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Ahora la familia en pleno aguardaba a monseñor Putucás desde hacía dos horas. Los mayores disimulaban como podían su impaciencia, salvo los niños, que sólo pensábamos en los emparedados y pastelitos que aguardaban en la cocina, mi padre, a quien hubo que suministrar un par de whiskies, la tía Eulalia, que no paraba de aclararse la garganta con unos sonidos ofensivos y fue al cuarto de baño varias veces a hacer gárgaras, y el tío Víctor, que no pudo contenerse y exclamó:

– Pero, bueno, ¿se puede saber cuándo llega el obispo Cachimba?

A veces pienso que fue mi padre, en uno de sus estadios intermedios entre la lucidez y la opacidad, quien le sacó aquel mote, derivado del extraño nombre de su lugar de procedencia. Aún faltaban muchos años para que los escritores latinoamericanos nos familiarizaran con la trabajosa toponimia y la peculiar terminología de aquella parte del mundo. Desde luego no creo que la idea partiera del tío Víctor; incluso es posible que en su ingenuidad hubiese creído que aquél era el nombre verdadero del prelado. Sea como sea, la mención provocó una risa contagiosa entre los niños, que la mirada fulminante de la tía Conchita no consiguió cortar de raíz.

– Yo ves lo que has conseguido con tus gracietas, dijo olvidando la posibilidad de que aquel reproche fuera dirigido a un implacable esbirro del Komintern.

Se había calmado la risa entre los menores cuando oímos la carcajada de Manifiesta y ya nada pudo reprimir una hilaridad generalizada, que todavía duraba cuando sonó el timbre que anunciaba la llegada del ilustre huésped y con él del principio de la historia que me he propuesto relatar.

* * *

El señor obispo era un hombre de edad indefinible, lo que suele significar que parecía un viejo bien conservado. Bajo de estatura, corpulento de complexión, piel color de tierra labrada, expresión hierática. Tenía la cara ancha, los ojos achinados, los labios carnosos, la nariz loma y el cabello negro, espeso, lacio y lustroso. A decir verdad, y de esto hasta la tía Conchita se dio cuenta enseguida, el señor obispo respondía con exactitud al mote que le había precedido. Tal vez por esta razón su presencia había producido una profunda decepción en los presentes de no haber sido por lo solemne de la indumentaria: la sotana y la muceta negras con ribetes morados, al igual que la botonadura y el solideo, la faja y los guantes, por no hablar del pectoral de plata sujeto por un cordoncillo en comba. Era como si hubiera entrado en el salón un personaje de cuadro antiguo milagrosamente arrancado del lienzo y dotado de los movimientos maquinales y prudentes de quien después de haber permanecido enmarcado y colgado durante siglos en la sala de un museo se aventurase en el mundo de los vivos. Ahora la extraña aparición se había quedado inmóvil en mitad del salón, con la mirada vidriosa, con una mano medio levantada y la otra colocada sobre el pectoral. Hubo un instante de estupor entre los parientes congregados, que esperábamos ver desmontarse de un momento a otro el maniquí, hasta que la tía Conchita, más imbuida de la representación que de la realidad, se separó del grupo, fue hasta el obispo, hincó una rodilla en tierra y le besó el anillo con una vehemencia que resucitó bruscamente a la efigie.

– Por favor, señora, murmuró con un acento peculiar, álcese.

– Ilustrísima, murmuró mi tía atropelladamente, bendiga esta casa y a quienes en ella se encuentran.

– Perdón, señora, ¿qué quiere usted que haga?

Sin ser notado de nadie había entrado en el salón, a la zaga del obispo, un sacerdote joven, alto, enjuto, bien parecido, con unas gafas de montura de oro que enmarcaban una mirada inteligente, un punto socarrona, el cual, tomando suavemente a la tía Conchita del brazo, la izó sin hacer fuerza y dijo en voz alta y clara para ser oído de todos: