– Monseñor Putucás acusa la fatiga. Apenas desembarcado ha tenido una reunión con el señor obispo de Barcelona y otros prelados, seguida de una sesión organizativa. Tal vez lo mejor, añadió entornando los párpados, sería conducirle a su habitación, si está dispuesta, para que pueda descansar. Mañana le espera una larga jornada.
La placentera inmovilidad del ilustre huésped y la voz serena y meliflua de su acompañante nos habían dejado a todos con la boca abierta. La tía Conchita acertó a decir:
– No faltaba más, padre. Ahora mismo… Confió en que le parecerá bien el arreglo…
– Oh, no pase usted cuidado, atajó el melifluo acompañante, monseñor Putucás es de costumbres ascéticas y en estos momentos sólo desea dormir. Me ha hecho saber mientras veníamos que no tiene hambre; en el obispado se ha servido un tentempié a sus ilustrísimas. Pasar un momento por el baño y reposo, nada más. Muchas gracias.
Con estas palabras inapelables, y precedido de la tía Conchita y de la Leres, se llevó al obispo pasillo adentro, dejándonos sumidos en el desconcierto: nadie se atrevía a hacer ningún comentario, hasta que al tío Víctor, con el sentido común inherente a los mentecatos, se le ocurrió preguntar qué pasaría ahora con la merienda. El tío Agustín agradeció esta oportunidad de tomar de una vez el mando de su propia casa y dispuso que pasáramos todos a la cocina y allí diéramos cuenta de los emparedados y los pastelillos, con lo cual dejaríamos en silencio la parte del piso donde estaban los dormitorios. Cumplimos prontamente la orden, comimos con rapidez y voracidad y luego cada cual se fue a su casa.
En los días siguientes a este primer encuentro tan poco alentador, volvimos a ver en varias ocasiones a monseñor Putucás, pero siempre de lejos, rodeado de otros obispos y de una multitud de sacerdotes y frailes y monjas, por no hablar de fieles de toda edad y condición, unas veces en misas concelebradas, ataviado con vistosas casullas, otras en confesiones multitudinarias, con la sobrepelliz y la estola, y una, que dejó un recuerdo imborrable en todos los asistentes, con capa pluvial, báculo y mitra, en la gran procesión que atravesó el centro de Barcelona con motivo de la llegada del cardenal Tedeschini, enviado especial de Su Santidad el Papa al Congreso Eucarístico.
Entre las influencias y los amigos de la familia, siempre teníamos a alguien con domicilio u oficina desde cuyos balcones se podían ver los actos sin apretujones, descansar de cuando en cuando y, por añadidura, comer y beber las cosas preparadas por los anfitriones de turno, con lo cual el Congreso, destinado a fomentar la piedad, la oración y la penitencia, se convirtió para nosotros en una fiesta continua y una ocasión para estrenar ropa y acostarse tarde.
Monseñor Tedeschini había sido embajador del Vaticano en España en los agitados años que precedieron a la guerra civil. Enemistado con el gobierno, Pío XII lo enviaba ahora, en un acto de reconciliación o de poderío, según se mire, a recorrer las calles de Barcelona envuelto en la devoción al Santísimo. Desde un balcón abarrotado, los más pequeños con los morros todavía pringados de chocolate con nata, toda la familia contemplaba la interminable comitiva de autoridades eclesiásticas, civiles y militares, presidida por una enorme carroza en la que iba la famosa custodia de Arfe, traída especialmente de Toledo para la ocasión prodigiosa, una pieza imponente de varios metros de altura y hecha, según contaban los periódicos, de más de 15 kilos de oro y casi 300 kilos de plata, sin contar las piedras preciosas y las innumerables figuras finamente labradas que la adornaban, y sobre la carroza, postrado ante la custodia que contenía la sagrada forma, iba el cardenal Tedeschini, vestido de blanco, viejo y enjuto, como una réplica fidedigna de Pío XII, mientras a lo largo del recorrido una multitud ingente cantaba a voz en cuello el himno del Congreso Eucarístico. A la carroza le seguía un apretado séquito de obispos venidos de todo el mundo, entre los cuales, no sin trabajo, conseguimos distinguir con orgullo al nuestro, en una actitud de recogimiento que mereció que alguien lo describiera como «transfigurado», con lo que todos olvidamos su escasa sociabilidad y sus facciones de terracota y nos sentimos temporalmente elevados por encima de nuestras miserias terrenales.
