– Me parece muy bien. Haz lo que mejor te parezca.
Abrió el periódico, buscó la página de deportes y antes de desaparecer tras las hojas desplegadas añadió en el mismo tono:
– Pero antes de veinticuatro horas tiene que estar fuera de casa este indio de mierda.
Mi tía no era tonta y comprendió que las palabras del tío Agustín no admitían réplica; también comprendió, tal de un modo instintivo, que si obedecía la orden, acatando una autoridad consagrada por el sacramento del matrimonio, resolvía sin responsabilidad personal un problema que le preocupaba tanto como a su marido, si no más. Porque además del engorro práctico y social que suponía la presencia indefinida de un extraño en la casa, con la consiguiente alteración de la rutina familiar, a mi tía le resultaba muy incómodo convivir con una persona ante la que había desnudado su alma y expuesto sus escrúpulos en confesión, contando con que pronto la perdería de vista. De modo que no desperdició un instante en discutir la orden y se puso a buscar la forma de cumplirla salvando cuanto hubiera de ser salvado. Inventar un pretexto para obligar al obispo Putucás a dejar la casa no era difíciclass="underline" su estricta conciencia no excluía el recurso a la mentira piadosa. Por lo demás, no era su propio interés el que forzaba la expulsión, sino una combinación de circunstancias de cuyo desarrollo sólo el propio obispo se había hecho responsable por actos cometidos antes de entablar relación con nuestra familia y sin haberla advertido de que, al acogerle, introducían en su casa a un elemento subversivo y ahora, por añadidura, a un proscrito. En definitiva, hospedarlo a sabiendas de su pasado equivalía a hacerse cómplice de los errores, por no usar términos como delito o pecado, en los que el huésped hubiera podido incurrir. Sin embargo, la misma conciencia que la exoneraba de culpa, le impedía dejar a ese mismo huésped en la calle sabiéndole impecune, rechazado de todos y sin posibilidad de ganarse la vida, porque, ¿a qué empleo podía aspirar una dignidad eclesiástica que, dicho sea de paso, no parecía capacitada para otra cosa que asistir a actos ceremoniales y actuar en ellos como mero figurante, a toque de corneta?
Andaba enfrascada en estas cavilaciones cuando se presentó mi padre a interesarse por la situación. Mi tía le puso al corriente de lo sucedido, sin omitir la lapidaria conminación de su marido. Y seguramente mientras se desahogaba contando a su hermano sus preocupaciones, se le ocurrió la forma de resolverlas.
Al día siguiente, a una hora en que sabía que mi padre estaría en el Apeadero del Paseo de Gracia desempeñando mal que bien su cometido y yo en el colegio, se presentó en nuestra casa sin previo aviso y habló con mi madre del modo sincero y sin rodeos que siempre empleaba, por nobleza o por arrogancia, si ambas cosas no son en el fondo la misma. En pocas palabras le explicó que el obispo Putucás debía abandonar su casa por razones imperiosas y sin demora, como mi padre seguramente ya le habría contado, que el obispo Putucás no tenía adónde ir ni medios para pagar un alojamiento, que el tío Agustín y ella, por la ley de la hospitalidad y por caridad cristiana, se sentían, hasta cierto punto, responsables del obispo, pero que no consideraban delicado, adecuado, ni siquiera admisible, colocarlo en una pensión a sus expensas, y que por todo lo antedicho se le había ocurrido que nosotros podíamos dar albergue provisional a su ilustrísima. Sabía que disponíamos de una habitación libre. ¿Nos importaría alojarlo hasta que concluyeran los trámites encaminados a conseguirle asilo político en España, en el Vaticano o donde se lo quisieran conceder?
Yo no sé si mi madre sentía por la tía Conchita la animadversión que cualquier persona en sus circunstancias debería haber sentido, pero si era así, nunca lo dijo ni lo demostró, probablemente porque apreciaba la tolerancia callada, espontánea y sincera de la tía Conchita hacia las flaquezas de mi padre, a quien por encima de todo seguía considerando un miembro más de la familia y a quien profesaba el amor incondicional de las mujeres por sus hermanos menores, sobre todo si son un poco inútiles y zascandiles. Y también porque sin duda mi madre, que nos quería mucho a mi padre y a mí, estaba dispuesta a tragarse su orgullo y su irritación para no causarle un dolor a él y para ahorrarme a mí la penosa experiencia de estas desavenencias sordas, que envenenan la vida de quienes han de vivir con ellas día tras día. Sea como sea, mi madre se limitó a dar su conformidad sin poner ningún reparo. Hay que decir que durante los días en que la presencia de monseñor Putucás fue un motivo de orgullo, la tía Conchita aprovechó todas las oportunidades razonables para hacernos partícipes de la distinción, y que gracias a la influencia de su marido, pero, en última instancia, gracias a la determinación de la tía Conchita por englobar a toda la familia en sus privilegios particulares, habíamos podido disfrutar del espectáculo ciudadano sin las caminatas, las largas horas de espera y las aglomeraciones propias de estos casos. Por lo demás, es posible que en la actitud complaciente de mi madre interviniera la satisfacción de poder mostrarse generosa con mis tíos, a quienes debíamos tantos favores y a quienes sin duda habríamos de seguir recurriendo a menudo en el futuro.
De modo que mi madre aceptó la propuesta de la tía Conchita y en pocos minutos las dos mujeres, poseedoras por igual de un gran sentido práctico, se pusieron de acuerdo en los detalles.
Aunque nuestro piso era pequeño, disponía, efectivamente, de una habitación libre: una pieza rectangular, angosta, con un ventanuco abierto al patio de cocinas, a la que mi madre se retiraba a coser o, cuando se lo permitían los quehaceres domésticos, a leer las revistas ilustradas y las novelas que le prestaban. Esta habitación estaba ocupada en su mayor parte por una cama turca que hacía las veces de sofá a la espera de que algún día tuviéramos invitados. Como esta posibilidad era muy remota, yo supongo que mi madre había instalado allí la cama para poder dormir en ella si el estado de mi padre lo hacía aconsejable, una eventualidad que hasta el momento no se había presentado nunca o que, si se presentó, yo nunca lo supe.
Dando por supuesta nuestra precaria situación económica, la tía Conchita dijo que ella correría con los gastos que ocasionara el huésped, tanto los derivados de su alimentación como cualesquiera otros, y la criada Manifiesta vendría todos los días a hacer la cama de su ilustrísima, lavar su ropa y ayudar en los trabajos de la casa. De esta forma se compensaban las molestias causadas por la presencia constante de un extraño. Cualquier otro aspecto del problema sería considerado y resuelto cuando se presentase, dada la imposibilidad de prever todas las contingencias de una situación tan anómala.