Andando el tiempo, la actitud del escurridizo autor se fue haciendo menos radical. Como ya no era el centro de todas las miradas, permitió fisuras en la rígida norma del anonimato. Una fotografía suya, siempre la misma, apareció en la sección de libros de los periódicos y en las solapas de sus obras, más tarde en enormes carteles colgados de las librerías de las grandes superficies. Aceptó conceder alguna entrevista, a periodistas concretos en publicaciones selectas; estas entrevistas resultaban siempre decepcionantes porque nunca expresaba una opinión y la ambigüedad presidia todas sus respuestas.
Cuando Inés Fornillos vio la fotografía de su antiguo alumno sintió algo parecido a la ternura. Había envejecido y engordado, tenía el pelo cano, retraído en frente, se había dejado un bigote ni muy fino ni muy aparatoso, llevaba unas elegantes gafas sin montura, vestía con pulcritud. Nada de esto le impidió reconocer de inmediato la expresión huidiza de los ojos, el pliegue de inseguridad en la frente, los labios prietos, la crispación del gesto. Nada de cuanto vio, oyó o leyó alteró su decisión de guardar silencio acerca de su pasado común.
Cuando le faltaba un año para la jubilación, llegó a sus oídos la noticia de que el famoso escritor Martín J. Fromentín, para entonces un clásico de nuestras letras, pronunciaría una conferencia en el paraninfo de la universidad. El motivo era lo de menos. La señorita Fornillos decidió asistir.
Aunque llegó muy pronto ya encontró una larga cola. Esperó mucho rato, cansada, consciente de lo ridículo de la situación, tentada de renunciar. Cuando abrieron las puertas pudo sentarse en una de las últimas filas. A la hora convenida, en medio de una gran expectación y un obsequioso silencio, hizo su entrada el ilustre escritor acompañado de autoridades académicas. Subió a la tribuna, ocupó su asiento, y mientras escuchaba con desinterés los elogios que se le prodigaban, paseó la vista por el nutrido auditorio. La señorita Fornillos tuvo la impresión de que por una fracción de segundo sus miradas se encontraban, pero nada le dio a entender que había sido reconocida. Después del tiempo transcurrido tampoco esperaba otra cosa. Tampoco ella experimentó la más mínima emoción en aquel efímero contacto. Cuando le tocó el turno al invitado de honor, Martín J. Fromentín pronunció un discurso de circunstancias cargado de tópicos bienintencionados. Antes de acabar, bajó la voz y en un tono casi inaudible, entre balbuceos, como si no llevara escrita ni pensada aquella parte del discurso, dijo: «En el pasado yo fui un criminal. Es cosa sabida y a estas alturas no tenía sentido negarlo. Sólo quiero disipar el aura de romanticismo que esto pueda tener para quienes, como ustedes, siempre han estado en el lado bueno de la ley. Un criminal no es un héroe, sino un ser abyecto que abusa de la debilidad del prójimo. Yo estaba destinado a seguir este camino hasta el más triste de los desenlaces si el encuentro casual con la literatura no hubiera abierto una grieta por la que pude salir a un mundo mejor. Nada más tengo que añadir. La literatura puede rescatar vidas sombrías y redimir actos terribles; inversamente, actos terribles y vidas degradadas pueden rescatar a la literatura insuflándole una vida que, de no poseerla, la convertiría en letra muerta.»
Aún se alargó un rato más. Finalmente otra persona cerró el acto, tras anunciar que no habría coloquio ni firma de libros y el orador y sus acompañantes desparecieron por una puerta lateral. Inés Fornillos salió de la sala al ritmo lento de la muchedumbre. Una vez en la calle decidió ir caminando hasta la plaza de Cataluña y allí tomar el metro. Iba por la Ronda Universidad disfrutando del suave clima de la noche y pensando en trivialidades, cuando sintió un nudo en la garganta que le hizo detenerse. No pudo hacer nada para evitarlo y rompió a llorar ruidosamente. Algunos transeúntes se acercaron a preguntarle si le pasaba algo. Les respondió que estaba bien, y contra su costumbre, se refugió en un bar. Pidió un botellín de agua mineral y bebió a sorbos hasta recobrar la calma. Si hubiera querido explicar lo que le había sucedido no habría sabido hacerlo. No le había impresionado la visión de su antiguo alumno convertido en personaje célebre y menos aún la idea de haber contribuido a la redención de un delincuente, cosa que, por otra parte, Antolín Cabrales nunca había sido. Pero le desbordaba la idea de haber creado un gran escritor. A su larga vida profesional, denodada, honrada, monótona, tediosa y sin sentido, le había sido concedido un momento de grandeza, y aquel momento no había sido una revelación, ni una idea profunda, ni había dejado una huella indeleble; había sido un encuentro efímero, superficial, cargado de susceptibilidad y de malentendidos. Pero había existido y ahora la señorita Fornillos ya podía jubilarse, hacer balance de su vida y descansar.
En otra parte de la ciudad, Martín J. Fromentín se excusaba ante sus anfitriones y alegaba cansancio y una leve indisposición para retirarse a su hotel sin asistir a la cena que le tenían preparada. Decepcionados pero corteses, sus anfitriones le dejaron ir. En el hotel se encerró en la habitación, pidió una cena ligera al servicio de habitaciones, se sentó a la mesa, tomó papel y empezó a escribir una carta.
«Estimada señorita Fornillos:
»Le agradezco mucho que tuviera la amabilidad de asistir al acto de esta tarde. No hay cosa más aburrida que estas ceremonias académicas de las que usted, además, ya debe de estar hasta el gorro. Pero le habría agradecido que me hubiera advertido de antemano, porque cuando la distinguí entre el público tuve que hacer un gran esfuerzo para no desmayarme de la emoción o ponerme a llorar como un imbécil, en resumen, a hacer un ridículo mayor del que ya estaba haciendo. Siempre fue usted muy brusca de trato, si no le molesta que se lo diga. Durante todo el acto estuve dudando entre dirigirme a usted y pedirle que me esperara a la salida o hacer como que no la había visto. Mi primer impulso fue lo primero, pero luego pensé que si hasta ahora usted no ha hecho nada para ponerse en contacto conmigo, a través de la editorial o por cualquier otro medio, mi obligación era respetar sus deseos. Por esta misma razón, durante todos estos años, tampoco yo he hecho nada para ponerme en contacto con usted. En el fondo, no me extraña que no quiera tener nada que ver conmigo, ni con el ratero sin suerte que fui, ni con el fantoche que soy ahora. Usted lo entendió todo desde el principio y me lo advirtió, pero yo estaba ciego de ignorancia y de suficiencia. Ya ve adónde me han conducido aquellos tufos. Pero quiero que sepa que no ha habido día, en todos estos años, en que no me haya acordado de usted. Tenía tantas ganas de hablar con usted, señorita Fornillos.