Posteriormente la tía Conchita contó, o alguien de la familia contó que la tía Conchita le había contado los momentos de intimidad que ella, su marido y sus hijos habían disfrutado en compañía de monseñor Putucás cuando éste, concluida la larga jornada de actos, se retiraba a descansar a su alojamiento y sus anfitriones podían gozar del privilegio de su compañía. Bien es verdad que en estos momentos de asueto, monseñor Putucás era presa del cansancio producido por largas horas de actividad pastoral y, más aún, por las emociones generadas por la arrolladora devoción de una población enfervorecida. Aún así, monseñor Putucás había sacado fuerzas de flaqueza para mostrar su gratitud, elogiar a todos los integrantes de aquel hogar modélico (éstos fueron exactamente los términos empleados), expresar su satisfacción por la buena marcha del Congreso e incluso cambiar algunas impresiones con el tío Agustín sobre temas de interés general.
Pero una tarde, tal como constaba en el minucioso programa de actos litúrgicos, aunque nadie hubiera reparado en ello a causa del ajetreo, el señor obispo volvió a casa antes de lo previsto y encontró a la tía Conchita sin más compañía que la del servicio, puesto que su marido y sus hijos no tenían previsto llegar hasta la hora de la cena. A solas con el obispo, la tía Conchita le rogó que se sentase un rato con ella en el salón, dio orden de que nadie los molestara bajo ningún pretexto, cerró las puertas y pidió a su ilustre huésped que se dignase escucharla en confesión. Al principio su ilustrísima se mostró sorprendido y algo aturdido por esta petición inesperada, pero acabó comprendiendo que no podía negarse a corresponder a las atenciones que mi tía le había prodigado, de modo que accedió. Fue a su cuarto a buscar la estola, se sentó en una butaca y dejó que mi tía se arrodillara junto al brazo de la butaca y musitara la fórmula de rigor. Luego, advirtiendo la timidez repentina que amordazaba a la piadosa mujer, la animó mascullando: ándele.
Mi tía no tenía muchos pecados que confesar, por no decir ninguno. De su vida estaban excluidas las tentaciones de la carne, así como las ocasiones de incurrir en la codicia y en la gula, no era iracunda ni soberbia de natural, aborrecía la mentira y cumplía sobradamente con los sacramentos, los ayunos y los preceptos. Pecados más profundos habrían requerido una capacidad de análisis fuera del alcance de mi tía. Aparte de algunas faltas, que confesó a regañadientes, porque su propia pequeñez y su carácter pueril mortificaban su orgullo, lo único que le preocupaba era participar de la injusticia reinante en el mundo. Las invectivas evangélicas contra los ricos, en cuyas filas se incluía sin ambages a la hora de culpabilizarse, le planteaban una angustiosa incertidumbre sobre su eventual salvación eterna.
– Jesucristo dijo lo del camello y el ojo de la aguja, ilustrísima. ¿Cómo lo debo interpretar?
El señor obispo se había quedado un poco traspuesto y la pregunta lo puso en un brete. Después de meditar un rato, carraspeó y dijo:
– Como una metáfora, hija mía.
Esta respuesta desconcertó un poco a la tía Conchita, que sin embargo reaccionó pensando que sin duda el obispo de Quahuicha estaba acostumbrado a tratar con una feligresía inculta, compuesta de indígenas. El que la tratase a ella con el mismo paternalismo, sin percatarse de la diferencia, le escoció, pero achacó el desliz al cansancio y añadió: