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»Estoy seguro de que usted ya no se debe de acordar, pero yo me pregunto a menudo qué habría sucedido si no se hubiera tomado la molestia de eliminar unos párrafos de los cuentos que nos repartía para aligerar los textos. Yo habría leído el mío sin atención, probablemente. Somerset Maugham es un artesano sin interés, y más pasado de moda que el miriñaque. Yo algo había leído antes de aquel día; uno de joven ha de matar el tiempo libre de algún modo y no siempre tiene una tía o un televisor a mano. Pero nunca había leído con criterios literarios, como es natural. Yo era un canalla, no un pervertido. Sin embargo aquella mutilación me produjo un desconcierto extraordinario, sobre todo porque no sabía de dónde me venía. Luego comprendí lo que me ocurrió y es algo tan curioso que se lo tengo que contar. Nunca se lo he contado a nadie. Mire, lo que ocurrió es que de repente, en un solo instante, sin saber nada de nada, entendí exactamente lo que era la literatura. No lo que usted decía, no un vehículo para contar historias, para expresar sentimientos o para transmitir emociones, sino una forma. Forma y nada más. Confío en que su larga labor docente no la haya embrutecido y entienda lo que le quiero decir. Las leyes sencillas pero insoslayables que hacen que un escrito signifique algo más que manchas sobre un papeclass="underline" la estructura del relato, el tamaño del párrafo, la longitud de la frase, la música interna de las palabras cuando se combinan entre sí, y el ritmo del conjunto. La estrategia con que se disponen todos los elementos.

»Después de devorar unos cuantos libros, los que usted tuvo la generosidad de prestarme y aquella jodida edición de Proust que me envió durante las vacaciones, tuve la peregrina idea de que yo también podía escribir una cosa similar. Conocía los rudimentos del oficio, y las lecturas me habían proporcionado las herramientas necesarias, de modo que me puse a escribir. Mi ignorancia sólo era comparable a mi presunción. No tenía ninguna historia que contar ni falta que me hacía. Sólo me interesaba la forma. La vanidad es el pecado que más deprisa recibe su castigo. Si me descuido acabo escribiendo una novela experimental. Cuando me di cuenta, rompí lo que llevaba escrito y me juré no volver a escribir nada. Es posible que de haber persistido en esta decisión hubiera acabado mal. Usted me dijo que siguiera y seguí. En la cárcel había conocido a mucha gente, tíos legales en su mayor parte. Yo era una escoria, pero trataba a la gente con respeto y sabía escuchar. De modo que me contaron un montón de historias. No eran grandes historias, sino historias banales, estúpidos desaciertos, desarreglos psíquicos disfrazados de pasión, falsas tragedias. Cualquier oyente se habría aburrido a los cinco minutos. Yo también me aburría, pero aguantaba para no recibir una trompada y más tarde porque comprendí que aquellos tristes retales de vidas equivocadas me proporcionaban el material necesario para escribir libros de quinientas páginas.

»Los críticos se engañan: ven un libro acabado y creen que todos los movimientos desde el principio han ido encaminados a un fin concreto. Nada más falso. Un escritor no pone los conocimientos técnicos que posee al servicio de la historia que quiere contar, sino la historia que posee al servicio de los conocimientos técnicos que quiere utilizar. En fin, no la quiero aburrir con teorías. Sólo le digo lo que ya sabe: que soy el mismo pazguato de entonces y que mi éxito se debe a un malentendido. Los lectores creen estar leyendo historias atormentadas, cargadas de significación, y sólo leen artimañas.

»Finalmente me llegó la hora de salir de la cárcel y me busqué un trabajo que me permitiera sobrevivir y escribir en mi tiempo libre. En varios locales me contrataron de vigilante nocturno. Pensaban que mi pasado delictivo me daba conocimientos prácticos de las artes del robo y que lo podría impedir; también pensaban que la condicional garantizaba mi honradez. Eran trabajos aburridos, pero más lo es el trullo, me daban algo de dinero, y como no había mucho que hacer, si bien no podía escribir, podía organizar mentalmente lo que luego en la pensión ponía en limpio. Acabé una primera novela, la llevé a varias editoriales hasta que una la quiso publicar y ya ve cómo he acabado. Ahora gano una pasta gansa y viajo por todo el mundo. Mi vida personal ha sido satisfactoriamente solitaria.

»Todo esto se lo debo a usted. El que este asunto disparatado no entrara en sus propósitos y ni siquiera pasara nunca por su cabeza no disminuye la cuantía de la deuda. No sé cómo pagársela; ahora, si a usted se le ocurre una manera, hágamelo saber. Soy desagradecido por naturaleza, pero una cosa no quita la otra; la gratitud es un movimiento del alma que experimentan las personas buenas y sentimentales. Una deuda es algo objetivo. La gratitud se expresa; las deudas se pagan. Yo estoy en deuda con usted.

»Y la próxima vez, avise.

»Su alumno,

»Antolín Cabrales Pellejero.»

Metió la carta en un sobre y se la echó al bolsillo. No sabía adónde enviarla, pero pensó que sus editores o su agente no tendrían dificultad en averiguar el domicilio de una profesora de literatura que en una etapa de su vida trabajó en la cárcel de varones. Dejó el sobre en la mesa y, como no tenía sueño, decidió salir a dar un paseo.

Siempre había asociado Barcelona con época difícil de su vida, pero desde que había fijado su residencia en el extranjero la ciudad ya no le parecía tan hostil. Bajó caminando por el paseo de Gracia, cruzó la plaza de Cataluña, recorrió la Rambla y acabó callejeando por los oscuros barrios donde había transcurrido su agitada juventud. Mucho había cambiado desde entonces, pero algunas cosas seguían iguaclass="underline" al adentrarse en una callejuela oscura y solitaria y antes de que ocurriera nada, supo que estaba siendo asaltado. Un muchacho le sujetó el brazo y le puso una navaja delante de los ojos. Sintió el jadeo del muchacho en la mejilla. «No grites.» «No voy a gritar.» «¡Que te calles!», dijo el muchacho. Pasado el susto inicial provocado más por la brusquedad del asalto que por el peligro real, Antolín Cabrales estaba tranquilo. Sabía que no pasaría nada si no ofrecía resistencia, si no se ponía nervioso y si no hacía ostentación de sangre fría. Todo consistía en comportarse como el muchacho esperaba que se comportara un caballero incauto y adinerado. En otros tiempos él mismo había recurrido a este método, casi siempre eficaz. «El dinero está en la cartera y la cartera en el bolsillo interior de la chaqueta. Puedes cogerla tú mismo. El reloj no vale mucho, pero te lo daré igual; no llevo nada más de valor», dijo. El muchacho cogió la cartera y se la metió en el bolsillo del pantalón. Mientras se quitaba el reloj dijo: «Devuélveme los documentos. A ti no sirven para nada. Y si me dejas algo para un taxi…» El muchacho no esperó a que acabara de quitarse el reloj para salir corriendo.

Cuando se quedó solo, Antolín Cabrales se dirigió a la comisaría del barrio para denunciar el robo de la documentación. Tenía pensado regresar a su lugar de residencia al día siguiente y el suceso le suponía una contrariedad. Al dar su nombre en la comisaria, el propio comisario lo recibió en su despacho. «He leído casi todos sus libros. Es un placer, aunque sea en circunstancias tan lamentables.» Cumplimentó la denuncia y se dispuso a marcharse. El comisario le ofreció un coche patrulla. «No se moleste. Mi hotel no está lejos y ya no me pueden robar nada más.» El comisario insistió: las calles se habían puesto cada día más peligrosas. No aceptar habría sido desairarle, y a pesar de la admiración que le manifestaba, el señor comisario era un policía y él un antiguo delincuente y un ex presidiario.

Delante del hotel se despidió de los agentes que le habían acompañado. «Han sido ustedes muy amables.» «A sus órdenes.» En el portal contiguo al hotel advirtió dos sombras al acecho. Cuando se hubo ido el coche patrulla se entretuvo un rato ante la puerta para dar tiempo a que las dos sombras salieran de su escondite y se le acercaran.