– Sí, ilustrísima, pero Jesús también nos ordenó vender nuestras riquezas y repartir el dinero entre los pobres. ¿Debo hacerlo?
El obispo pensaba con lentitud y hablaba con una cachaza exasperante.
– Verás, hija mía, desde un punto de vista técnico, tú no puedes disponer de los bienes familiares sin el consentimiento de tu esposo.
– Ilustrísima, dijo mi tía con un deje de impaciencia en la voz, en Cataluña el matrimonio se rige por el principio de separación de bienes, salvo pacto en contrario. El patrimonio familiar es privativo de mi marido: es él quien gana dinero; yo lo administro, pero sólo soy una pobre ama de casa. Por otra parte, aunque vivamos holgadamente, no disponemos de una gran fortuna. Somos ricos en términos comparativos, no en términos absolutos. Aunque quisiéramos, poco podríamos hacer para poner remedio a tanta necesidad y tanta miseria como nos rodea. Por otra parte, hemos de pensar en el futuro y atender a la educación de los hijos. Todo esto ya lo sé.
Estos razonamientos se los había hecho a sí misma en repetidas ocasiones para aplacar el temor a verse condenada a las penas eternas del infierno. Pero le quedaba un último rescoldo de duda que algunas noches le impedía dormir y que no había expuesto nunca a su confesor por considerarlo persona de poco calado intelectual. Ahora había llegado el momento de aclarar la cuestión.
– Pero hay algo, ilustrísima, que podría hacer y no he hecho.
– ¿Y qué vaina es ésa, hija mía?, preguntó el obispo.
Sin responder, la tía Conchita se puso en pie apoyándose en el brazo de la butaca, se alisó la falda y dijo:
– Ilustrísima, quiero enseñarle algo. Pero le recuerdo, con el debido respeto, que aunque hayamos abandonado nuestro sitio, el sacramento no ha concluido y sigue vigente el secreto de confesión.
Ahora fue el obispo quien se quedó un poco desconcertado, pero como no se atrevía a contradecir a su anfitriona, se levantó a su vez y la siguió hasta el otro extremo del salón. La tía Conchita comprobó con la mirada que todas las puertas seguían cerradas, se acercó a un cuadro colgado de la pared, pasó la mano por la parte inferior del marco de madera dorada, accionó un resorte y el cuadro giró sobre unas bisagras, dejando al descubierto una caja de caudales empotrada en la pared. Acto seguido, ante el asombro de su huésped, hizo girar la rueda hasta componer la combinación, movió la palanca y abrió la puerta de la caja. En su interior se amontonaban carpetas de documentos y algunas cajas de distintos tamaños. La tía Conchita sacó un joyero de caoba, abrió el cierre, levantó la tapa y mostró su contenido al obispo.
– Vea, ilustrísima. Este collar perteneció a mi madre. Estos pendientes de perlas también eran de mi madre, pero ella, a su vez, los había heredado de mi abuela y ésta de mi bisabuela: han ido pasando de madres a hijas, como se suele decir en estos casos. Este anillo me lo regaló mi marido cuando nació nuestro primogénito… En fin, no le aburriré con las historias de cada una de las piezas. Si le cuento estas cosas es para que vea que cada una va asociada a un hecho importante de mi vida: el nacimiento de un hijo, el recuerdo de mi madre…
– Si, me hago cargo, pero no veo…
– ¿La razón?, dijo mi tía cerrando la tapa del joyero y colocándolo de nuevo dentro de la caja fuerte. Nada más sencillo, ilustrísima. A menudo me pregunto si no debería vender estas joyas y destinar el producto de la venta a obras de beneficencia.
– ¿Dárselo a los pobres?, preguntó el obispo como si la idea de hacer algo por los menos favorecidos nunca hubiera cruzado por su cabeza. ¿Para qué?
– Para aliviar sus necesidades. Comprar las cosas que tanto necesitan. Esto está en consonancia con las palabras del Evangelio: ganad amigos por medio de las riquezas injustas para que cuando éstas falten, os reciban en las moradas eternas.
– Ay, chihuahua, ¿eso dice el Evangelio?
– Di por sentado que conocía usted el pasaje, ilustrísima. Es la parábola del mayordomo fiel.
