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«Nos habías calado, di la verdad. ¡Qué jodido eres, cabronazo!», dijo un hombre entrado en años, todavía corpulento, con media cara quemada. Le acompañaba el muchacho que un rato antes le había atracado. «Suerte que llevabas una tarjeta del hotel en la cartera; si no, no damos contigo. Éste es mi hijo. Mil veces le tengo dicho que se quite de la calle, pero el capullo, como si oyera llover. Que es peligroso, joder. Que es dinero fácil y tal y cual, pero si te trincan, vas al talego, díselo tú. y al final, el dinero, ¿para qué lo quieren? Para nada: fumar pelas y comprarse ropa de maricón.» «Los jóvenes son así», dijo Antolín Cabrales. «Tú no tienes hijos.» «No, yo no.» El hombre de la cara quemada se dirigió al suyo. «Anda, hijo puta, ven aquí y discúlpate con este señor.» «No tiene por qué. Hacía su trabajo y lo hacía bien», dijo Antolín Cabrales. El otro sólo atendía a su retoño. «Este señor que ves aquí, tan famoso, y yo éramos amigos hace un montón de años, ¿te lo puedes creer? Este señor tan famoso y tu puto padre, colegas, me cago en la mar. Porque tú de mí sí que te acuerdas, ¿o no?»

«Claro que me acuerdo», dijo Antolín Cabrales. Lo cierto es que sí recordaba al tipo de la cara quemada: un matón estúpido con el que había coincidido en la cárcel y que en algunas ocasiones le había amenazado, humillado y golpeado. Pero todo esto pertenecía a un pasado irreal, transformado por la fama del escritor, que convertía su amistad verdadera o imaginaria en un trofeo. «Bueno, pues aquí tienes la cartera. Cuenta el dinero, no falta nada. Cuando vi de quién era le di un hostión a este espabilao y nos vinimos derechos a devolvértela. Supuse que habrías ido a denunciar el robo de los documentos y que te pillaríamos a la puerta. Con lo que no contaba es con los maderos, joder. Suerte que nos has visto y nos has esperado con discreción. Si les dices algo, igual nos metemos en un lío.» «Eso entre amigos no se hace», dijo Antolín Cabrales. Vaciló el matón; luego dijo: «Bueno, pues ya nos vamos. Guapo el hotel, ¿eh? Te lo mereces, joder, por algo eres más famoso que Dios. ¿Has venido con tu mujer?» «No. Vivo solo.» «Pero no te habrán faltado las tías. O los tíos, según a lo que te hagas.» «No me quejo», respondió sabiendo que eso era lo que el otro quería oír. Luego añadió: «¿Queréis pasar? Todavía nos darán algo en el bar.» El matón miró a Antolín Cabrales de hito en hito, tratando de determinar si hablaba en serio o en broma y si la propuesta era una muestra de amistad o una trampa. Finalmente dijo: «No, gracias. Hay que saber estar en el sitio que le corresponde a cada uno. Nosotros aquí no pintamos nada, como tú no pintabas nada en el trullo. Lo tuyo es esto: los libros y los hoteles. En la cárcel eras un cagao. Yo, en cambio, aquí cantaría como una mala cosa. Ha sido un gusto verte, Poca Chicha.»

Padre e hijo se fueron caminando por el paseo de Gracia. Antolín Cabrales subió a la habitación. En la mesa vio la carta que había escrito a la señorita Fornillos. La rompió en varios pedazos, los arrojó a una papelera. No había motivo para quitarle la ilusión, y su presencia en la conferencia era la prueba de que esa ilusión existía. Al fin y al cabo, ella había hecho de él lo que ahora era. Por casualidad o por designio había desarrollado un potencial que él poseía y que antes nada ni nadie había podido imaginar. Que aquel potencial sólo sirviera para vender baratijas no era culpa de ella. En el fondo, se dijo, sigo siendo lo que siempre fui: un ser superfluo, un estafador. El matón con el que acababa de hablar, a pesar de su ignorancia, lo sabía. Pero no la señorita Fornillos. No la señorita Fornillos.

Eduardo Mendoza

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