Aquella misma tarde, antes de que mi padre regresara del trabajo, monseñor Putucás, ordinario de Quahuicha, ya estaba instalado en su cuartito y sus escasos enseres en el lugar que se les había destinado. Cuando mi padre abrió la puerta, mi madre salió a su encuentro y en el recibidor le puso al corriente de lo sucedido. Mi padre asintió con la cabeza y el asunto quedó zanjado. De este modo empezamos a convivir con su ilustrísima, a quien pronto, no sé si por iniciativa suya o porque las circunstancias así lo propiciaban, llamamos don Fulgencio y en seguida Fulgencio a secas.
Cuando ahora evoco aquellos años lo hago con una nostalgia que proviene del presente, no del pasado. No tuve una infancia feliz ni desgraciada. Objetivamente considerada, podría decir que algunas nubes la ensombrecieron, pero la infancia no se vive objetivamente. Mis padres y yo formábamos una sociedad tan reducida como autosuficiente. Aunque los dos eran tímidos de carácter y muy poco expresivos por temperamento y por educación, siempre supe que me querían mucho y, lo que es más importante, su parca forma de quererme era exactamente la que a mí me gustaba. Sin ser alegres ni ruidosos, no éramos presa fácil del desánimo ni del hastío. Por supuesto, la adicción de mi padre a la bebida puede considerarse una desgracia, y sin duda lo era, pero no en los términos habituales, al menos en aquel periodo. Nunca le vi comportarse de un modo agresivo ni lacrimoso ni recalcitrante cuando había tomado unas copas de más, o sea, a diario. Si no podía beber, no experimentaba agitación, sino lo contrario: se ponía melancólico hasta que una pequeña dosis de alcohol le devolvía el buen humor. Esta imagen beatífica no significa que mi padre hubiera alcanzado la paz espiritual, sino el embrutecimiento etílico con todas las consecuencias que eso trae consigo: en el trabajo era impuntual, olvidaba los encargos y las órdenes recibidas, perdía los documentos que se le confiaban y si bien nunca se mostraba insolente ni pendenciero, tampoco se mostraba excesivamente atento ni respetuoso, cosa nefasta en un país y en una época en que, si bien los inútiles e irresponsables como mi padre encontraban fácil acomodo en una burocracia gigantesca, premiosa e improductiva, la tolerancia con la ineptitud y los defectos personales venía compensada por un extremo rigor en lo tocante a la reverencia jerárquica y a la adulación. Por este motivo, nunca ascendió: en el trabajo fue un paria, objeto de frecuentes bromas por parte de sus colegas y de broncas por parte de sus superiores, lo que le sumía en un abatimiento que combatía bebiendo. Mi madre llevaba su suerte con tranquilidad. De familia humilde, carente de educación y de mundo y sin dotes personales dignas de mención, consideraba el matrimonio con mi padre como un golpe de fortuna. Estaba convencida, quizá sin saberlo, de que si mi padre no hubiera sido un hombre derrotado, no se habría casado con ella, y como pese a todo él siempre la quiso y la trató con respeto, fue un marido fiel y un buen padre y nunca nos faltó el sustento, la pobre consideró casi hasta el final que tenía más motivos de gratitud que de queja. De sus años de adolescencia conservaba un reducido grupo de amigas, todas las cuales se habían casado y tenido hijos, por lo que se veían muy de tarde en tarde; de estos encuentros y de los relatos que en ellas se intercambiaban, mi madre había sacado la conclusión de que, en fin de cuentas, de todos los matrimonios habidos en el grupo, el suyo era uno de los mejores, si no el mejor. Por lo demás, la perenne condición de mi padre no entorpecía su lucidez respecto de sí mismo, con lo que atribuía las estrecheces que pasábamos y el escaso prestigio de que gozaba exclusivamente a su propio defecto y a su falta de voluntad. Esta convicción, por lo demás exacta, le había salvado de pensar, como les ocurre a tantas personas, que una confabulación o una serie de circunstancias desafortunadas, o una mezcla de ambas cosas, es la causa de no haber medrado o tenido éxito o recibido honores, creencia que, cierta o falsa, engendra amargura y resentimiento. Mi padre no estaba enemistado con el mundo, sino todo lo contrario. Por esta razón y sin proponérselo, me inculcó la predisposición a considerar que nada se me debe por mis méritos innatos, sino sólo por el resultado de mis actos, a agradecer lo que me dan y a no dar la menor importancia a lo que le dan a otro en lugar de dármelo a mí. Con esta filosofía no he sido feliz, pero he vivido mejor que la mayoría de gente que conozco, y me he ahorrado mucho resquemor y muchos berrinches. Pero no es de mí de quien quería hablar.
El señor obispo entró en casa con la acobardada dignidad de un rey en el exilio. Con energía impidió que mi madre doblara la rodilla para besarle el anillo como había visto hacer a la tía Conchita unos días antes: empezaba una nueva etapa y le correspondía un nuevo comportamiento. Ahora soy uno de ustedes, dijo. Por otra parte, ya no traía puesto el anillo, ni tampoco el pectoral. Además de su valor litúrgico, eran dos piezas de oro y plata respectivamente y, sin ánimo de ofender, dijo, no podía andarlas llevando de aquí para allá. Antes de abandonar la casa de mis líos se llevó aparte a la tía Conchita y le rogó que le guardara los dos objetos de valor en la caja fuerte que ella misma le había mostrado hasta tanto la voluntad de Dios le permitiera volver a revestir las insignias de su ministerio. Ahora parecía un simple cura de pueblo, vestido con una sotana que, a la luz despiadada de la bombilla del recibidor, se veía vieja, lustrosa y descolorida, algo que nadie había notado con la muceta, el solideo y los guantes, bajo la luz delicada de la araña del salón de la tía Conchita, como el vestuario de un actor, espléndido en el escenario, bajo los focos, y deslucido y barato en la percha del guardarropía. El resto de sus pertenencias ocupaba una maleta grande, de madera, sujeta por una correa de cuero, que mis primos varones le habían ayudado a acarrear de la casa de mis tíos al taxi que lo trajo y que luego él mismo cargó desde el taxi al ascensor de nuestra casa. Casi toda la maleta estaba ocupada por la vestidura ceremonial que había lucido en las procesiones y actos públicos; su ropa de diario consistía en una sotana de recambio no mejor que la que llevaba puesta. varias mudas, tres pañuelos y unas zapatillas de felpa. Un neceser y unos libros completaban el inventario de sus pertenencias terrenales. La ropa de uso diario la colgó mi madre de un pequeño armario del cuarto de huéspedes donde solía guardar la ropa de verano fuera de temporada. Al hacerlo se disculpó entre confusa y divertida por el contraste de una sotana y una ropa interior de hombre, raída y remendada, aparejada en la estrecha oscuridad del armario con unos vestidos femeninos escotados, sin mangas, de telas ligeras y estampados alegres. De todas formas, añadió, ya teníamos el verano encima y pronto quedaría el armario expedito. El obispo masculló una protesta: era él quien había venido a perturbar el orden de un hogar cristiano, vino a decir. En un cajón metió el neceser para no mezclar sus artículos de tocador con los nuestros en la repisa de cristal del cuarto de baño. Las zapatillas encontraron acomodo bajo la cama.
Los primeros días transcurrieron en un decoroso protocolo. Mi madre se encerró en la cocina y aparecieron algunas viandas inusuales en nuestra escurrida mesa. Manifiesta, la criada de la tía Conchita, llegaba puntualmente a las once de la mañana y se quedaba hasta la una y media; como era muy hacendosa y muy bregada en las cosas de la casa y el obispo daba muy poco trabajo, el resto del tiempo ayudaba a mi madre, de modo que todo estaba reluciente y mi madre, más descansada. Lo más notable fue que este nuevo régimen influyó en mi padre, que por decisión propia dejó de beber y, de resultas de ello, se deprimió horrorosamente. En mi recuerdo, aquéllos fueron unos días ceremoniosos y muy aburridos. Una vez pasada la excitación del primer momento, se estableció una rutina que simulaba el sereno fluir de una existencia regulada y placentera, pero que nos puso a todos al borde de la exasperación. El obispo tenía poco que hacer. Por las mañanas iba a misa a la parroquia, volvía a casa, desayunaba y salía de nuevo a hacer gestiones relacionadas con su situación personal.