no estaban abandonados del todo y que para cada uno, si se lo proponía, existía un futuro, siquiera nebuloso. Pero Inés Fornillos no tenía vocación de redentora, sino de profesora de literatura, y en este aspecto, los años de la cárcel habían sido años perdidos sin remisión. Por este motivo, y porque en nada podía beneficiarla dentro del mundo académico, prefirió no hablar de su trabajo anterior y considerar aquella etapa como un periodo de amnesia laboral y también personal. No le costó mucho, porque el nuevo trabajo trajo consigo nuevos retos y nuevos horizontes. La falta de contactos regulares con sus colegas y, sobre todo, la falta de estímulo la habían dejado rezagada y el esfuerzo adicional que hubo de hacer para ponerse al día le resultó a un tiempo absorbente y gratificante. Leía sin parar y procuraba estar al corriente de todas las novedades.
Transcurrido algún tiempo, y habituada ya a la mecánica de su nuevo trabajo, llegó a sus oídos la fama de un autor cuyo nombre empezaba a correr de boca en boca y cuya primera obra había arrancado a la crítica de su abulia endémica. Esta primera obra, una novela relativamente breve, se publicó en una pequeña editorial, casi de tapadillo; al cabo de un año, una segunda novela, más voluminosa, apareció en una poderosa editorial con gran despliegue publicitario. Ambas novelas eran de corte tradicional, no exentas de elementos de modernidad, y versaban sobre sucesos y personajes del mundo de la delincuencia. Esta característica disuadió inicialmente a Inés Fornillos de leerlas: no quería saber nada más de crímenes ni de criminales.
El autor de aquellos éxitos se firmaba Martín J. Fromentín y de él no se sabía nada, ni siquiera si aquél era su verdadero nombre; no concedía entrevistas, no se dejaba fotografiar, no participaba en actos públicos y la breve reseña biográfica de la solapa de los libros decía poco y daba a entender que incluso ese poco era inventado. No tardó en saltar a la prensa la noticia de que en realidad Martín J. Fromentín era efectivamente un seudónimo bajo el que se ocultaba un auténtico criminal de turbio pasado llamado Antolín Cabrales Pellejero. Inés Fornillos se sorprendió del escaso impacto que le causaba esta revelación. Hacía mucho tiempo que había expulsado de su vida la etapa carcelaria y a sus integrantes, y para ella Antolín Cabrales era sólo un recuerdo vago y anodino. Que ahora reapareciera convertido en escritor famoso no le pareció ni bien ni mal. «De modo que al final siguió mi consejo y escribió otra novela», pensó. «Pues qué bien.»
Como, pese a todo, no podía dejar de leer al menos uno de los dos libros, adquirió un ejemplar de la primera novela, se lo llevó a casa y se dispuso a leerlo sin prejuicios de ningún tipo. No obstante, lo abrió con la remota esperanza de encontrar un prólogo del autor en el que, si bien no apareciera su nombre (pues de ser asi alguien se lo habría comentado), hubiera alguna clave que sólo ella pudiera interpretar. No había nada: la novela arrancaba en la primera página y discurría con pulso firme hasta su conclusión. Apreció el estilo, la utilización inteligente de los recursos literarios, la descripción de ambientes, una trama y unos personajes interesantes, pero la novela, en conjunto, le dejó indiferente. Así lo hizo constar cuando tuvo ocasión de hacerlo en público y en privado, pero en ningún momento dijo que había conocido personalmente al autor. Fue una decisión premeditada. Revelar una relación privilegiada como la suya con un autor tan célebre y tan enigmático con seguridad habría tenido un efecto positivo en su carrera, y la señorita Fornillos no carecía de ambiciones profesionales, pero esta misma relación la convertiría, dentro del mundo académico, en una especialista y, en aquel caso particular, al menos a sus propios ojos, en parásito de una persona a la que recordaba con más desprecio que otra cosa. Pero había otra razón para su silencio. Por algún motivo Antolín Cabrales no se había querido dar a conocer inicialmente y, en consecuencia, airear su conocimiento habría supuesto algo parecido a una traición, no en el mundo académico pero si en el mundo de la delincuencia, al que la señorita Fornillos, siquiera de un modo tangencial, había pertenecido en otros tiempos. En la cárcel no hay chivatos, se dijo, y pensar que estaba dejando escapar una oportunidad dorada por atenerse al código del hampa le divirtió y le hizo sentirse secretamente orgullosa. Por lo demás, seguía convencida de que su antiguo alumno carecía de talento y estaba segura de que pronto se desinflaría un prestigio en el que había más de novedad que de merecimiento.
El tiempo se encargó de desmentir este pronóstico. La fama de Martín J. Fromentín fue creciendo con cada nuevo libro. Fue traducido a muchos idiomas, recibió premios nacionales y extranjeros. Como sus personajes eran siempre criminales, sus andanzas violentas y sus vidas irrecuperables, se le incluyó en el canon de la novela negra, se le comparó con Jean Genet y con Louis Ferdinand Céline, con el Gorki de Los bajos fondos, con los dramas de sangre de García Lorca, con los esperpentos de Valle-Inclán, y no faltaron exagerados que sacaron a relucir a Dostoievsky e incluso a Dante. Proliferaron las tesis doctorales. Sucesivos intentos de llevar sus novelas al cine chocaron con una negativa tajante y sin explicaciones por parte del autor. Le propusieron que presentara su candidatura para el ingreso en la Real Academia Española con la garantía de que sería aceptada por unanimidad, pero declinó aquel honor, del que dijo ser indigno. Para evitar intrusiones trasladó su domicilio fuera de su ciudad natal; luego, fuera del país. Este secretismo aumentó su fama y creó una leyenda que se iba incrementando por las aportaciones de sus estudiosos, con el beneplácito de la editorial. Se contaba que en su juventud había participado en muchas de las acciones crueles y violentas que ahora describía con tanta precisión, bien como actor principal, bien como cómplice, bien como instigador; que seguía teniendo vínculos estrechos con el crimen organizado, y que sus relatos eran fragmentos autobiográficos cuidadosamente camuflados, pero apenas embellecidos. Más tarde la fama y la leyenda se asentaron y por el hecho de ser conocidas de todos sus presuntas hazañas dejaron de ser tema de conversación. Ya sólo interesaba como novedad literaria y sólo la cifra de ventas, siempre crecida, era motivo de comentario.