– Pues nunca la oí, señora. Pero creo que debería usted cerrar la caja fuerte, no vaya a sorprendernos alguien y pensar Dios sabe qué.
Mi tía hizo lo que le sugería el obispo y dijo:
– Por el servicio no debe tener cuidado. Conocen la existencia de la caja oculta detrás del cuadro, pero no la podrían abrir aunque quisieran. Además, son de toda confianza. En cuanto a la cuestión moral que le he planteado, ¿qué opina, ilustrísima? ¿Debo vender mis joyas?
El atribulado obispo dio unos pasos por la alfombra del salón. Luego abrió los brazos en cruz y exclamó:
– Nunca me habían hecho una pregunta semejante. señora, no sé cómo contestar. Pero una cosa le diré según mi pobre experiencia. Estas alhajas tienen para usted un gran valor sentimental, eso las convierte en algo muy importante, no sólo en relación con su precio. Por ejemplo, esos aretes que pasan de generación en generación, pues no los puede usted vender, porque ahora son suyos, pero es como si los tuviera en depósito, para cuidarlos y pasárselos a su hija el día de mañana, y de este modo continuar la cadena. Y otras piezas son parte de su vida espirituaclass="underline" el nacimiento de un hijo, nada menos. Y luego está el valor económico de las piezas en sí mismas. Mire, hija, en la región de donde yo vengo se encuentran a veces piedras preciosas. Rubíes, amatistas, ópalos. Muy pocas, bien es verdad. Pero si un campesino, en su extenuante labor, encuentra una de estas piedras, levanta los ojos al cielo y da gracias a la Santísima Patrona de Quahuicha, porque con este regalo de la Madrecita podrá pagar sus deudas o pasar una temporada sin hambre para él y su familia. Y luego están los que tallan las piedras, y los que las engarzan de un modo tan lindo y bien trabajado. Estos aderezos representan mucho para muchas gentes; no se puede uno desprender de ellos así como así, por un mero escrúpulo de conciencia. Yo, señora, no he visto todavía nada de España, ni tan sólo de Barcelona, tan ocupado anduve desde que llegué. De seguro acá también habrá pobreza. Pero tengo por cierto que el más pobre de acá es rico comparado con un pobre de mi tierra. Hágame caso, señora, guarde lo que Dios le dio y no piense más en pendejadas. De los demás pecados ahora mismito le doy la absolución, y luego, si me lo permite, me iré a descansar un poco antes de la cena, porque la caminata de hoy me dejó muerto.
Después de mucho meditar sobre el significado de aquella enseñanza, que la tía Conchita se resistía a considerar fruto de una extrema ligereza. llegó a la conclusión de que las palabras del obispo Putucás la conminaban a dejar las cosas como estaban, y así lo hizo.
Aún asistimos a varios actos antes de la clausura del Congreso Eucarístico, y tuve la ocasión de ver alguna vez más a nuestro obispo en el ejercicio de sus funciones. Cuando rememoro el conjunto de aquellos días asombrosos, advierto sin extrañeza que mi familia, tan devota y tan entusiasta, que vivía con tanta entrega los acontecimientos y estaba tan convencida de su trascendencia, jamás participó en ellos. Ni en las procesiones, ni en las confesiones colectivas, ni en las misas multitudinarias. Todo lo veíamos apiñados en un balcón, comiendo pasteles. Y aunque con frecuencia veía resbalar las lágrimas por las mejillas empolvadas de mis tías e incluso humedecerse los ojos de los hombres, siempre reacios a expresar sus emociones, a nadie se le ocurrió abandonar la formación y sumar su cuerpo y su fervor al enardecido gentío, no porque se lo impidiera un absurdo vestigio aristocrático que identificara pasar de espectador a participe con descender al nivel del vulgo, sino por un temor ancestral a abandonar la cerca protectora levantada alrededor de la tribu. Pero entonces ni yo ni nadie de la familia se daba cuenta de esto: subyugados por un ambiente creado por la multitud, creíamos estar contribuyendo de un modo decisivo al éxito de la convocatoria. Porque, en efecto, las cosas funcionaban de un modo espléndido, con la precisión de los actos meticulosamente programados pero sin perder por ello un ápice de sinceridad y de frescura. Sólo al final, y precisamente dentro de nuestro círculo, tan bien guardado. se produjo un hecho repentino y catastrófico.